Por Ricardo Pohlenz
La escena artística de Tijuana se desarrolló como un aparte, lejos de la turbamulta de la Ciudad de México, pero justo en la trastienda de los gringos, en un momento en el que la cultura global estaba en sus albores floreció una contracultura de grafiti, patinetas, música tecno y literatura border. Rápidamente se importó –por decirlo de algún modo– y se impuso, gracias a diversos agentes mediáticos, como escena, referencia e influencia, en un nivel que desbordó lo nacional, gestándose a la par de la cultura digital, transgrediendo y transigiendo modos y haberes, haciéndola de pauta o antecedente –quizás– del apoderamiento voraz que ha sido norma los últimos treinta años. Pero, dado que el mainstream asimila la contracultura de manera tan pertinaz como veloz, siempre queda diluida (o al menos, percudida) la línea que divide resistencia de consumo.
Gerardo Yepiz, conocido por el sobrenombre de Acamonchi, que en el noroeste de México denota el ir montado de caballito en la espalda de alguien más, surge de esta escena, a matacaballo entre Tijuana y San Diego, quien recurre a medios alternativos como el street art y los fanzines para desarrollar un estilo particular a partir de esténciles hechos de figuras emblemáticas y publicidad vintage que conforman un paisaje ideogramático –por describirlo de algún modo– matizado por coloraciones creadas a partir del uso de pintura en aerosol. A esto, le ha añadido recientemente, a partir de procesos formales trabajados durante la pandemia mientras residía en la ciudad de Atlanta, en los Estados Unidos, tramas orgánicas hechas a partir del dibujo de pedazos de tronco y el trazado de ramas arboleas –que empezó a usar en otro momento para definir tensiones compositivas en cuadros en los que no recurrió a los recursos antes señalados– y que le han conferido un dinamismo formal que, ahora vertidos y combinados, alimenta y conjura una fórmula que deriva y replantea, más allá de todo agotamiento, y a pesar de los peligros que representa como retórica formal, explorando el folklore –según sus propias palabras– de los rótulos hechos a mano y los anuncios de las revistas viejas.
Pero, por lo mismo, se ha visto a lo largo de su trayectoria esta transformación, que va desde los recipientes y contenedores: las tablas de patineta se cortan ahora para emular latas de pintura en aerosol, los esténciles, que en un principio tenían una clara connotación política, la efigie de Luis Donaldo Colosio, candidato a la presidencia muerto precisamente en Tijuana, o Raúl Velasco, conductor por muchos años de un programa dominical televisivo de variedades mexicano que se transmitía también en los Estados Unidos y toda Latinoamérica, se fueron transformando: Colosio acabaría convertido en astronauta y a Velasco le añadiría el subtítulo de TONTO, derivando después hacia una cornucopia de artefactos sacados de la publicidad vieja. Según el mismo me refiere, fue natural y necesario el salto entre imprimir fanzines en los que se coleccionaban sus sellos y esténciles para ir hacerlo en la vía pública. No es que los fanzines pasen de mano en mano, sino que acaban por ser guardados formando parte de colecciones a buen resguardo. Recurrió al grafiti y a las calcomanías para ser visto, para ser reconocido, en la calle, como leitmotiv recurrente, para tener un impacto más allá del intercambio de impresos.
Así como gran parte de la escena de Tijuana, se le abrirá un nicho en la Ciudad de México a finales del siglo pasado, antes de otros periplos y estadías en los Estados Unidos. El arte callejero que trabaja y del que se alimenta se portabiliza, a mitad de camino del grafiti de muro y la calcomanía, adaptándose al mercado y derivando en un producto para ser exhibido en galerías. Es aquí donde cabe la pregunta que hago sobre la línea que divide resistencia y consumo, ¿sigue siendo resistencia si vuelve objeto de mercado? La paradoja entre lo nuevo, o al menos, aquello que adapta y transforma usos y retoricas para tasar climas culturales y representarlos, hacerlos suyos a partir de un tamiz que recoge y arma un imaginario que, a partir de íconos en los que se reconoce una denuncia política, suma catálogos traídos del pasado por definir campos de color, o saturarlos, en lienzos de diversos formatos, en lo que puede describirse como un ejercicio, semejante al de la propaganda, en el que los despoja de su sentido original para que, desarticulados, se asuman parte de un paisaje que se ve y se transforma, que sobrevive y se deteriora, que se desmonta y se lleva, como ventana a la imagen como escritura: al horror de lo banal, como glifo de un momento presente que corre para perderse, un pedazo de ruido que, igual que los carteles impresos que se pegan sucesivos en muros para una fecha concertada que acabará por pasar.
Esta nueva exposición, Full Force, viene acompañada por la publicación de un fanzine a cargo de Frenesí Ediciones, que recopila y actualiza, trae al presente la vocación fanzinera de Gerardo Yepiz, quien acabó por asumir como nombre artístico el nombre de su fanzine, esta trasposición, el asumirse a partir de lo que se produce, convertirse en su referente, el que hace a partir de lo que hace, de hacer Acamonchi a serlo, no deja de ser significativo, en tanto producto: primero un fanzine, luego un despacho de diseño y, al final, un nombre. Su posibilidad de mercado pasa de lo marginal, aquello que con el tiempo será rescatado en acervos, y que, de momento ya se vuelve –como con el presente fanzine– en algo conmemorativo, a lienzos donde –como he dicho– se trasciende su trasfondo, convirtiendo su carácter contracultural o de resistencia en un documento que habita como modo de hacer –más allá del proceso que lo incluye o lo lleva hasta ahí– que acaba por convertirse en adorno o fetiche. Así, Acamonchi se vuelve, a su vez, marca, ofreciendo merchandising exclusivo, sean camisetas intervenidas con sus esténciles, pins y demás parafernalia, ediciones limitadas de un producto que se transfiere en uso e intención. ¿Qué será? ¿Usar la camiseta como prenda o emblema? ¿Guardarla en un cajón? ¿Enmarcarla y ponerla a la vista de todos?
Queda preguntarse sobre la vocación sediciosa o posibilidad de resistencia que tiene desde ese lugar, apelando, desde la reproductibilidad mecánica, a una poética del sedimento, de la sobreposición que supone un desacuerdo tácito desde las propias herramientas que usa la propaganda y el comercio, de lo que queda y se rescata. ¿Nos recuerda ese otro lugar, ese primer reducto, de subversión secreta, al que las fuerzas del (buen) orden hacen campañas en contra? Se pintan las pintas, se cubre el grafiti para que, silvestre, vuelva a manifestarse, a florecer, si cabe, en cuanto muro se deje. Habrá que darse una vuelta por Tijuana para asomarse a esa posibilidad, a una escuela de grafiti que emule a Gerardo Yepiz, en su calidad de Acamonchi, y a tantos otros que proliferaron y proliferan en esa escena tan remota y cercana –por citar a Wenders y su buena voluntad– entre la que también destacan Alfredo Delgadillo, Paola Villaseñor y Once Zero Dos, referencias del muralismo de Tijuana que tengo gracias al fotógrafo gringo Stefan Falke, que le ha dado seguimiento a los protagonistas a lo largo de toda la frontera. Se mueven y se trasponen las escenas y sus protagonistas, algunas no dejan de moverse, como el propio Acamonchi, nomada contumaz, pero, ¿y sí hacemos circular a nivel nacional a estos artistas a lo largo de la república? ¿Será que se consolide una escena nacional más allá de sus reductos locales? ¿Será que se genere un conflicto entre unos y otros? ¿Se reafirmará o acabará por diluir tales esfuerzos una iniciativa de esa naturaleza? ¿Será el azar, inabolible siempre?
Bolster (Tepozteco 35, Narvarte, CDMX), del 13 al 29 de marzo de 2025.
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Texto publicado el 25 de abril de 2025.