Por Gustavo A. Cruz Cerna
Cuando supe de su inauguración, interpreté La verdad no es un escándalo, del artista Ahmed Umar (Sudán, 1988), como una declaratoria de intención por parte de Miguel A. López, quien hace unos meses asumió el cargo de curador en jefe del Museo Universitario del Chopo. López, hay que decir, llega a México con las mejores credenciales: una vasta experiencia internacional y una trayectoria cifrada por el cruce entre arte y política, donde destaca su participación en la Red Conceptualismos del Sur. En ese sentido, que la exposición de Umar se inaugurara junto con Línea de vida (2009-2013), de Giuseppe Campuzano (Perú, 1969-2013), señala una ruta coherente, en la que las luchas de las disidencias sexuales y el rescate de su memoria cobran protagonismo. El proyecto de Campuzano es el despliegue espacial del Museo Travesti del Perú (2004-2013), ambiciosa investigación documental y visual sobre la historia de las prácticas de travestismo en la nación andina desde la época precolombina; la obra de Umar, por otro lado, se centra en la experiencia queer y en las estrategias de visibilización y ocultamiento que involucra, sobre todo en sociedades conservadoras. Esta claridad en términos de políticas expositivas es en sí misma loable, un respiro en un contexto dominado ya por el mercado y su entrega religiosa al facilismo de las tendencias.
El recorrido propuesto para ver tanto Línea de vida como La verdad… se me ofreció como la confirmación de mi intuición. Montada en la galería de las rampas del museo, la investigación de Campuzano es amplia e interesantísima. Vemos en ella cómo la lógica del binarismo genérico fue implantada en el territorio andino por la iglesia católica, y con ello el borramiento de figuras locales cuyo género era indefinido o mutable. Después, su pervivencia en prácticas plebeyas durante los tiempos coloniales, que continuaron a través de comunidades periféricas de resistencia y ayuda mutua durante los siglos XIX y XX. La verdad… se compone de tres proyectos, dos de video y uno de fotografía. Aunque lo primero que vemos es una instalación a muro en la que esculturas de manos sostienen partes de un atuendo que, siguiendo las convenciones prevalecientes en el arte político actual, hemos de llamar tradicional; un índice de origen no-occidental o premoderno. Umar viste este ajuar en el primer video de la exposición, El tercero [Talitin] (2023-2024), en el cual ejecuta una coreografía que se inspira en una danza nupcial tradicional de Sudán, reservada originalmente para las novias. Ya que este baile le fue vedado al llegar a la adolescencia por ser hombre, él lo apropia como gesto de resistencia. En un tono similar, en La verdad no es un escándalo (2024), pieza que da nombre a la exposición, Umar hace lipsync con algunas canciones sudanesas que expresan un amor homosexual de manera velada. Entre estas dos video-instalaciones se ubicó Llevando la cara de la fealdad (2018), proyecto en el cual Umar se retrata con gesto desafiante mientras cubre con su cuerpo a miembros y aliados de la comunidad LGTB+ en Sudán, país donde expresar estas preferencias o simpatías de manera abierta pone en peligro la propia vida; ya que las fotografías cuelgan del techo, en su reverso podemos leer nombres y testimonios de las personas a las que Umar parece proteger con su imagen.
La disposición de los materiales de Línea de vida, en progresión temporal, genera un efecto peculiar sobre La verdad…, si uno sigue el recorrido propuesto. Entre las salas que alojan a una y otra exposición, solo hay un pequeño lobby y el muro de los ascensores, lo cual puede considerarse una pausa suficiente. Es cierto que muchas veces las distribuciones de espacios en los museos obedecen a factores casi azarosos, no obstante, el vínculo temático tiene la fuerza requerida para generar una experiencia de continuidad, como si las piezas de Umar tomaran la estafeta de la investigación de Campuzano. Y aquí sentí una ligera sospecha y duda, a pesar de que el planteamiento que sostendría esta continuidad sería difícil de contradecir. Línea de vida despliega la historia de una lucha que difícilmente puede considerarse como concluida o, peor aún, reducida a un territorio específico. Las dos exposiciones trazan esfuerzos por los derechos de las identidades sexodiversas en puntos geográficos distantes entre sí; una causa de alcances globales y que en nuestro país ha tenido sus propias iteraciones. Lamentablemente, todo parece indicar que esta lucha habrá de atravesar por un periodo de recrudecimiento, gracias al auge de los discursos conservadores en las democracias liberales occidentales. La relevancia de sostener espacios públicos dispuestos a albergar la discusión al respecto es incuestionable. Sin embargo, me parece de la misma importancia preguntarnos cómo podemos plantear estas discusiones para procurar mayor efectividad local y, sobre todo, para evitar el destino desafortunado que hoy impone su repliegue en la esfera pública del Norte global, toda vez que las derechas se muestran triunfantes en las contiendas electorales tanto de Europa como de los Estados Unidos.
Volvamos brevemente a Línea de vida. Como señalé, en los materiales mostrados hay una fuerte presencia comunitaria, lo cual es completamente entendible: toda resistencia implica un esfuerzo colectivo, y así ha sido la de las identidades que no siguen la heteronorma. No es casual que se nombren insistentemente como comunidad LGTB+. En cambio, la exposición de Umar tiene un fuerte acento individual. Vemos a Umar una y otra vez, desplegando su personalidad, ofreciendo su rostro ubicuo a lo largo de las tres instalaciones. La referencia a su origen está ahí sólo para abonar a la construcción de su ser individual. Espacial y visualmente, las comunidades de donde toma bailes, canciones y atuendos están borradas. En el caso de El tercero [Talitin], por ejemplo, el acento se pone en la impresionante interpretación del baile, enmarcada en un denso fondo negro: un estudio vacío en el que sólo tiene lugar el gesto personal. La verdad no es un escándalo se refiere a otros tiempos, y Umar viste como los intérpretes originales de las canciones, pero no sabemos más. Logramos imaginar alguna década, intuir algo de contexto, pero siempre se impone el rostro y la encantadora capacidad histriónica del artista. Por supuesto, esto sucede también en Llevando la cara de la fealdad, aunque ahí la sustitución es justificada y la presencia de los testimonios actúa como contrapeso.
El vacío resultante termina generando una sensación incómoda. Y es que hay que admitirlo sin titubeos, Sudán no es un territorio sobre el cual se tengan demasiados referentes en México. La necesidad de contexto es apremiante. En una de las actividades paralelas de la exposición, esto se hizo evidente cuando el investigador David Gutiérrez le pidió a Umar que ayudara al púbico a entender las “coordenadas de las representaciones” de África que llegan a México, para luego preguntarle por la ética de las representaciones que él mismo produce sobre Sudán, tomando en cuenta que el país atraviesa la crisis humanitaria más grave de nuestros tiempos. Aunque podríamos acusar una falta de complejidad en las respuestas del artista, me parece que no es su responsabilidad que ni él ni su obra otorguen centralidad a estos problemas. A fin de cuentas, él es claro cuando dice, en esa misma conversación, que el denominador común de las piezas de la exposición “es una fuerte voluntad por vivir y por reclamar el espacio que quiero y merezco”; la conjugación en singular de los últimos dos verbos no podría ser más lapidaria y honesta.
Por supuesto, cabría seguir la ruta de lo personal y encontrar objeciones éticas (o morales) a las estrategias de Umar con respecto al borramiento señalado, o el uso discrecional de sus orígenes. Pero esto nos haría desperdiciar la oportunidad de preguntarnos qué contexto social e institucional pudo dar surgimiento a obras como las suyas. Me parece que seguir este último camino nos ayudaría a entender por qué la obra de Umar no pretende operar como carta de presentación ni de Sudán, ni de África. La clave de esto la encontré en el texto de sala de Portando la cara de la fealdad. Ahí leemos que Umar fue la primera persona en utilizar las redes sociales para declararse públicamente gay en su tierra natal y, también, que realizar el proyecto fue posible gracias a que cuenta con el privilegio de un pasaporte extranjero, es decir, noruego. Esta oración dotó ante mis ojos de un brillo especial a los logotipos de la Oficina para el Arte Contemporáneo de Noruega y otras instancias diplomáticas en el muro de presentación de la exposición. Mientras revisaba material para esta reseña, vi que el texto curatorial que describe El tercero [Talitin] en la última edición de la Bienal de Venecia señala que, como preparación para el performance, Umar aumentó su consumo de chocolate noruego para agrandar su “silueta física”. Gracias a estos pequeños guiños, me di cuenta de que, contrario a lo que podríamos pensar, el trabajo de Umar nos dice tanto sobre el país nórdico como sobre Sudán (o incluso más).
Umar es un refugiado político desde 2008, año en el que llegó a Noruega luego de vivir entre Sudán y la Mecca, en Arabia Saudita. En 2011, cuando él contaba con 23 años, inició su formación artística en el país nórdico. Como en muchos países europeos, en Noruega los flujos migratorios han generado tensiones e incomodidad en sectores de la población nativa. Según un estudio referido en 2021 por la socióloga de la Universidad de Oslo Katrine Fangen, el 31% de la población noruega piensa que “los musulmanes” quieren apoderarse de Europa, la mitad de la población considera que los valores musulmanes son parcial o completamente incompatibles con los de la sociedad noruega y una tercera parte expresaron su deseo de distanciarse socialmente de la población musulmana. En ese sentido, la obra de Umar surge en un contexto en el que, etiquetada por default en la categoría de obra de un inmigrante musulmán, debe lidiar con un conjunto de representaciones claras y cotidianas de sus orígenes. Es decir, en Noruega su presencia no es un primer contacto con África o el Islam, sino que se enmarca en una red de representaciones que se activan en el día a día (a diferencia de México, donde son asuntos ocasionales o de especialistas). Por tanto, las de Umar surgen como contra-representaciones. Y ahí está su política, y eso explica también el manejo de sus orígenes.
La primera lectura que ofrece el trabajo de Umar es la de la defensa de su identidad de género y preferencias sexuales. Desde esta perspectiva, Sudán aparece como una sociedad conservadora que impide el libre desarrollo de la personalidad de las minorías. Lo cual es innegable, aunque probablemente mucho más complejo de lo que este planteamiento deja ver. Pero, si atendemos el contexto noruego, podemos detectar una inversión en las valencias políticas de estos elementos. (Por supuesto que no es la intención de este texto emitir un juicio sobre el islam o sus múltiples matices). En 2018, el noruego-norteamericano Bruce Bawer publicó la nota “La islamización de Oslo”, donde se muestra escandalizado por cómo el barrio Groruddalen ha visto radicalmente modificada su cotidianidad ante el drástico aumento de la población migrante de origen musulmán (categoría en la que se engloba a individuos pertenecientes a distintas geografías, orígenes étnicos y confesionales). Bawer, criado en Nueva York pero residente de Oslo desde 1999, es un autor homosexual muy crítico tanto de las políticas identitarias como del fundamentalismo religioso. Su texto está cifrado por la idea de una incompatibilidad entre las dinámicas sociales de los inmigrantes musulmanes y la social-democracia noruega, e insiste en lo insegurxs que se sienten tanto mujeres como homosexuales en Groruddalen. No sería difícil acusar de alarmista el retrato que dibuja, pero las encuestas ya citadas no son la única evidencia de que esa visión es compartida por un gran número de noruegos. Como en el resto de las democracias occidentales, en Noruega está ganando tracción un nuevo partido político de extrema derecha (Fremskrittspartiet, o Partido del Progreso), en cuyo programa la inmigración tiene un papel central.
En este panorama, un problema central es el de la integración. La perspectiva más conservadora señala que es imposible, pues hay una incompatibilidad cultural. La obra de Umar busca contradecir este prejuicio. Así, su apuesta es mostrarse como un miembro plenamente integrado a los valores liberales noruegos. Por ello la enunciación se centra en su cualidad de individuo, pues el individuo es la partícula política fundamental del liberalismo. Y Umar no se presenta como cualquier individuo, sino como uno capaz de poner distancia con respecto al contexto cultural del que proviene, modificándolo hábilmente para actualizarlo al tiempo y el territorio en el que vive y produce su obra. Como señalé antes, Noruega no está sola ni en los procesos de derechización ni en el apogeo de las políticas identitarias que buscan contraponérseles. De ahí que Umar esté gozando de una gran circulación en los circuitos de bienales internacionales.
Pensar en La verdad… desde este marco re-localizado me deja con dos acertijos en la cabeza. Primero, la efectividad política de las estrategias multiculturalistas o, si se prefiere, identitarias. Noruega, como los demás países nórdicos, solía percibirse como la joya de la corona (y no olvidemos que siguen siendo una monarquía) de la democracia liberal, con un estado de bienestar sólido y una ética progresista bien arraigada. Como correlato cultural de este paraíso socialdemócrata está el del multiculturalismo y la integración de la diferencia, así como el enfoque de los esfuerzos progresistas en las políticas identitarias. Sin embargo, el viraje a la derecha invita a cuestionar la efectividad real de este foco identitario. Son varias ya las voces que desde la izquierda ha señalado los riesgos políticos que ha representado esta estrategia que tiende a la atomización (a preocuparse principalmente por logros e historias personales), una línea de pensamiento muy bien sintetizada por el sociólogo Vivek Chibber. Y el panorama parece estarle dando la razón. Por si esto no bastara, el vocabulario de las políticas de la identidad está siendo apropiado por el discurso conservador sin mayor reparo, como señala la periodista Liza Featherstone.
Por el otro lado, esta exposición me hace preguntarme sobre la pertinencia de generar diálogos Sur a Sur mediados acríticamente por los contextos de producción del Norte Global. Es verdad que sería ilusorio demandar la eliminación de dicha mediación, pero no creo que sea exagerado pedir que se tomen en cuenta las diferencias entre ciudades como Oslo, Venecia o Toronto y Ciudad de México. Durante los noventa se llegó a creer que el globalismo permitía la existencia de una red de ciudades cosmopolitas que podían ser entendidas como un espacio continuo, casi idéntico, y el circuito del arte contemporáneo internacional ayudó a construir dicha ilusión. Me parece que hoy podemos decir con seguridad que este no es el caso, y actuar en consecuencia seguramente generará diálogos tanto o más productivos.
En su relato “Hija de sangre”, Octavia E. Butler imagina un mundo en el que una raza extraterrestre se reproduce injertando sus huevos en humanos varones: las entrañas de los huéspedes son devoradas por las larvas que brotan al hacer eclosión. A los humanos se les provee de una vida cómoda; cada familia humana es protegida por uno de estos insectos, con quienes entablan un parentesco interespecie bastante cándido. En algún momento, uno de los varones de esta familia será utilizado para alojar sus huevos y dar “a luz” a las crías. A pesar de lo doloroso y traumático de cada “parto”, las criaturas se aseguran de cuidar que los huéspedes sobrevivan y de procurar su recuperación. A cambio de este sacrificio, humanos y extraterrestres generan fuertes vínculos, en una integración sumamente íntima. Butler se dijo sorprendida de que el relato se interpretara como una metáfora de la esclavitud, y enlistó las ideas con los que fue configurando la trama. Una de ellas fue la de pagar un alquiler: ¿qué podría ofrecer la humanidad a la especie que habitara un planeta al que tuviera que llegar tras escapar de las violencias en la Tierra?
Se me ocurre que la identidad, esta apelación irremediable al lugar del origen, es el alquiler simbólico que los productores culturales del Sur global debían pagar hasta hace poco a las naciones desarrolladas para poder ser visibles en ellas, ayudando con ello a reproducir el mito liberal del multiculturalismo y la integración. Y, si bien desde la misma Europa han surgido críticas a ese estratagema político desde hace algunos años (pensemos, por ejemplo, en la novela Identitti, de Mithu Sanyal), en el campo del arte sigue gozando de popularidad, lo que invitaría a replicar dicho enfoque en territorios como el nuestro. Me parece que operar así no sólo es ingenuo, pues obvia que la experiencia racial en este país difiere en puntos fundamentales de la que hay en Europa o los Estados Unidos, sino que reproduce marcos de lectura poco productivos políticamente, como esa culpa especial del Norte global que, aunque bien intencionada, no logra evitar prejuicios y condescendencias.
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Texto publicado el 9 de mayo de 2025.