Trescientos ochenta y dos mil quinientos minutos...

Trescientos ochenta y dos mil quinientos minutos,

seis mil trescientos setenta y cinco horas,

doscientos sesenta y cinco días

 

De Daniel Monroy Cuevas

Curaduría Edgar Alejandro Hernández


Museo de la Ciudad de Querétaro

Del 26 de mayo al 3 de septiembre de 2023.

 

La obra que reúne el artista Daniel Monroy nos remonta a una tarde de 1982 en la antigua sede de la Cineteca Nacional de la Ciudad de México. Alrededor de las 6 de la tarde, en plena proyección de la película La tierra de la gran promesa (1974), de Andrzej Wajda, la pantalla empezó a incendiarse ocasionando un infierno de más de 15 horas que reduciría prácticamente todo el inmueble a cenizas.

Si bien el trabajo de Monroy intenta dar luz sobre las causas del incendio, lo crucial de su obra es que, ante la falta de información verificable y lo extraordinario del hecho, su investigación se convierte en una fuente muy productiva para problematizar temas que cruzan lo mismo la historia del cine, la frontera entre lo real y virtual, la relación entre archivo y tiempo o las posibilidades de construcción de una imagen.

La imagen germinal de este trabajo surge de los testimonios de algunos sobrevivientes del funesto acontecimiento. Por un perverso juego de azar, la película de Wajda tiene su cumbre narrativa con el incendio de una fábrica y, según los relatos, fue el momento justo en el que lenguas de fuego empezaron a brotar de la pantalla, como si la imagen cinematográfica tuviera un tétrico efecto especial que terminó consumiendo toda la Cineteca y su invaluable acervo fílmico.

Como artista, Monroy aprovecha este momento gris y lleno de contradicciones para reflexionar sobre las implicaciones teóricas y materiales de esta catástrofe. Una pregunta crucial del proyecto es si una imagen puede realmente destruirse o si es sólo su soporte el que se desintegra ante el embate de las llamas.

Esta imagen sin soporte es lo que le permite al artista crear su propio relato del incendio. De forma literal, Monroy creó una película, que incluso se proyectó en una sala de la nueva sede de la Cineteca Nacional, pero únicamente mediante la transmisión lumínica del dispositivo electrónico del subtitulaje. Las imágenes concebidas para reconstruir el siniestro se materializan ante el espectador como lenguaje escrito proyectado por luces led. La mirada del espectador no consume imágenes, pero sí el relato escrito y transmitido por medios lumínicos. La pregunta central sobre la construcción de una imagen adquiere sentido justo por la ausencia de imágenes, que son sustituidas por un iluminador guión que brilla en la sala de exhibición.

El cine, como imagen en movimiento, está regido por un tiempo que transcurre dentro de la pantalla. Al ser consumidos por el fuego, el tiempo de la película, el proyector, la pantalla, la sala y el complejo arquitectónico entero entran en una pausa que también es atendida por Monroy. En un ejercicio de acumulación temporal, el artista crea unas brillantes piedras negras hechas con centenares de metros de cinta obtenida de videocasetes vírgenes de formatos hoy fuera de circulación comercial: Betamax, VHS, Super 8, Mini DVy Digital 8.

La consistencia de estas bolas negras está regida por la capacidad adherible del material, pero también por el trabajo ejercido para su construcción, ya que cada pieza le tomó al artista semanas de trabajo continuo. El tiempo de trabajo es sustituido por un tiempo petrificado, acumulado por el esfuerzo y por su propia materialidad. No sobra decir que la cinta utilizada en estas piezas pierde en automático su propósito de contener imágenes. Esta operación recuerda las casi cuatro mil películas perdidas durante el incendio en la cineteca, que tal y como lo sumó el artista alcanzan los trescientos ochenta y dos mil quinientos minutos, es decir seis mil trescientos setenta y cinco horas o doscientos sesenta y cinco días. Casi un año entero de cine ininterrumpido consumido por las llamas.

La ceniza como materia prima es algo que también aprovecha Monroy para continuar con su proyecto. A partir de un ejercicio de grabado que parte del hollín que produce una flama y su transmisión mediante cintas adheribles, el artista replica una serie de dibujos del cineasta ruso Sergei Eisenstein, que fueron creados a la par de que filmaba su inconclusa película ¡Que viva México! (1930). Los dibujos eran exhibidos como parte del acervo de la Cineteca Nacional y también terminaron consumidos por las llamas con el siniestro ocurrido el 24 de marzo de 1982. Más allá de la historia y la relevancia de los personajes que convoca esta obra, lo crucial está en el hallazgo que logra el artista al reconfigurar desde una experiencia técnica cómo se construye una imagen. Como si quisiera demostrar el poder creativo de la destrucción, ante la cual Monroy se posiciona dialécticamente, deja de insistir en la pérdida provocada por el fuego y nos muestra cómo se puede crear a partir de las cenizas.

 

Agradecimientos:

Georgina Arozarena y Andrés Arredondo, Colección Ismael y Karla Reyes Retana, Fundación M, Inbal Miller Gurfinkel, Familia Montero Céspedes, Barbara Hernandez, Laura Orozco, Fabiola Iza, Esteban King, Daniel Garza Usabiaga, Gala Sánchez Renero e Iván Esqueda.