Toda sangre llega a su lugar de quietud
Por Erick Vázquez
El texto de sala de la exposición Toda sangre llega a su lugar de quietud, en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México, cita una frase del curador y coleccionista Carlos Ashida (1955-2015): “A veces voltear al pasado produce un efecto de extrañeza similar al que experimenta quien súbitamente se percata de que ha perdido algo”. Es muy rara la ocasión en que se nombra la pérdida dentro de un espacio institucional, particularmente en un museo, donde de la muerte y del amor no se habla más que como conceptos, no como una cosa real de la carne afectada. La curaduría de su hermana, Mónica Ashida, se organiza sobre la experiencia de la pérdida para hablar de una colección y del legado de una práctica que le dio forma a toda una geografía, a una serie de relaciones entre producción e institución en una generación de artistas contemporáneos, en el momento inaugural de una práctica inédita en el país.
Voltear al pasado, percatarse de lo que se ha perdido, pregunta extraña tratándose de una colección de objetos, y en especial de objetos de arte, cuya función es justamente dar cuenta de un tiempo y de una historia. La arquitectura circular de las salas del MAM la aprovecha Mónica para pegar cola y cabeza de una producción de artistas de manera cronológica. En la primera sala se encuentra uno con un pequeño modelo en fierro de Manuel Felguerez (1978), y con voltear ligeramente la cabeza, se pueden ver unos modelos agigantados de sierra eléctrica colgando del techo, obra de Joaquín Segura y Mauricio Limón (2005), conectando la distancia entre generaciones y discursos más radicalmente apartados de lo que las fechas pueden llegar a sugerir.
La congruencia entre gestos metálicos tan distintos reside en la mirada de Carlos Ashida para distinguir un espíritu de la época, la generación de artistas que alrededor de la década de los noventa decidieron arrojarse de lleno al lenguaje franco del arte contemporáneo internacional. Este arrojo encontró su consistencia en el diálogo con los discursos modernista y nacionalista para la posibilidad de una identidad diferente a la de una tradición, y el instinto congruente de Carlos como coleccionista parece ahora y a la distancia decirnos que no hay ruptura, o que en todo caso la ruptura debemos entenderla como el sentido que le da continuidad a lo que se ha hecho con lo que se está haciendo; esto es, en discurso y en consciencia, porque en términos de forma el trancazo entre la segunda sala y la tercera, en la que se ubica el paso entre artistas de la década de los ochenta a los noventa, no podría ser más brusco.