Gabriel Orozco, institucionalizado y comercializable

Ánima, Temple y hoja de oro sobre lino, 200 x 200 cm, 2023-2024. (Detalle)

Por Edgar Alejandro Hernández

 

Las pinturas de temática prehispánica presentadas en la última exposición de Gabriel Orozco (Xalapa, 1962) en la galería Kurimanzutto confirman el poder transformador que tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador sobre la voluntad de sus más cercanos colaboradores. Fueron necesarios solo un par de años para que Orozco dejara su histórica resistencia a ser clasificado como un artista mexicano, una postura que, durante décadas, le permitió alcanzar reconocimiento internacional. Ahora, su regreso a la pintura figurativa marca su aceptación no sólo como artista mexicano sino, más importante, como un pintor oficial.

Al ver las pinturas de gran formato de Orozco (Látice, 2023-2024; Temple, 2023-2024; Ánima, 2023-2024; y Vitruvius amphibia infinita, 2018) en la que se mezcla a la Coatlicue con el Hombre de Vitruvio, me viene a la mente un video que López Obrador compartió el 29 de marzo de 2019, titulado “Convivencia cotidiana en el elevador más antiguo de Palacio Nacional”, que tenía como cierre inesperado la presencia de Gabriel Orozco en Palacio Nacional.

Es reveladora la breve conversación que se ve en el video, cuando se encuentra a Orozco, a la secretaria de Cultura Alejandra Frausto y al ex-gobernador de Michoacán Lázaro Cárdenas Batel (nieto del presidente Lázaro Cárdenas). López Obrador saluda a los tres y luego voltea a la cámara. En ese momento Orozco suelta una risa nerviosa y dice “Buenos días”. El presidente le pide a bocajarro: “Preséntate”. El artista sólo alcanza a decir “Gabriel Orozco” y, antes de poder continuar, López Obrador lo interrumpe: “Es uno de los mejores pintores de México, que está de visita aquí en la oficina con la secretaria de Cultura y con Lázaro. Gabriel Orozco nos va a ayudar, pero ese es otro asunto, ya después platicamos. Pero me da mucho gusto que esté aquí”.

En el distante, y a la vez cercano, 2019 resultaba cómico imaginar a Orozco como “uno de los mejores pintores de México”. Desde los noventa, su práctica se consolidó gracias a que siempre se alejó de la noción tradicional de pintor mexicano y a que la mayoría de sus obras buscaron un diálogo con prácticas y tradiciones foráneas.

La propia idea de pintura, que marcó la primera etapa de su carrera, fue un estorbo que Orozco hábilmente sorteó durante un par de lustros, hasta que el mercado lo encarriló de nueva cuenta a la bidimensionalidad, primero con sus características formas geométricas, y ahora con una producción figurativa y mexicanista, cuyo anacronismo permite compararlo igual con pintores académicos como Saturnino Herrán (dejando de lado el talento en la ejecución), que con los representantes de la corriente que siempre denostó, el neomexicanismo.

Cuantas cosas ha tenido que traicionar Orozco para mantener los privilegios que le representa su posición (pro bono) como artista oficial. Pasaron sólo un par de años para que el artista obedeciera dócilmente las palabras del señor presidente. López Obrador lo presentó como pintor mexicano y, aunque todo su trabajo fue una larga carrera por combatir esta idea, hoy Orozco se presenta no sólo como pintor mexicano, sino que hace grandes esfuerzos por legitimar su giro artístico al compararse una y otra vez con los muralistas mexicanos, es decir, con los artistas cuyo relato ayudó a perpetuar al PRI en el poder durante 70 años.

Gabriel Orozco. Ánima, Temple y hoja de oro sobre lino, 200 x 200 cm, 2023-2024. 

 Saturnino Herrán. Nuestros dioses: Coatlicue transformada, 1914-1915. (Tablero central)

En una charla que tuvo en febrero pasado con el curador Hans Ulrich Obrist, en el Museo Jumex, Orozco habló en extenso de la comisión que le hizo el presidente para realizar el plan maestro del Proyecto Chapultepec, Naturaleza y Cultura. Con torpeza, el artista intentó entrar en el juego político y afirmó que no cobró por el trabajo. Orozco ha dicho siempre que no tiene un salario, pero la faraónica y centralista obra que dirige desvió del presupuesto de Cultura federal diez mil millones de pesos. En cambio, admitió que su equipo sí está remunerado, pero aseguró que lo hace con un presupuesto muy preciso, que no aumentó y que se hizo de acuerdo con los tiempos establecidos.

Sin ahondar en esto último, es necesario decir que el artista miente. Por ejemplo, la Calzada Flotante, diseñada por Orozco, tenía un presupuesto original de 186 millones de pesos y su costo final fue de 302 millones de pesos. Todo el Proyecto Chapultepec, Naturaleza y Cultura debía estar terminado en diciembre del año pasado, con el objetivo de que la actual administración tuviera un año para hacer pruebas en su operación[1], pero hasta la fecha los proyectos insignia (la Cineteca Nacional y la Bodega Nacional de Arte) siguen en obra negra y difícilmente estarán terminados al cierre del sexenio.

Dejando de lado el necesario debate sobre el presupuesto y los recursos públicos destinados al futuro elefante blanco del sexenio lópezobradorista, en la plática llamó la atención que Orozco se congratuló de que su trabajo en Chapultepec se ha realizado sin ningún tipo de censura, y para respaldar su afirmación se comparó con el muralista Diego Rivera, cuya obra fue censurada y destruida en el Rockefeller Center de Nueva York, en 1933.

No encuentro cómo el trabajo de Orozco en Chapultepec (que básicamente ha consistido en remodelar algunos edificios y áreas naturales, y hacer un par de puentes con señalados problemas de diseño) pueda compararse con las implicaciones sociales, políticas y económicas que, en el contexto del New Deal, provocó la censura de Nelson Rockefeller a la obra de Rivera.

Recupero el ejemplo porque para Orozco sirve de contrapunto para hablar de su libertad creativa al aceptar el encargo como artista oficial. Es verdad que el gobierno de López Obrador no ha censurado el trabajo de Orozco, pero también es cierto que no hacía falta ningún tipo de veto, ya que el artista se adaptó dócilmente al programa político del régimen. Sus pinturas de gran formato son testimonio de que el artista busca alinearse a la narrativa nacionalista que utiliza el mismo imaginario prehispánico que el gobierno morenista usa como herramienta política. No es casualidad que en sus composiciones casi siempre domine la imagen de la Coatlicue por encima de El hombre de Vitruvio. 

Aun cuando Orozco lleva lustros sumergido en un bache creativo, que lo obliga a revivir (o autoplagiarse) cada tanto sus éxitos de los noventa, la actual serie de pinturas figurativas con motivos prehispánicos no sólo carece de cualquier tipo de riesgo formal o conceptual, sino que tampoco se puede entender cómo una renovación de su producción. Lo que vemos es una claudicación ante las demandas políticas de un gobierno populista. Cual acto fallido, el propio artista lo reconoció: “Las piezas de esta muestra empezaron al mismo tiempo que estuvimos trabajando en el plan maestro de Chapultepec.

La historia que plantea el texto de sala, donde se vincula a la Coatlicue con el dibujo a tinta de Leonardo Da Vinci, El hombre de Vitruvio, es de una ingenuidad tan aburrida que no vale la pena discutirlo. Darle voz a este “inverosímil” diálogo en el tiempo es un ejercicio estéril. En todo caso, como lo señala Irmgard Emmelhainz,  hay que destacar que "Orozco deja de lado las discusiones recientes a nivel global sobre la descolonización, la apropiación cultural y la estrecha relación entre colonización, arqueología y despojo en curso".

Hijo del pintor Mario Orozco Rivera (quien fue asistente de David Alfaro Siqueiros y tuvo la terrible fortuna de apostar por el muralismo, cuando este movimiento ya estaba en pleno declive), Orozco inició obviamente su carrera como pintor. Sus primeras obras se mostraron en la Galería Kin de María Maldonado, quien fugazmente lo representó en la década de los ochenta, y en muestras colectivas como Sin motivos aparentes (1985), que reunía arte emergente en el Museo de Arte Carrillo Gil. Aún cuando el artista borró esa época de su biografía, el mercado secundario sacó a la luz varias pinturas de aquellos años. Su existencia, igual que la presente exposición, confirma que Orozco siempre ha sido un pintor de dudosa factura e imaginación.   

Gabriel Orozco. Jaguares, pastel sobre papel amate montado sobre fibracel, 1983.

Gabriel Orozco. Cronógrafos, óleo sobre tela, 1989.

Gabriel Orozco. Piezas de herramienta, acrílico sobre tela, 1985.

Mario Orozco Rivera. La madre del sol, acrílico sobre madera, 1991.

Vuelvo al tema de Gabriel Orozco como un artista que en público y privado negaba ser un artista mexicano, porque hoy es una contradicción tan grande que resulta difícil de obviar. Recuerdo una llamada muy cordial que me hizo su galerista, cuando yo trabajaba en el periódico Reforma, para pedirme que en la entrevista que había hecho en ese momento con Orozco no dijera que era un artista mexicano. Es más, sugería que no incluyera la referencia de lugar y año de nacimiento. El recuerdo es vívido, ya que me resultó increíble que me marcaran para decirme que Orozco era un artista internacional y que no servía de nada decir que era mexicano.

Esta conversación en privado con su galerista, Orozco la tuvo en público con la periodista de Le Figaro, Valérie Duponchelle, quien lo entrevistó en 2010 e inició su texto Gabriel Orozco, l'artiste au-dessous du volcan justo con la consigna: “No le digas a Gabriel Orozco que es el artista mexicano por excelencia. Con cabello de poeta loco y un bello rostro simétrico de estatua, este nacido en Jalapa, en 1962, probablemente fruncirá el ceño ante la consternación que tiene un maestro por la ignorancia de las masas”. Y a continuación Orozco explica por qué no se define como un artista mexicano.

"Uno no nace mexicano, esa determinación no existe en la naturaleza. Te conviertes en la cultura que te rodea, que no tiene fronteras geográficas, que resulta más de un cruce de influencias y casualidades. Crecí rodeado de cultura francesa, inglesa y oriental, aunque guardo con cariño mis recuerdos de infancia en México (…) ¿Nace el artista de la ley de los contrarios? México ha estado obsesionado durante mucho tiempo con la idea de lo que es mexicano. El mexicanismo y todos sus clichés obligatorios rápidamente me cansaron. De hecho, mi obra ha sido a menudo juzgada como demasiado conceptual, no lo suficientemente mexicana, incluso antimexicana en mi propio país. Me siento mexicano, pero no me gusta María Félix. No adoro a Frida Kahlo. No estoy loco por Diego Rivera. No me gusta el cine de Alejandro González Iñárritu, su exotismo excesivo, ni el de Guillermo del Toro, demasiado barroco para mí."

Ahora que Orozco se compara un día sí y otro también con los muralistas mexicanos sería interesante saber si puede seguir diciendo que no está loco por Diego Rivera, porque además, sus pinturas de gran formato se suman al interminable catálogo de “clichés obligatorios” que supuestamente lo habían cansado.

A la luz de esta exposición, ¿Orozco podrá mantener con sus críticos la idea de que no es un artista mexicano? Porque uno de los grandes logros de Orozco fue justamente provocar que un cuerpo importante de críticos influyentes reprodujese este falso dilema del artista mexicano vs. artista internacional.

En 1993, en su texto El sueño de la vigilia[2], Jean Fisher describía a Orozco como un artista que se oponía a “una ‘identidad nacional’ institucionalizada y comercializable, inventada a partir de un pasado sentimentalizado”. Tres décadas después esto se invirtió, ya que hoy no encuentro adjetivos más certeros para describir las pinturas de Orozco. Aquello que supuestamente antes criticaba hoy lo constituye, pues su obra es institucionalizada y comercializable. Lejos de buscar impactar al complejo entramado que constituye el campo artístico, sus pinturas van directamente al mercado del arte y, en segundo plano, a Palacio Nacional.

Lo paradójico de esta transmutación es que, aun cuando sus nuevas pinturas fueron expuestas bajo la marquesina del mercado del arte, Orozco al final falló en sus aspiraciones comerciales. Al concluir la semana del arte, corrió como pólvora la noticia de que Kurimanzutto no había vendido una sola de las pinturas de gran formato que ofrecían en uno y dos millones de dólares. Parece que el campo artístico se autorregula y por ello resulta difícil que algún coleccionista nacional o internacional invierta esa cantidad por una obra (con todo y que están hechas con hoja de oro) que difícilmente incrementará su valor en el mediano y largo plazo.

Esta realidad nos regresa al culebrón entre Orozco y el gobierno morenista, pues existe el peligro de que la candidata oficialista, de llegar a la Presidencia, tenga la ocurrencia de querer compensar el presunto pro bono de Orozco y compre estas pinturas tan mexicanas para Palacio Nacional, con cargo al erario público. Hay que recordar que el gobierno capitalino de Claudia Sheinbaum fue el que recibió y operó los diez mil millones de pesos que se desviaron de Cultura federal para el centralista Proyecto Chapultepec, Naturaleza y Cultura.

Aunque las pinturas de Orozco están para la chimenea (si se miran de cerca, sus trazos parecen ejercicios infantiles en los que se imprime un patrón y luego se rellenan con una paleta predeterminada de colores), tal vez nos llevemos la no grata sorpresa de que en la feria de los millones que ha sido Chapultepec, parte de su presupuesto sirva para comprar las pinturas de Orozco.

Vistas de la exposición de Gabriel Orozco, en la galería Kurimanzutto.

Gabriel Orozco en la galería Kurimanzutto. Del 10 de febrero al 27 de abril de 2024.

[1] Esto lo aseguró Marina Nuñez Bespalova, subsecretaria de Desarrollo Cultural de la Secretaría de Cultura: https://gatopardo.com/noticias-actuales/proyecto-de-chapultepec/

[2] Jean Fisher. “El sueño de la vigilia”, en Textos sobre la obra de Gabriel Orozco, México, 2005, Turner/Conaculta, p. 26.

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