Un siglo de arte mexicano en Estados Unidos
Por Edgar Alejandro Hernández
Obra de Josué Mejía
Intercambios materiales entre México y Estados Unidos
A inicios del siglo xxi se realizó en el ps1 moma de Nueva York una exposición de arte mexicano que nuevamente llevaría los reflectores a la tensa pero productiva relación que han mantenido, por lo menos desde inicios del siglo xx, los creadores mexicanos dentro de Estados Unidos. El arte mexicano siempre ha sido un buen termómetro para medir las tensiones políticas y sociales que existen dentro y fuera de la Unión Americana. Las diferentes fuerzas económicas y sociales que cotidianamente se confrontan en el vecino país del norte suelen definir la buena o mala aceptación del arte creado al sur del Río Bravo.
La muestra inaugurada el 30 de junio de 2002 bajo la curaduría de Klaus Biesenbach se llamó Ciudad de México. Una exposición sobre los tipos de cambio de cuerpos y valores e incluyó la obra de Eduardo Abaroa, Teresa Margolles, Francis Alÿs, Santiago Sierra, Yoshua Okón, Miguel Calderón, Carlos Amorales, Gustavo Artigas, Minerva Cuevas, José Davila, Gabriel Kuri, Pedro Reyes, Daniela Rossell, Melanie Smith, Rubén Ortiz Torres, Ivan Edeza y Jonathan Hernández. El título resulta no solo didáctico de esta realidad, sino que da pauta para revisar históricamente la conexión que ha tenido el flujo de materias y mercancías entre ambos países en clara sintonía con la promoción y distribución del arte mexicano en sus centros metropolitanos.
Más allá de los problemas argumentales que encarga el proyecto de Biesenbach, quien básicamente redujo todo a un supuesto contrapunto entre Nueva York (rico y seguro) y la Ciudad de México (pobre, insegura y peligrosa), lo que siempre ha sido interesante es la forma en que el proyecto curatorial fue concebido como una mercancía que debía ser entendida por sus propios valores de intercambio:
En su esencia, esta exposición se ha convertido en un valor, un bien, un objeto que puede ser intercambiado, que viaja de México a Nueva York y posteriormente a Berlín. Así, la exhibición no está solamente ligada a una concentrada aproximación temática, sino que ella misma es o encarna lo que su tema anuncia: materializa la realidad económica del lugar, así como sus importaciones y exportaciones. Las dificultades intrínsecas a las que nos hemos enfrentado preparando la exposición para Nueva York y Europa se han tornado una parte esencial de su marco conceptual que, a su vez, ha influenciado a los artistas y curadores en cuanto a sus selecciones para las distintas sedes.[1]
Al asumir su condición de “objeto que puede ser intercambiado”, la obra de arte se suma a una larga y compleja maquinaria de transacciones bilaterales que discursivamente están disociadas, pero que en los hechos siempre tienen un mismo trasfondo político y comercial. Llamar la atención sobre esa condición de mercancía no debe considerarse, bajo ninguna circunstancia, como un ataque a la producción artística, sino todo lo contrario, ya que permite insertarla en un relato histórico que, sin importar la época o él régimen político, siempre se ha sumado como un protagonista que excede en todo sentido su relevancia dentro de lo que tradicionalmente se considera como campo artístico.
Cuando Biesenbach señala desde el título que su exposición se enfocará en “los tipos de cambio de cuerpos y valores”, lo hace en el contexto de un mundo globalizado y de libre mercado, pero al mismo tiempo sugiere una función retroactiva, ya que acentúa una operación que a lo largo y ancho del siglo xx marcó a las principales exposiciones de arte mexicano en Estados Unidos. Como veremos adelante, el arte mexicano siempre se ha consumido al norte del Río Bravo como una mercancía más donde los cuerpos (artistas y obras) siempre han sido mediatizados por circunstancias internacionales (guerras, tratados comerciales y política internacional), que la mayoría de las ocasiones no tienen nada que ver con una aproximación sensible a las obras.
En el caso concreto de Ciudad de México. Una exposición sobre los tipos de cambio de cuerpos y valores es importante recalcar que su producción y consumo estuvo claramente definido por un interés metropolitano de incorporar arte contemporáneo mexicano como un ejemplo singular de los discursos periféricos que, teóricamente, lograrían trastocar la ortodoxia local de una ciudad como Nueva York. El crítico de arte Cuauhtémoc Medina lo explica con elocuencia: “El artista podía abusar del interés en los centros por ciertas prácticas artísticas periféricas para aterrorizar los gustos, el patrimonialismo y las costumbres emocionales de la ortodoxia cultural local.”[2]
Esta misma operación rápidamente se expandió a otras ciudades de Estados Unidos y Europa, ya que en menos de un lustro se sucedieron una serie de exposiciones de arte mexicano que reproducían más o menos el mismo guión, repitiendo muchas veces a los mismos artistas e incluso las mismas obras, pero siempre bajo la bandera de un arte que se producía desde la periferia.
El historiador del arte Olivier Debroise también describe este fenómeno como un boom del arte contemporáneo mexicano a escala global, el cual “se inserta en una serie de modificaciones radicales de los mecanismos de absorción, adaptación y difusión del arte en una época de globalización”.[3] Lo que plantea nuevamente es esa necesidad que generan los centros metropolitanos cada vez que se ven obligados (desde el mercado y las instituciones) a renovar y ensanchar su capacidad de absorber las culturas periféricas. En esta lógica geopolítica, el consumo del arte producido en México (por nacionales y extranjeros) se suma a una escena que busca ser, en el discurso, más plural y diversificada.
Trenes llenos de turistas
Desde finales del siglo xix, México ha vivido un largo y sostenido proceso de estereotipación y exotización ante el público de Estados Unidos. Tras el desarrollo ferroviario promovido por el Porfiriato, México incrementó su relación comercial con el vecino del norte y su presencia adquirió cada vez más protagonismo, aunque siempre mediado por prejuicios que se promovieron de ambos lados de la frontera. El país entero fue presentado como una tierra de campesinos vestidos a la usanza tradicional, con volcanes y cactus exóticos, así como pirámides prehispánicas y elegantes palacios coloniales.[4] Fundamentalmente las empresas ferroviarias produjeron folletos turísticos que tenían como principal objetivo atraer pasajeros estadounidenses que complementaran el importante tránsito de mercancías que existía de México y Centroamérica a la Unión Americana. La idea era simple y eficiente, llevar materias primas al norte y volver al sur con turistas, para que no solo se redujeran los costos del transporte, sino que representaba numerosas ganancias para las empresas de ferrocarriles.
Uno de los muchos efectos que tuvo esta relación comercial fue la proliferación, desde inicios del siglo xx, de exposiciones de arte mexicano en Estados Unidos, las cuales no solo tenían fines turísticos, sino que rápidamente se convirtieron en ejemplares herramientas de diplomacia y política internacional entre ambas naciones.
En el año 1921 se realizó la que es considerada la primera muestra importante de arte mexicano, la cual en realidad tenía como eje al arte popular y formó parte de los festejos por el centenario de la Independencia de México. Como se sabe, la declaración de la Independencia de México se celebró a partir de 1810, pero el presidente Álvaro Obregón decidió conmemorar por segunda ocasión el centenario, tomando como centro la consumación de la independencia de España con el claro objetivo político de quitarle relevancia a las fiestas centenarias promovidas once años antes por el antiguo régimen de Porfirio Díaz.
La Exposición de artes populares mexicanas organizada por el Dr. Atl, bajo la guía del antropólogo Manuel Gamio, fue inaugurada por el presidente Obregón en un local de Avenida Madero el 19 de septiembre de 1921. Esta muestra sentó el guión para que un año después la periodista estadounidense Katherine Anne Porter reformulara el proyecto para su consumo en Estados Unidos. La nueva exposición se dividió en tres secciones: arte prehispánico, arte colonial y época moderna, las cuales tenían como hilo conductor una representación protagónica del arte popular. Dentro de los asesores de Porter destacan Jorge Enciso, Adolfo Best Maugard, Roberto Montenegro, Miguel Covarrubias, Manuel Rodríguez Lozano, Carlos Mérida, Vicente Lombardo Toledano, Emilio Amero y Diego Rivera.[5]
Porter escribió para la muestra el ensayo An outline of Mexican popular arts and crafts, que de acuerdo con Olivier Debroise, puede considerarse el primer texto sobre arte mexicano publicado en inglés en este periodo. La exposición en Estados Unidos se llamó Traveling Mexican popular arts exposition, pero su apertura tuvo primero que sortear numerosos cambios y conflictos políticos, ya que en esa época aún no se habían firmado los Tratados de Bucareli y el gobierno de Obregón no era aceptado por Estados Unidos. En este contexto, la muestra se consideraba un acto de propaganda mexicana y fue rechazada en ciudades como Nueva York, San Luis o Chicago. Fue hasta que se tomó la decisión de mandar las obras a California, que encontró finalmente una sede en un local del 807 West 7 Street de Los Ángeles. Las presiones nacionalistas hicieron que Porter cediera su cargo como directora artística de la muestra al pintor Xavier Guerrero. Con todo en contra, la exposición se inauguró en enero de 1922 y fue todo un éxito. Los Angeles Times reportó que diariamente entraban entre tres y cuatro mil personas a ver la exposición. Más allá de que esto pudiera ser una exageración, la realidad es que el modelo promovido por Porter marcaría la forma de mostrar arte mexicano en Estados Unidos, independientemente de los cambios que implicaban las relaciones políticas y comerciales entre ambos países. Como señala Alejandro Ugalde, las campañas anti-México y pro-México, que tenían como estratagema a las exposiciones de arte mexicano en Estados Unidos, se fueron adecuando a las presiones por las políticas regulatorias de la tierra o las reformas y la posterior expropiación del petróleo, las cuales afectaban los intereses económicos estadounidenses.[6]
En 1923 la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York, donde Marcel Duchamp presentó en 1917 su mítica Fuente, recibió por intermediación de Walter Pach una muestra de pintores mexicanos entre los que estaban Diego Rivera, José Clemente Orozco, Adolfo Best Maugard, Jean Charlot, Nahui Ollin, Abraham Ángeles, Carlos Mérida, Manuel Rodríguez Lozano, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, Emilio Amero, Rosario Cabrera, Ramón Cano y Manuel Martínez. La muestra no obtuvo la respuesta que se esperaba, pero sí abrió una puerta que no se cerraría durante más de una década para los artistas mexicanos, concretamente para los llamados tres grandes.
Nuevamente los cambios políticos y económicos hicieron otros contrapesos y las restricciones que años antes tuvo la exhibición de arte mexicano en Estados Unidos se transformaron en todo un aparato de diplomacia cultural binacional durante el gobierno de Plutarco Elías Calles. Como lo indicó el entonces subsecretario de Educación Pública Moisés Sáenz se buscaba fortalecer el nacionalismo mexicano a partir del “temperamento artístico” y el “orgullo racial”[7]. La vía para lograrlo nuevamente fue una gran exposición de arte y artesanías mexicanas en el Art Center de Nueva York. Con el título Mexican art, la exposición abrió sus puertas en 1928 y en esta ocasión su realización tuvo el apoyo financiero del gobierno de ambos países y de la influyente Fundación Rockefeller. La colección de arte popular nuevamente tuvo un protagonismo que llevó al General Education Board a pagar cinco mil dólares para comprar dicho acervo, además de que la American Federation of Arts la puso en circulación en una docena de museos y galerías de Estados Unidos.
La presencia de artistas mexicanos fue secundaria, pero la lista que elaboró Anita Brenner repetía varios de los nombres que un lustro antes habían presentado su obra en Nueva York: Diego Rivera, José Clemente Orozco, Jean Charlot, Manuel Rodríguez Lozano, Rufino Tamayo y David Alfaro Siqueiros. Se sumaron Roberto Montenegro, Máximo Pacheco, Miguel Covarrubias, Julio Castellanos, Fermín Revueltas, Antonio Ruiz y Luis Hidalgo, entre otros.
Es importante recordar, antes de hablar de las dos exposiciones consagratorias del arte mexicano en el Met y el moma de Nueva York, que para 1928 la obra de los muralistas había vivido ya uno de sus periodos más fértiles, con José Vasconcelos como secretario de Educación y principal promotor del muralismo durante el gobierno de Obregón, y los artistas mexicanos empezaron a viajar a Estados Unidos para mostrar su obra y para realizar murales en diversas ciudades. La influencia que tuvieron en los artistas estadounidenses fue muy clara y decisiva, al ofrecer una alternativa al modernismo europeo para conectarse con un público que padecía los inicios de la Gran Depresión y las presiones socioeconómicas por el colapso de los mercados.[8]
Ascenso y caída
Durante casi toda la década de 1920, Estados Unidos estuvo dominada por una serie de campañas anti-México como reacción a los disturbios sociales que se vivieron al sur de la frontera tras el triunfo de la Revolución o, como ya se mencionó, una medida bien calculada para presionar por los daños comerciales que provocaron las políticas regulatorias de la tierra o las reformas petroleras, las cuales afectaron directamente a empresarios estadounidenses.
Es aquí que una de las formas que se encontró para contrarrestar esta tendencia fue la utilización como instrumentos diplomáticos de las exposiciones de arte mexicano. Uno de los promotores fue el embajador estadounidense Dwight Morrow, quien convenció a su amigo Robert W. de Forest, presidente del Museo Metropolitano de Nueva York, de realizar una exposición de arte mexicano.
Abiertamente Morrow señalaba que la exposición sería un excelente instrumento diplomático para “cambiar o influir en alguna medida” la imagen de México que tenía la mayoría de la gente en Estados Unidos.[9] El proyecto obtuvo el apoyo financiero de la Carnegie Corporation of New York y la curaduría corrió a cargo de René d’Harnoncourt, un joven conde austriaco que tenía apenas unos años en México, aunque en ese tiempo se había especializado como asesor sobre artesanía mexicana.
La exposición que se llamó Mexican arts fue inaugurada en el otoño de 1930 y nuevamente presentó una mezcla heterogénea de obras antiguas y modernas, donde había lo mismo “objetos invaluables” que tuvieron que obtener el permiso del presidente Pascual Ortiz Rubio para su exportación, que juguetes y artesanías que provocaron el descontento del sector más conservador del Museo Metropolitano. Una variante importante en el guión en relación a las exposiciones que le antecedieron fue el hecho de que el cuerpo más robusto lo constituyó pintura contemporánea, con casi un centenar de obras de veinticuatro artistas que ya eran considerados parte del “renacimiento mexicano”.[10] La lista de nombres repetía evidentemente a los tres grandes y a la mayoría de los artistas que habían participado en las exposiciones anteriores.
Si bien en número la pintura moderna tenía un protagonismo del que antes careció, en términos del relato seguía presentándose como parte del gran legado que se imponía a través de las artesanías. Las obras seleccionadas abordaban las formas y motivos mexicanos y se excluía aquellas que podían considerarse con influencia europea (lo cual era un sinsentido ya que casi todos los artistas mexicanos seleccionados habían viajado al viejo continente y habían nutrido su obra con los principales movimientos de vanguardia). La exposición fue un éxito, ya que recibió más de 25 mil visitantes en menos de un mes, además de que la crítica especializada le fue favorable. Los números y el consenso lograron que la exposición consiguiera más fondos públicos para que pudiera viajar a lo largo de dos años por catorce ciudades estadounidenses, donde alcanzó la cifra de medio millón de visitantes.
Como lo indica Ugalde, la solución de los conflictos entre México y Estados Unidos a mediados de la década de 1930 tuvo como efecto colateral que ya no hubiera campañas pro-México, lo que de facto terminó con las grandes exposiciones de arte mexicano al norte del Río Bravo. La urgencia de Estados Unidos por tener aliados petroleros en el periodo entre guerras también ocasionó una regulación de sus relaciones con México.
Fue hasta la presidencia de Lázaro Cárdenas, quien expropió el petróleo a las empresas estadounidenses en 1938, que nuevamente hubo la necesidad de recurrir a las exposiciones de arte mexicano como “endulzamiento diplomático” para ocultar la naturaleza pragmática de la política intervencionista estadounidense en México.[11]
La posibilidad latente de que intereses del Eje pudieran afincarse en México forzó a Estados Unidos a apostarle menos al embargo comercial y más a la diplomacia cultural para solucionar el conflicto petrolero. Con la intermediación del empresario Nelson Rockefeller, quien sostenía en ese momento las riendas del moma de Nueva York, el gobierno de Franklin D. Roosevelt tuvo un fructífero acercamiento con el presidente Cárdenas, quien se mostraba inflexible a la hora de discutir temas petroleros, pero cambió su postura y recibió a la comitiva estadounidense en su rancho de Jiquilpan, Michoacán, cuando Rockefeller le planteó la posibilidad de realizar una gran exposición de arte mexicano en Nueva York.
La exposición promovida por Rockefeller se intituló Veinte siglos de arte mexicano y repitió en parte el guion de sus antecesoras, pero tuvo cambios que fueron cruciales en su discurso. El arte popular perdió el protagonismo que había tenido anteriormente y cedió su espacio al arte prehispánico y, parcialmente, al colonial. Dentro de las tres mil piezas de arte mexicano que viajaron por tren a Nueva York, destacaron piezas prehispánicas de gran formato que salieron del Museo Nacional de Antropología y réplicas a escala natural de esculturas como la Coatlicue. En su texto no firmado dentro del catálogo, Alfred H. Barr afirmó que la exposición demostraba que “la cultura mexicana, según la expresa su arte, parece ser, en general, más variada, de mayor fuerza creadora y más cercana al espíritu del pueblo” que la de Estados Unidos.[12]
Veinte siglos de arte mexicano fue inaugurada en los tres pisos y patio escultórico del nuevo edificio del moma de Nueva York el 15 de mayo de 1940 y permaneció hasta el 30 de septiembre del mismo año, periodo en el que recibió a más de 100 mil personas. Su éxito ayudó a resolver los temas diplomáticos entre ambos países, ya que no solo contrarrestó la propaganda anti-México y contribuyó a limar asperezas por el tema petrolero, sino que lo más importante fue que perfiló mundialmente a los mexicanos como aliados de Estados Unidos en los albores de la Segunda Guerra Mundial.
Si bien Veinte siglos de arte mexicano marcó durante casi todo el siglo xx la política de exhibición de arte mexicano en Estados Unidos y el mundo, la realidad es que su impacto se diluyó con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la apertura de Europa. La Guerra Fría y el macartismo estadounidense, sumado a la promoción del expresionismo abstracto, mandaron literalmente a la sombra a los artistas mexicanos, quienes se volvieron sospechosos políticamente por crear un arte vinculado a temas políticos y al llamado realismo social.
Tuvieron que pasar cinco décadas para que, en el marco de un Tratado de Libre Comercio entre México, Canadá y Estados Unidos, volviera a haber una magna exposición de arte mexicano en el Museo Metropolitano de Nueva York. México. Esplendores de treinta siglos abrió al público el 10 de octubre de 1990 y mostró 375 objetos que repetían esa lectura lineal del arte mexicano a lo largo del tiempo. En esta ocasión el creador conceptual de la muestra fue el poeta mexicano Octavio Paz, con el apoyo financiero del empresario Emilio Azcárraga y el impulso del presidente Carlos Salinas de Gortari.
A casi un siglo de que iniciaran estas exposiciones, el Nobel mexicano sintetizaría el guión curatorial dentro de esta manera:
No hay nada en común, en apariencia, entre los jaguares estilizados de los olmecas, los ángeles dorados del siglo xvii y la colorida violencia de un óleo de Tamayo, nada, salvo la voluntad de sobrevivir por y en una forma. Me atreveré a decir, además, algo que no es fácil probar, pero sí sentir: una mirada atenta y amorosa puede advertir, en la diversidad de obras y épocas, una cierta continuidad. No la continuidad de un estilo o una idea sino de algo más profundo e indefinible: una sensibilidad.[13]
[1] Klaus Biesenbach (ed.), Ciudad de México. Una exposición sobre los tipos de cambio de cuerpos y valores, Nueva York, ps1 Contemporary Art Center/kw Institute for Contemporary Art, 2002, p. 281.
[2] Ibid., p. 289.
[3] Olivier Debroise, El arte de mostrar el arte mexicano, Ciudad de México, Cubo Blanco, 2018, p. 189.
[4] James Oles (ed.), South of the border, Washington/Londres, Smithsonian Institution Press, 1993, p. 21.
[5] Olivier Debroise. El arte de mostrar…, p. 25.
[6] Alicia Azuela (ed.), La mirada mirada. Transculturalidad e imaginarios del México revolucionario, 1910-1945, Ciudad de México, El Colegio de México/unam, 2009, p. 275.
[7] Ibid., p. 278.
[8] Barbara Haskell (ed.), Vida americana. Mexican muralists remake American art, 1925–1945, Nueva York/New Haven/Londres, Yale Univerity Press/Whitney Museum of American Art, 2020, p. 14.
[9] Alicia Azuela (ed.), op. cit., p. 281.
[10] Idem.
[11] James Oles (ed.), South of the border, p. 142.
[12] Alfonso Caso (ed.), Veinte siglos de arte mexicano, Nueva York, moma, 1940, p. 12.
[13] Alberto Ruy Sánchez y Roberto Tejada (eds.), México. Esplendores de treinta siglos. Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, 1990, p. 4.
Texto publicado en la edición de octubre de 2022 de la revista Letras Libres, a propósito de la exposición First Scene: Entre caballos de fuerza y caballos de vapor, de Josué Mejía, en el Museo Jumex, del 29 de enero al 4 de abril de 2022. Disponible en https://letraslibres.com/wp-content/uploads/2022/09/convivio-hernandez-mex.pdf