Apuntes sobre Adiós al arte contemporáneo, ¡viva el arte anacrónico!

Por Gustavo A. Cruz Cerna 


El año pasado se publicó el libro Adiós al arte contemporáneo, ¡viva el arte anacrónico! (UAM– Cuajimalpa, 2023), del filósofo, académico y psicoterapeuta Mario Morales. Su lanzamiento coincidió con la publicación en redes de una serie de videos del artista Daniel Aguilar Ruvalcaba, cuyo planteamiento era bastante similar, a saber, un descontento profundo con lo que llamamos hoy en día arte contemporáneo, y la propuesta de categorías alternativas a él. Aguilar Ruvalcaba propone la idea de un arte extemporáneo, mientras que Morales la de un arte anacrónico. En ambos, como es claro, la disputa es por el tiempo.

Me parece que los dos casos son síntoma de una decepción que es patente hoy en día en múltiples espacios del arte ajenos al mercado, pero que difiere de objeciones previas en algo fundamental: no apelan en primera instancia a una crítica moral. Ni creen que se trate de una estafa (que sería la suplantación maliciosa de un original), ni añoran el vínculo entre arte y destreza técnica. Me atrevería a decir, incluso, que tanto Morales como Aguilar Ruvalcaba alguna vez creyeron y disfrutaron el arte contemporáneo. En eso, sus casos se parecen al mío. Debido a que tengo más convergencias con Daniel, he decidido centrarme en el libro de Morales, pues las diferencias que hay entre su desarrollo y mi manera de entender el problema me han resultado bastante fértiles.

El libro, al igual que el título, se divide en dos grandes apartados. El primero se llama “Adiós al arte contemporáneo”, y se subdivide en dos capítulos. En el primero, “¿Qué es ser contemporáneo?”, se analizan numerosos referentes teóricos que han intentado definir el arte contemporáneo. Morales parece haber intentado leerlo todo: Agamben, Shiner, Danto, Bürger, Rancière, Giunta, Chávez Mac Gregor, y un largo etcétera. (Por supuesto, una estancia post doctoral y la beca estatal que la acompaña debieron ser de mucha ayuda para tal fin.)  Le sigue “El arte como imagen”, en el que Morales busca sortear las contradicciones y “balbuceos” del arte contemporáneo apelando a los estudios visuales y la teoría de la imagen, es decir, entendiendo el arte como imagen. Esta operación le es útil al autor para, primero, señalar cierta obsolescencia del arte con respecto a la abrumadora producción de imágenes del mundo post-fordista y, segundo, para apelar a algo parecido a la trascendencia: “El arte como imagen es aquello que sobrevive, a pesar de todos los intereses humanos que pueda o no haber en ellos”.[1]

El segundo apartado es “¡Viva el arte anacrónico!” y se divide en otros dos capítulos. En “¿Qué es el arte anacrónico?” Morales trae a colación la noción de anacronismo del teórico francés Georges Didi-Huberman, con la que pretendidamente se pondría en jaque el tiempo común, uniforme u homogéneo, al que apela lo contemporáneo. Como es por algunos conocido, Didi-Huberman rescata ciertas nociones del teórico Aby Warburg, quien dislocó hace casi cien años la disciplina de la Historia del Arte con su Atlas Mnemosyne. A grandes rasgos, en esa gran investigación Warburg generaba relaciones entre distintos materiales visuales que no obedecían al desarrollo lineal y progresivo de la historia del arte convencional, haciendo coincidir tiempos heterogéneos en un mismo conjunto. Sigue “¿Cómo hacerse un artista del anacronismo?”, capítulo en el que Morales señala que el propósito del libro no es ofrecer una manual para elaborar un tipo de arte específico, sino proponer una manera distinta de ver el arte, una sensibilidad que nos libere de llamar arte únicamente a lo que cuenta con el aval de las instituciones artísticas.

En sus conclusiones, el libro señala que la noción de arte anacrónico no pretende sustituir al arte contemporáneo, de hecho, la misma propuesta no es más que un esfuerzo por señalar, una vez más, las contradicciones que encierra la noción de lo contemporáneo y cómo su sujeción a las dinámicas institucionales han desactivado toda potencia liberadora que alguna vez llegó a alojar en su seno.

Primero lo primero: es de suma relevancia que un libro con las ambiciones de este se haya publicado en México. Primero, porque, junto con el video de Aguilar Ruvalcaba, nos permiten pensar en la renovación de un esfuerzo por buscar definiciones teóricas de la práctica y la experiencia artística que se distancien tajantemente de la promulgada por los nodos de hegemonía cultural del norte global. Digo que es una renovación porque durante la década de los 60 y 70, principalmente, fueron múltiples las propuestas que intentaron dotar de identidad o singularidad a la producción artística latinoamericana (pienso, a bote pronto, en Martha Traba y Juan Acha, por ejemplo). La explosión del proyecto globalista a finales de los 80 y su consolidación en los 90 relegó estas elaboraciones al rincón del anacronismo (guiño, guiño). En ese entonces, tuvimos que conformarnos con el wishful thinking de agentes locales globalizados que esperaban tejer hilos de colaboración Sur-Sur en los intersticios de la poderosa red del arte global; es en este punto en el que el mundo parecía sincronizarse en un tiempo homogéneo (el de Nueva York). Hoy, con la clara implosión de la hegemonía estadounidense y el reinicio de la historia a raíz de la incursión rusa en el Dombás, pareciera que ya no es tan absurdo volver a pensar en tiempos distintos al de los centros financieros del norte global.

Presentación de Adiós al arte contemporáneo, ¡viva el arte anacrónico!, en Biquini Wax EPS. Foto Deborah Castillo.

Adiós al arte contemporáneo, lamentablemente, no atiende seriamente a esta tradición. Se conforma con denunciar el vínculo entre contemporaneidad y globalización neoliberal, y desplegando únicamente el desarrollo histórico de la idea de lo contemporáneo de los ya mentados polos hegemónicos, borra la tradición regional que buscó ofrecerse como alternativa. Así, la propuesta perdió la oportunidad de ser una teoría "anacrónica" y se quedó en lo contemporáneo.

Pero ese es sólo el primero de los inconvenientes que encontré en el libro. Y es que, en su afán por mantenerse en los confines de la teoría, Morales cae en problemas metodológicos que podrían escandalizar. El autor no sólo obvia convenientemente contextos históricos sino que, además, pretende eliminar casi por completo al objeto a partir del cual surge la teoría que le preocupa trastocar: el arte. Y es que, en todo el libro, no se habla casi de piezas específicas, no hay ningún tipo de écfrasis o problematización a partir de obras o acciones. De hecho, si mi memoria no me falla, el autor trae a colación únicamente tres iteraciones mundanas de eso que llamamos arte: una bienal (documenta fifteen), una exposición (“Sublevaciones”, de Georges Didi-Huberman) y la rigurosa Fuente (Marcel Duchamp, 1917). 

En los dos primeros ejemplos, Morales se restringe a compartir los planteamientos generales de los proyectos. Con el legendario urinario, solo nos enteramos del gesto. Pero este caso me resulta paradigmático, pues señala descuidos considerables. La descripción que hace Morales de la pieza es que Duchamp “introdujo un urinario al museo”, de lo cual deriva ideas que hoy en día son sentido común respecto al urinario: que un objeto de la vida cotidiana fue considerado arte y con ellos se dio en el traste con la demanda de destreza técnica y de bien hacer, también se rompió con la función mimética del arte y, además, se inauguró lo que conocemos como arte conceptual. Pero el deber de todo filósofo es poner en duda el sentido común. 

Y, revisando con cuidado la historia de la pieza y su circulación, podríamos señalar que ese sentido común es muy cuestionable. Primero, el urinario no entró a ningún museo cuando fue creado, al contrario, su relevancia fue haber sido rechazado de una convocatoria en la que supuestamente cualquier obra sería aceptada y, de hecho, dicha relevancia no habría surgido de no ser porque Duchamp procuró hacer público el rechazo (además, él mismo era parte del comité que no aceptó la pieza). Más aun, ese alcance histórico tardó años en llegar, pues la figura de Duchamp rebasó el estatuto de pintor modernista menor (en los años 20 difícilmente se usó el adjetivo de contemporáneo para describir su producción) luego de su retrospectiva en el Museo de Arte de Pasadena en 1963, exposición que resultó altamente significativa para varios artistas estadounidenses que después serían referentes del arte contemporáneo mundial. Por supuesto, incluir esta trayectoria pondría en duda una de las principales tesis del libro de Morales, que es que el arte no requiere de las instituciones para acontecer.

No atender ni a esas minucias de la historia, ni a la práctica artística (o visual) concreta no es mera desidia. De hecho, es una decisión consciente, aunque la consecuencia sea una tajante dicotomía entre teoría y práctica. Esto responde a cierta libertad pues, insiste Morales, le preocupó no vincular la noción de arte anacrónico con una producción específica, para así permitir al lector aplicarla a la expresión cultural que más se le antojara y con ello, quizás, esquivar el riesgo de la institucionalización. Pero esto conlleva a un problema que para mí es claro, y es que el arte no sólo es idea, es un hacer que confronta cuerpos; es mundo que se consume a sí mismo en el campo de los significados y los afectos. Pero para Morales, al parecer, la única manera de conservar la pureza revolucionaria es desprenderla de la tierra y la corrupción de la carne.

Detrás de esta escisión entre pensamiento y materia que colma la propuesta está la romántica pretensión de una nueva experiencia artística sin requerir cambios en el sistema económico. En su introducción, Morales hace un recuento de otras propuestas que critican el statu quo del arte contemporáneo, y concede el hecho de que muy probablemente si la cosa está tan jodida, es porque todo esto tiene lugar en una sociedad capitalista. Así, decide emprender su cruzada en el campo de la teoría pues así no haría falta esperar el fin del capitalismo para poder liberar al arte. En este punto me surgió la duda: ¿pero para qué querer salvar al arte? ¿qué tipo de potencia ve Morales en él que le demanda una defensa tan enconada? Desde una perspectiva más desencantada, a mí me resulta imposible disociar arte, como lo entendemos hoy en día, de capitalismo. Y sé que Morales leyó los libros que me hicieron llegar a esa conclusión, pues los cita: La invención del arte, de Larry Shiner, y Teoría de la vanguardia, de Peter Bürger. Sin embargo, cuando los refiere, procura evadir esos puntos de las propuestas de cada autor.  

Y así, llegamos a lo que quizá sea mi mayor desacuerdo con el libro, y es lo que Morales entiende por arte. Si bien procura no dar una definición frontal, sus constantes acusaciones a los vicios del aparato institucional lo hacen ir delineando un campo de liberación y potencia revolucionaria que por momentos raya en lo religioso. El punto más álgido de esto quizás sea el siguiente pasaje, en el que el autor denuncia los niveles de enriquecimiento que se alcanzan con los oscuros mecanismos del mercado del arte: “… a nadie se le puede reclamar buscar los modos de subsistencia a costa de lo que se pueda. Pero es miserable porque pudiendo encontrar cualquier otro pretexto para generar ganancias, se escoge uno de los ámbitos más preciados del mundo humano”.[2]

Finalmente, he de mencionar que en el libro se cita mi tesis de licenciatura, gesto que me halaga y satisface por igual. Para mi desconcierto, se me menciona como parte del bando de los reformistas, quienes confían en que operar al interior de las instituciones puede generar algún cambio positivo. Quizás esta crítica sea producto de lo poco cómodo que me hace sentir esta caracterización de mi persona. Tocará al lector juzgar, luego de leer el libro, si Mario Morales tiene razón.

[1] Morales, Mario. Adiós al arte contemporáneo, ¡viva el arte anacrónico! Entre los tiempos de la creación y los tiempos de las imágenes, Ciudad de México, UAM-Cuajimalpa, 2023, p. 86.

[2] Ibíd., p. 129.

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