Por Carlos Didjazaá
En la primera visita que hice a la muestra Antonio. Moda indomable, en el Museo Franz Mayer, salí de ahí con la sensación de que la curaduría de Anne Morin, aunque halagüeña en sus términos, se negaba a involucrarse de lleno con los intereses del artista. Al ser un investigador de moda, mi primera reacción fue ponerme a la defensiva y asumir que esta era otra exploración hecha con la habitual condescendencia con la que los especialistas del arte suelen analizar esta disciplina. Sin embargo, tras hacer una segunda visita en la que pude ver completo el documental Antonio Lopez 1970: Sex Fashion & Disco (James Crump, 2018), que profundiza en la vida y obra de Antonio; estudiar el trabajo del ilustrador con mayor profundidad y revisar la historia de la muestra (que era distinta en un principio), entendí que los rasgos superficiales de la curaduría ya estaban presentes en la obra del artista. De hecho, se hizo un buen trabajo de selección para rescatar lo mejor de su trabajo y presentarlo de manera justa y seria, sin interpretaciones hiperbólicas. Me gustaría dedicar la mayor parte de mi escrito a reflexiones sobre cuáles son las expectativas razonables que uno debe tener respecto a las exposiciones de artistas editoriales y qué lugar ocupan en el museo.
Hasta la fecha, el mejor análisis que se ha escrito sobre ellos es el ensayo de 1916 “What’s the Matter with Magazine Art?” [¿Cuál es la cuestión con el arte de revista?] del periodista Max Eastman. Resumiendo, su premisa es la siguiente: una publicación es un conjunto de bienes que pertenecen a una sociedad anónima cuyos inversionistas están interesados en que les genere dividendos. Para ello, contratan a un editor y le pagan según su éxito comercial; naturalmente, su gusto está “económicamente condicionado” y hará mella en los artistas a los que contrate, quienes dibujarán imágenes de factura impecable, sujetas al imperativo comercial de “complacer a tantos como sea posible y no molestar a ninguno”. El resultado es un arte regular, mediocre, pero increíblemente variado, pues su propósito es atraer a cuanta nueva audiencia sea posible sin abandonar a la anterior. Por ello mismo, la conclusión de Eastman es que el arte de revista no tiene salvación, ni será un “arte verdadero”, a pesar de sus mutaciones estilísticas, pues éstas siempre estarán condicionadas a las necesidades comerciales del editor, quien limará sus aspectos más controversiales para volverlos lucrativos. Si no interfiere, será porque los gustos de la audiencia ya han cambiado, y ese es el tipo de imagen que demanda ahora, por lo que tampoco serán impactantes, ni para bien ni para mal. El “arte verdadero” es aquel que es libre de “hacer tanto amigos como enemigos. Y un arte así jamás florecerá bajo el editor comercial”.[1] Obviamente, pido algo de consideración para el ensayo, pues, a pesar de tener cierta vigencia, algunas de sus apreciaciones resultan anticuadas —cuando no anodinas—, ya que es un texto de 109 años de antigüedad.
El caso de Antonio López (1943-1987) es particular, pues, aunque era un artista abiertamente comercial que hacía ilustraciones según los requisitos de la empresa que lo contratara, no estaba interesado únicamente en el dinero ni en la creación de imágenes fáciles de vender. (Se resistía un poco entregando su trabajo tarde para que no le pidieran modificaciones.) Tampoco era mediocre. De hecho, una de las grandes preocupaciones de su vida fue que no se lo tomaran en serio como artista;[2] sin embargo, estaba consciente de las limitaciones que tenía su obra al estar dedicada en su mayor parte a la promoción de mercancías. Percibía una diferencia de trato, no del todo infundada, en sus interacciones con museos e instituciones culturales: “Todos los museos importantes tienen mis obras”, explicaba en un seminario para el ArtCenter de Nueva York en 1983, “pero no las exhiben. Quizás algún día lo hagan, quizá no… pero se ve bien en mi currículum”.[3]
López era evidentemente talentoso, y su obra excelente. No se parecía en nada a la de ningún otro ilustrador. Su socio, el director creativo Juan Ramos (1942-1995), jugó un papel esencial para distinguirlo de los demás artistas. Su trabajo consistía en retomar imágenes de todo tipo de archivos para nutrir el estilo de Antonio (el nombre con el que firmaban en conjunto) con referencias desconocidas, antiquísimas y contemporáneas, que lo alejaran del lugar común. Al inicio de su carrera, destacaron por —literalmente— desbordar la ilustración de moda: prescindir de la imagen habitual de una mujer blanca sobre fondo blanco, posando hierática con un vestido, para pintar una dinámica escena urbana en la que pronto la ropa pasaba a segundo plano. Muchas de las mujeres que pintaban eran negras, morenas, latinas. Cuestión importante, pues su trayectoria comenzó en el apogeo del Movimiento por los Derechos Civiles, en un país segregado que se resistía a dejar de serlo. (Este fue un factor que influyó bastante en su decisión de mudarse a París a mediados de los setenta).
Cualquier museo con el menor sentido de lo actual estaría interesado en adquirir obras de tales características; sin embargo, es entendible que, por virtuoso y transgresor que fuera un ilustrador de moda, no resultara prioritario ante una escena artística enfocada en asuntos más sublimes y políticos, con intereses que excedían no solo las temáticas convencionales del arte, sino su práctica entera. Por mencionar algunos de sus contemporáneos, en ese momento también estaban activos Yoko Ono, Frank Stella, Dan Flavin, Judy Chicago, Marina Abramović, Louise Bourgeois... La estrella era, obvio, Andy Warhol; un artista con el que Antonio mantenía ciertas similitudes: los dos estaban interesados en el dinero y la fama como objetos de estudio, hicieron ilustración de moda (Warhol, de finales de los 40 a inicios de los 60), filmes en Súper 8, y exploraron la fotografía a través de la Polaroid. A decir verdad, las fotografías de Antonio son más atractivas visualmente; en ellas está impreso el dinamismo de sus ilustraciones, pues tenía un mejor entendimiento y dominio de la pose. (Era conocido por dibujar con modelos en vivo, jamás con referencias fotográficas, curiosamente). Pese a frecuentarse, no fueron del todo amigos. En la temporada que coincidieron casi a diario en el Max’s Kansas City, el club se dividía en los dos grupitos que encabezaban; sin embargo, había un sentimiento mutuo de respeto. En la exposición, se fuerza un diálogo entre ellos al incorporar algunas obras de Warhol, que no corresponden del todo al periodo en el que se frecuentaron; pienso que el efecto se habría logrado mejor de haberse expuesto las Polaroid que tomaron en los setenta, una disciplina en la que sí fueron colegas y contemporáneos. Hay una cita de Warhol en la pared contigua al muro en el que se proyecta una película en Super 8 de Antonio (en mi opinión, la pieza más fascinante de la exposición), que dice lo siguiente: “Él ve más que los demás, López habita más allá de los límites de cualquier categoría comercial en la que haya sido colocado. Más allá de sus creaciones en papel, López puede crear e influir en otras entidades”. Sin ser exagerado, Warhol expresa una crítica favorable hacia un artista que tenía en alta estima, demuestra también su sensibilidad artística al señalar algo que en su momento no era evidente ni para los empresarios que lo contrataban, ni para los críticos de arte: que su obra trascendía su uso comercial. La frase proviene de una entrevista que le hicieron en la presentación del primer libro del ilustrador, Antonio’s Girls (1982),[4] el cual no forma parte de la muestra.
Es importante mencionarlo, para el inicio de los ochenta, Antonio comenzó a alejarse del arte comercial, figurativo, y se dedicó a crear imágenes abstractas (a esta producción le llamaba “arte puro”); volvió a experimentar, se acercó al cubismo; el trabajo que entonces vendía a las revistas era anguloso y menos colorido: algunos de sus mejores dibujos pertenecen a este periodo. Su preocupación por ser un artista serio tomó un lugar central en su vida. Parte de su proyecto para lograr su conversión completa consistía en publicar libros sobre su propia obra: a Antonio’s Girls le siguió Antonio’s Tales from the Thousand and One Nights (1985), un libro sobre Las mil y una noches. Lejos de las escenas envolventes que caracterizaron su obras más conocidas, estas imágenes ahora tienen grandes espacios en blanco; su paleta es más limitada; la pincelada más libre; la silueta, salvo la delimitación de algunos de sus trazos, es incomprensible. Es una desgracia que nunca haya concluido su proyecto de encontrar un lenguaje ajeno a las exigencias comerciales. Literalmente, no le dio la vida: Antonio López recibió su diagnóstico de VIH+ en 1984, y murió poco después, en 1987, a la edad de 44 años. En sus últimos años, tuvo que bajar el ritmo de sus exploraciones pues la mayoría de sus esfuerzos y recursos los destinó a la búsqueda de un tratamiento efectivo.[5]
Por supuesto, a los 40 nadie es un muchacho; pero, como artista, esa edad representa, en la mayoría de los casos, el periodo de consolidación en el que, después de explorar varios motivos, encuentran los temas por los que serán conocidos el resto de sus vidas: Judy Chicago hizo The Dinner Party, a los 40. Richard Serra, Tilted Arc a los 43. Marina Abramović, The Great Wall Walk, a los 42. Para hacer un arte significativo, memorable, se necesita tiempo. Materia que, en el caso de Antonio, fue escasa.
Quiero retomar la cita de Warhol, que no se exhibe completa en la muestra. Antes del extracto reproducido dice: “Creo que su técnica y sus dibujos son maravillosos. Sobre todo, tiene un ojo periodístico”. Esto cobra sentido cuando se considera que el título original de la exposición era Antonio López Visionary Writing [Escritura Visionaria]. El título mexicano “Moda indomable” es mucho más atractivo —por lo obvio— para el público general, pero denota un fenómeno curioso: en vida y muerto, hubo que ceder ante la necesidad de alcanzar una audiencia más amplia.
La exhibición se ha promocionado con grandiosidad y esmero: en la pancarta que la anuncia en la fachada del museo, se especifica notoriamente que esta es una colaboración con diChroma Photography, una empresa de gestión cultural que produce exposiciones de fotografía junto a sus respectivos catálogos, y opera llevando sus exposiciones “pre armadas” a distintos museos alrededor del mundo. La curaduría suele correr a cargo de su directora, Anne Morin, quien es especialista en fotografía. La primera vez que colaboraron con el Museo Franz Mayer fue el año pasado, cuando trajeron la exposición Vivian Maier, Rev(b)elada. Me parece importante señalar este aspecto, ya que estamos en frente de una muestra profesional, amena, fotogénica, abiertamente comercial que, siguiendo el ethos de los negocios, sacrificó muchos de sus distintivos e incorporó algunas modificaciones para priorizar la experiencia del visitante; un rasgo que distingue al empresario del intelectual.
Por ejemplo, en el planteamiento original de la muestra, Morin afirmaba que la obra de Antonio constituía una “escritura visionaria” porque es el resultado de un lenguaje propio, nuevo, que surgió de la subversión de las especificidades de otros lenguajes artísticos: “Cuando dibuja, en realidad, habla de fotografía; cuando toma fotografías, en realidad habla de cine; cuando graba en Súper 8, en realidad habla de teatro”.[6] Pienso que, de conservar este matiz, el recorrido habría tenido una dirección más clara.
El otro cambio, mejor logrado, fue la inclusión de maniquíes que visten modelos de la colección Otoño-Invierno 1984 de Yves Saint Laurent. Frente a ellos, hay unas estaciones de dibujo que le permiten al público emular la técnica de ilustrar con un modelo en vivo que caracterizó al artista. A los costados, las imágenes del catálogo. Desde el punto de vista comercial, esto aporta cierta materialidad a la muestra que contribuye mucho a su fotogenia y favorece la interacción con la audiencia. Aprecio que demuestre en qué consistían las exageraciones a las que recurría Antonio para hacer su dibujo más atractivo. Este dato sobre sus aspectos técnicos —y otros más que hacen mucho por explicar la selección— no aparece en ninguno de los textos de sala. Para acceder a él, hay que ver el documental que complementa la exposición, el cual dura hora y media. Como es de esperarse, poca gente se espera al final.
Obviamente, como crítico, me resulta duro que el contenido que justifica la curaduría haya quedado relegado a un documental, en lugar de estar presente en textos un poco más largos, que se pudieran leer con mayor comodidad. Pienso que la muestra pudo ser mucho más cerebral sin dejar de ser amigable; y que esta disposición desmerece a un trabajo curatorial que fue, de hecho, bastante cuidadoso. Sin embargo, mientras escribía esta crítica caí en cuenta de un aspecto que impide establecer un mayor diálogo con la exposición, del cual no me percaté mientras la visitaba.
La presencia de tres o cuatro aferrados que insistimos en ver una película en un museo y dedicarle una tarde entera (o dos) a la retrospectiva de un artista más juguetón que solemne, mientras unas veinte personas dan una vuelta breve, caminan por la pasarela que dispuso el recinto, se toman fotos en el stand decorado con bolas disco y salen de ahí en diez minutos para luego ir a la cafetería, es una alegoría perfecta de quién es el sujeto al que va dedicada esta muestra, y también de quién es la audiencia que sostiene al museo. Giovanna Jaspersen, su directora, explicó en una entrevista para El País, al tomar el cargo hace dos años, que el Franz Mayer es “un museo cuya taquilla se convierte en el presupuesto del siguiente año”. La moda y el diseño son una apuesta segura para atraer audiencias, por ello sus exhibiciones deben priorizar ser amenas y visualmente atractivas, fascinantes sin necesidad de una mayor explicación.
Volvamos a Antonio. Puede que, a pesar de su éxito, nunca haya alcanzado su potencial completo, ni haya encandilado jamás a la audiencia mínima, exquisita, que lo habría convertido en un artista “serio”, académico, parte del tronco común de la carrera de artes. Pero a casi cuarenta años de su muerte, su obra sigue cautivando a multitudes enteras que se reúnen para conocerla en vivo, pues cambió de una vez y para siempre la ilustración de moda. No es poco.
[1] Max Eastman, What’s the matter with magazine writing?, en Journalism versus Art, 1916. Se puede leer completo aquí.
[2] Roger y Mauricio Padilha, Antonio López: Fashion, Art, Sex & Disco, 2012, p.10. Pese al parecido con el título, este libro no tiene nada que ver con el documental de James Crump.
[3] Leslie Ann Smith, Antonio Lopez at Art Center, 1984. https://www.youtube.com/watch?v=XT6HU1_HxNU&ab_channel=ArtCenterCollegeofDesign (este video forma parte de la muestra).
[4] Padilha, op. cit, p.274.
[5] Ibid, 282.
[6] ANTONIO LOPEZ | Centro Cultural de Cascais, Portugal, diChroma Photography, 2022. https://www.youtube.com/watch?v=CT3a161zwpI&ab_channel=diChromaphotography
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Texto publicado el 4 de julio de 2025.