Muralismo mexicano, quiebre historiográfico en EU
POR EDGAR ALEJANDRO HERNÁNDEZ
En 1933 Alfred H. Barr, director fundador del Modern Museum of Art (MoMA) de Nueva York, creó una serie de diagramas que perfilarían de forma muy sintética la genealogía que daría las bases para la colección permanente del recinto creado en 1929. El primer esquema, que se volvería un icono de la historia del arte, delineaba la imagen de un torpedo que tenía como propulsor a los principales artistas de las vanguardias europeas y en la punta la pintura mexicana y estadounidense, junto a la llamada Escuela de París y al resto de Europa. En 1941 Barr reelaboraría dicha imagen y en un nuevo torpedo colocaría en la vanguardia únicamente el arte de Estados Unidos y México, dejando a la saga todo el arte europeo. El modelo de Barr era categórico porque en la primera mitad del siglo XX estaba totalmente reconocida la enorme influencia que había tenido el arte mexicano en Estados Unidos, principalmente los muralistas Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, quienes no sólo fueron coleccionados por los grandes mecenas estadounidenses (como Abby Aldrich Rockefeller o Gertrude Vanderbilt Whitney), sino que lograron realizar comisiones para pintar murales realistas y de corte social en ambas costas de la Unión Americana. Antes que la Escuela de París el arte mexicano abrió las principales líneas de investigación para que protagonistas del arte estadounidense como Jackson Pollock, Philip Guston, Charles White, Thomas Hart Benton o Elizabeth Catlett definieran las bases de su creación, no sólo a nivel técnico sino en la impronta de sus mayores preocupaciones conceptuales y de contenido. Como lo perfilaba Barr, el arte mexicano y estadounidense emergían conjuntamente en un torpedo que marcaría la primera mitad del siglo XX. Pero como ha ocurrido en muchos otros casos, cuestiones económicas, políticas, sociales e ideológicas tiraron este proyecto conjunto, que fluía con libertad en ambos lados del río Bravo. Concretamente el fin de la segunda Guerra Mundial, el macartismo estadounidense y toda la operación cultural durante la Guerra Fría borraron sistemáticamente la influencia de los Tres Grandes en Estados Unidos, ya que su vínculo, comprobado o no, con el comunismo, los volvió algo que debía ser rechazado y abiertamente combatido. Hasta el día de hoy la historia canónica del arte enseña que, antes del surgimiento y la hegemonía del expresionismo abstracto, la Escuela de París, y no el muralismo, había sido la mayor influencia para el arte estadounidense. Para literalmente reescribir esta historia el Whitney Museum of American Art, en Nueva York, inauguró la exposición Vida americana: Mexican muralists remake American art, 1925-1945 (curada por Barbara Haskel) que revisa y reelabora exhaustivamente esta mutua relación, con más de 200 obras de 60 artistas de ambas naciones. Vida americana abrió un debate que se encendió como pólvora, ya que si bien aborda un tema conocido y documentado en México, en Estados Unidos adquirió otra dimensión histórica, pues reconstruye los orígenes de algunos importantes artistas estadounidenses y cuestiona numerosos prejuicios vinculados con la perenne lucha entre el arte figurativo y el abstracto. Como si desde el inicio de la muestra quisieran dejarlo claro, una de las primeras salas, Orozco en las costas, reúne una de las comparaciones más contundentes de Vida americana, la obra temprana de Pollock frente a pinturas de Orozco, ambas producciones de la década de 1930, donde figuras humanas son consumidas por el fuego y el movimiento de los cuerpos es remarcado por una paleta cálida y líneas acentuadas. Llama la atención la relación Pollock-Orozco porque la exposición muestra a un Pollock veinteañero que claramente hace eco del trazo y la técnica de un experimentado Orozco. Con solvencia la exposición reúne obra temprana del estadounidense que, lustros antes de desarrollar su aclamado dripping (goteo), estuvo expuesto a la experimentación y línea plástica de los artistas mexicanos. Vida americana también dedica un núcleo al taller experimental que Siqueiros tuvo en Nueva York en 1936 y al cual acudió Pollock. Este vínculo, mucho más documentado, deja claro que el trabajo con materiales y técnicas poco ortodoxas de Siqueiros, como sus accidentes controlados y el verter o gotear pintura directamente en el lienzo, marcó de forma definitiva a Pollock para llegar a su action painting, técnica que lo volvió uno de los mayores exponentes del expresionismo abstracto estadounidense. Ahora bien, como la muestra está fincada en el muralismo mexicano, uno de los mayores retos de Vida americana fue mostrar, más allá de sus reproducciones fotográficas, los murales que en ambos países crearon artistas de las dos nacionalidades. En la muestra se exhibe una reproducción a media escala del mural que hizo Orozco en 1930 en el Frary Dining Hall del Pomona College de California, obra importante por ser la primera que realizó uno de los Tres Grandes en Estados Unidos. Pero llama la atención que no se ofrezca ningún tipo de documentación, más allá del catálogo, del conjunto mural Un llamado a la revolución y la hermandad universal (1930-1931) que hizo Orozco en The New School for Social Research de Nueva York, el cual no sólo se conserva intacto sino que geográfica e históricamente tiene un mayor vínculo con el Whitney Museum. Hablando de murales, el caso más logrado en la exposición es la instalación inmersiva que muestra en toda su complejidad lo que tanto artistas mexicanos como estadounidenses realizaron en el mercado Abelardo L. Rodríguez de la Ciudad de México. En la videoinstalación se enfatiza la obra de los artistas estadounidenses Pablo O’Higgins, Marion y Grace Greenwood e Isamu Noguchi, quienes muestran que el muralismo fue un proceso complejo que nunca tuvo una ruta unidireccional, sino que, al contrario, fluyó en ambos países. Una de las preocupaciones de la curaduría fue demostrar que la influencia del arte mexicano trascendía cuestiones formales, ya que los muralistas lograron influir directamente en el discurso de artistas como los ya mencionados Hart Benton, Catlett, Seymour Fogel, Eitarō Ishigaki, Fletcher Martin, Isamu Noguchi, Ben Shahn y Hale Woodruff, quienes entendieron el arte como activismo político y abordaron temas de abierta denuncia social, como la brutalidad policiaca contra movimientos sindicalistas y el activismo racial. Otra vertiente importante de la exposición es la que reúne la obra de artistas estadounidenses para hacer eco de las historias épicas vinculadas con movimientos sociales. En estas salas sobresalen las narrativas de emancipación y lucha que artistas como Charles White, Thomas Hart Benton, Aaron Douglas y Hale Woodruff desarrollaron muy en sintonía con la línea trazada por Rivera. Si bien Vida americana gira en torno a Rivera, Siqueiros y Orozco, la exposición también abre conexiones y diálogos con otros artistas mexicanos como Miguel Covarrubias, María Izquierdo, Leopoldo Méndez, Lola Álvarez Bravo, Luis Arenal, Roberto Montenegro, Frida Kahlo, Mardonio Magaña, Alfredo Ramos Martínez y Rufino Tamayo, entre otros. La sección que reúne en su mayoría a estos creadores, El nacionalismo romántico y la Revolución mexicana, representa uno de los núcleos más vistosos de la muestra para el público estadounidense, ya que se despliegan con toda su exuberancia obras con una mirada idílica sobre los mercados, indígenas con flores y personajes en escenas de campo. En esta sección, la cual fue decorada con muros rosa mexicano (un cliché innecesario), aparecen obras que aseguran un éxito de público como Baile en Tehuantepec o Festival de las flores: Fiesta de Santa Anita, de Diego Rivera; Yo y mis pericos, de Frida Kahlo; Vendedora de alcatraces, de Alfredo Ramos Martínez o Mis sobrinas, de María Izquierdo, esta última es la imagen más utilizada en medios internacionales para difusión de la muestra. Sin proponer un discurso novedoso, ya que el planteamiento es conocido y se pueden ver los ecos que tiene, por ejemplo, con muestras como Pinta la Revolución (2017), Vida americana rápidamente se convirtió en un acontecimiento cultural y mediático por la oportunidad histórica y política que representa. La muestra es relevante no sólo por la urgencia que implica reivindicar una herencia cultural binacional tan contundente, sino porque se hace desde el Whitney Museum, un recinto que tradicionalmente había estado limitado a revisar la obra de artistas estadounidenses. En Vida americana importa tanto lo que se dice como desde dónde se dice. Es una pena que la exposición no viaje a México, pero tal vez sea un precio justo si lo que se busca es generar un quiebre historiográfico en Estados Unidos y en el arte moderno en general.
Texto publicado en la edición de abril de 2020 de la Revista de la Universidad de México.