El espectáculo como nuevo autoritarismo

Del mismo modo que el propio arte recurre al cliché como una estrategia que permite moverse con seguridad en un contexto obsoleto, los críticos y directores de museos que han asumido el papel de voceros del “nuevo arte” han resucitado un lenguaje  crítico caracterizado por la falsa ingenuidad cuya terminología, crucial en la construcción de la nueva subjetividad, no es más que un elenco de trivialidades abotargadas. La ausencia de especificidad histórica y reflexión metodológica y la deliberada ignorancia de los cambios radicales que han tenido lugar en otros campos de investigación que guardan relación con la práctica estética (semiótica, psicoanálisis, crítica de la ideología) son particularmente reveladoras.

Benjamin Buchloh. Figuras de autoridad, claves de la regresión, 1980.

 Por Daniel Montero 

 

Para los que aprendimos a hacer arte en la Bogotá de la década de los 90, las críticas de Benjamin Buchloh y las obras de Gabriel Orozco fueron formativas y referenciales. Veíamos las obras de Orozco con entusiasmo porque nos presentaba algo que para muchos era inspirador y motivante, pero al mismo tiempo críptico, que nos llevaba a preguntarnos por la naturaleza de esas prácticas, así como por las motivaciones que las impulsaban. Nosotros, formados en la tradición pictórica latinoamericana del arte y cuyos referentes locales más inmediatos eran entre otros Luis Caballero, Botero, Obregón y Beatriz González, veíamos en esas obras que cuestionaban las ideas de fotografía, acción y escultura, una vía que abría nuevas posibilidades para el arte. Nos pasaba algo similar cuando leíamos a Buchloh con su textos escritos en un inglés complejo y abigarrado. Aún casi adolescentes, teníamos la conciencia de no entender casi nada pero sabíamos que allí se estaban diciendo cosas importantes y que se estaba cambiando la forma de escribir, pero sobre todo de entender el arte contemporáneo. Por eso fui con entusiasmo a escuchar la conferencia La escultura. Entre el espectáculo y el valor de uso que Benjamin Buchloh ofreció sobre la obra de Orozco el 31 de enero en el Museo Nacional de Antropología, enmarcada en la exposición de ese artista en el Museo Jumex, Politécnico Nacional y en el inicio de la llamada Semana del Arte.

         A mí las obras que Orozco empezó a producir desde hace más o menos 15 años no me parece significativas pero quería escuchar lo que podía decir Buchloh al respecto de los últimos trabajos de Gabriel. Quería escuchar sus últimas ideas, luego de que escribiera su primer texto sobre el artista hace poco más de 30 años. Pero mi experiencia fue una combinación de decepción, tristeza y desconcierto. Era evidente que el crítico iba a ser condescendiente (con el museo, con Orozco pero particularmente con el público) por el contexto en el que se estaba presentando, pero lo que no podía creer es que su argumento se había vuelto, no sólo conservador sino historicista y anacrónico. Buchloh se había convertido en todo lo que él mismo criticaba hace 45 años en la revista October. Entre la autorreferencialidad del canon estadounidense y las vanguardias europeas –como si en México no se hubiera escrito nada sobre Orozco, la imposibilidad de ver las obras de Orozco como parte de las mercancías que se exhibían en la semana del arte y el carácter acríticamente insultante con el que se refirió al proyecto de Chapultepec, hay muchas cosas sobre las que se podría escribir. Pero me gustaría referirme particularmente a un tema que me pareció problemático y que estaba precisamente en el título de la charla: el asunto del espectáculo. Desde mi perspectiva, lo que sucedió en la charla de Benjamin Buchloh en el marco de la semana del arte fue la evidencia del espectáculo como nuevo autoritarismo.

  

!¿Qué espectáculo?! 

El auditorio del Museo Nacional de Antropología estaba lleno y el público era diverso. En las sillas reservadas para los invitados importantes se encontraban, además del equipo del museo, los dueños de la galería Kurimanzutto así como algunos artistas, entre esos el mismo Gabriel Orozco y Abraham Cruzvillegas. También estaba la curadora de la exposición Briony Fer y el crítico e historiador Yve-Alain Bois, quienes se quedaron al final de la charla a una firma de libros. Todo ello enmarcaba una suerte de espectáculo que se presentaba por capas: la conferencia en el marco de la exposición en el Museo Jumex y la inauguración de la exposición, a su vez, en el marco de la Semana del Arte. Pero todo ello giraba en torno a la figura, al cuerpo y a la imagen de Orozco como referencia. Era también la exaltación de la personalidad como espectáculo.

         La charla de Buchloh fue un tanto accidentada pero clara. Precisamente en esa conferencia el crítico definió al espectáculo a partir de un artículo reciente del historiador inglés T. J Clark publicada en la revista London Review of Books titulada A Brief Guide to Trump and the Spectacle y que acá me gustaría citar en extenso porque es una parte fundamental de su argumentación.

 

El espectáculo, como concepto, iba acompañado de la idea de la "colonización de la vida cotidiana". Eso significaba varias cosas. Vigilancia omnipresente. La monetización de cada vez más aspectos de la llamada vida improductiva de la especie. El reclutamiento de más y más personas para la tarea de proporcionar a nuestros amos "información" sobre cada uno de nuestros actos. La reducción del tiempo de descanso. La mercantilización del juego. Pero quizá lo que los teóricos situacionistas veían con mayor claridad en lo "cotidiano" —y lo que más lamentaban al verlo desaparecer— era el reloj biológico, los lapsos de atención, la resistencia del organismo, el interés ocioso por lo que otra persona estaba haciendo, sintiendo, siendo. Los cuerpos hablaban un lenguaje distinto al de sus líderes. Eran un reservorio de insubordinación. Miraban hacia la pirámide o la Estatua de la Libertad y se encogían de hombros.  ¿Ha quedado todo ese contra-lenguaje en el pasado? ¿El espectáculo lo ha extinguido o le ha dado cabida en una serie de reservas? Arte. Sexo. Poesía.[1]

 

Según Buchloh la ya conocida obra de Orozco, Mis manos son mi corazón (1991) responde a esas preguntas y, en ese sentido, esa obra parece ubicarse en una situación resistente al espectáculo. El argumento de Buchloh ha sido, desde 1996[2], que en esa obra hay una continuidad entre el objeto como escultura y la fotografía que registra la acción, y por eso el asunto de la identidad queda articulado de una forma particular. Si por un lado la escultura como material (terracota) y como huella remite a asuntos de identidad personal (son las manos las de Orozco las que hacen la acción) y nacional (mexicanidad) las fotografías desfetichizan la escultura porque la vuelven potencialmente repetible al confrontarnos con su representación como imagen y como acción.

         Pero la argumentación de Buchloh no sólo es tramposa sino anacrónica. El texto de Clark no habla de arte, sino de política en relación a la elección de Trump, y se refiere particularmente a cómo los celulares y las redes sociales han predefinido y reconfigurado el debate público y político actual, permitiendo las dos elecciones del actual presidente de los Estados Unidos. De esta manera la pregunta que hace Clark tiene que ver más bien con lo que le “hace” el espectáculo a la sociedad, porque precisamente eso que le “hace” es una redefinición de lo social, es decir, la convierte en una “sociedad del espectáculo”. Ahora bien, es posible que la obra de Orozco, en 1991, pudiera escapar de esas lógicas espectaculares, ya que la espectacularización de la vida en ese momento dependía particularmente de la televisión. Pero la pregunta que habría que hacer es, más bien, si esa obra en las condiciones históricas, políticas, pero particularmente tecnológicas y técnicas del presente, podría escapar de eso.

         La respuesta es no, o al menos no en el sentido al que Clark lo esta refiriendo y mucho menos en relación a un artista como Gabriel Orozco, porque el arte en general ahora hace parte de esas lógicas espectaculares. Y no es que el arte no hubiera tenido siempre un potencial espectacular sobre todo como propaganda. Como lo señala Clark, el problema es cómo esa espectacularización se ha filtrado en la vida en relación a cierto autoritarismo, algo de lo que el mismo Buchloh ya había escrito a comienzos de la década de los 80 en el texto citado en el epígrafe de este artículo. Es, al fin de cuentas, una vida estetizada y cada vez menos politizada, que requiere de figuras de autoridad para operar. De hecho la exposición de Orozco en Jumex, pero particularmente su publicidad[3], se han encargado de que así sea porque lo que ha ocurrido es que ya no hay una disociación de la obra (de la acción) de la persona que la hace, de la imagen espectacularizada del que la ejecuta. Así, acción e imagen coinciden. En ese sentido, es Trump el mayor exponente de la nueva política contemporánea. Y Orozco se convierte en el nuevo representante de esa nueva artisticidad.

         La espectacularización es, por supuesto, un proceso que no depende sólo de la ejecución de obras, sino particularmente de la manera en que se exhiben. Y muchas de las obras que están en la exposición han quedado allí, atrapadas, por la manera en que fue montada la muestra con más de 300 piezas, todas conviviendo, cancelando cualquier perspectiva histórica y contextual. En el display todo hace parte del mismo cuerpo, de la misma imagen. Es una estrategia que Jumex ya ha usado con otros artistas espectacularizados como Hirst, Warhol y Koons, y con otros a los que les gustaría espectacularizar como Duchamp. Así, y desde mi perspectiva, el problema es que Buchloh está leyendo la exposición en relación a esas primeras obras en una clave de principios de los noventa y hace de toda la exposición una operación resistente, cuando es completamente lo contrario, es decir, una exposición-espectáculo. Es como si Buchloh no hubiera ido a la exposición y estuviera hablando en abstracto (sin historia, sin lugar) cuando realmente ya la había visitado un día antes.

         El ejemplo más claro es la lectura que hace del Oroxxo (2017). La manera en que presenta a esa obra es paradójica, porque al mismo tiempo que la lee en relación a la escultura, hace una contorsión argumental para cancelar su autoría a favor de una suerte de operación tipo ready-made. Buchloh va a decir al respecto de esa obra:

 

Oroxxo se presentó literalmente en un acto grotesco de autoaniquilación autoral, culminando en el borrado del propio nombre del artista a través de la burla fonética que asimila "Orozco" a "Oroxxo". Es decir, la fusión simbiótica del nombre del artista con el de una corporación monolítica del consumo global. Ese juego fonético ya nos señala uno de los subterfugios más sutiles del proyecto: explorar las formas más avanzadas de aniquilación del sujeto como fundamento para establecer la autoridad y la individualidad artística.

 

Replanteando el gesto duchampiano y beuysiano: ¿de qué manera la obra de arte y la mercancía pueden ser forzadas a una congruencia final al abolir por completo la identidad y la interferencia autoral? Importando e imponiendo el espacio del supermercado en el espacio de la galería, Orozco transfirió grotescamente la rarefacción artificial a uno de los principios económicos más críticos del mercado del arte.

 

Todo esto lo decía mientras mostraba una diapositiva, tal vez la más conocida del proyecto, en la que está Orozco sonriente, detrás de una de las cajas del Oroxxo. A pesar de que esa foto no hacía parte de la obra, de repente se incrustó allí, por fuerza de la circulación de esa imagen, como parte fundamental de esa pieza, exaltando el rostro del artista. Así, el Oroxxo adquiría rostro, algo que Mis manos son mi corazón no tiene. Al adquirir rostro, la obra no se encaminaba a su borradura autoral sino, más bien, de manera cínica, era la equipación del nombre del artista con el de la tienda como mercancía. Así Orozco y Oxxo podían ser intercambiables. Era la cancelación de la posibilidad del juego por muy lúdica que pretendiera ser la propuesta, porque la única interacción posible con la obra, así uno no compara nada, era pensar en el intercambio de mercancías por dinero. El pasaje del espacio de la galería al de la tienda reforzaba de forma evidente que uno estaba allí para comprar.

         La lectura que hace Buchloh del proyecto de Orozco parece más un deseo que un hecho, además de una exaltación autoritaria de la figura del artista: bajo ninguna circunstancia hay una borradura de autoría ni mucho menos de transferencia ni rarefacción artificial. Eso lo demuestra, la publicación sobre el proyecto y la cantidad de críticas que se escribieron sobre esa obra (sólo basta una rápida búsqueda en Google) que hacían énfasis en la figura de Gabriel Orozco, provocando una exaltación de la autoría y del mismo Orozco como autoridad sobre la galería, en la que ha sido, tal vez, la exposición más visitada de ese lugar. Es el regreso del fetiche pero por la vía del ready-made.

De nuevo, el fetiche

Fui formado como escultor en madera y en metal. La idea que tenía de escultura en aquellos años era precisamente una que venía del arte minimal. Pero a diferencia de los artistas estadounidenses de esa generación, yo realizaba mis propias esculturas en los talleres. Por eso la pregunta de dónde se ubica el cuerpo en relación a una escultura siempre me ha resultado significativa, más allá del cómo se “ve” una escultura. Pero ahora el cuerpo y la mirada han ocupado un lugar en el que es muy difícil encontrar ese "reservorio de insubordinación” que describía Clark en su texto y que Buchloh usaba para describir la obra de Orozco. No es que la escultura, ni el cuerpo, ni mucho menos el juego hayan desaparecido pero ahora, casi siempre, se ven mediados, descontextualizados y resignificados por las operaciones de las imágenes que los convierten todo el tiempo en mercancías. Cuando fue interrogado sobre ese “reservorio” por Abraham Cruzvillegas, Buchloh respondió de manera extensa:

 

Es un término de Clark, pero también, por supuesto, de Debord. Y se refiere a la cuestión de hasta qué punto el cuerpo está sujeto al control, hasta qué punto el cuerpo está dominado por los principios o regímenes de control, dominación y explotación. La fetichización es, claramente, uno de estos mecanismos. Y, por lo tanto, la fetichización es uno de los mayores oponentes a la producción escultórica. Diría que, si la escultura tiene algún valor, debería disolver el fetiche. El cuerpo es el espacio primario de fetichización; por lo tanto, la resistencia del cuerpo a la fetichización y a los procesos que induce la mercantilización o el espectáculo es un recurso extraordinario que hemos perdido. Durante muchas décadas, hemos reflexionado sobre el juego y el principio lúdico, desde el texto de Homo Ludens, en 1919[4]. El principio lúdico es un recurso esencial mediante el cual el cuerpo ejerce su libertad. La cuestión es: ¿hasta dónde puede llevarnos esa interacción lúdica? ¿Puede expandirse aún más? ¿Puede ampliarse políticamente? Movilizar la tactilidad, liberar la tactilidad, resucitar la tactilidad y la interacción en el juego, como Gabriel propone en muchas de sus obras, es una forma de reabrir la resistencia del cuerpo al control.

 

Pero si uno piensa en primer lugar en lo que escribía Clark en relación a la reelección de Trump como presidente-imagen, y todas las acciones que ha llevado a cabo en estos pocos días como presidente, se produce una angustia, no solo por lo que ha hecho, sino por la imposibilidad de que alguien pueda hacer algo al respecto, tal vez, y no solo por el poderío militar y económico que tiene Estados Unidos como país, sino también por su poderío como imagen. Valdría la pena preguntar en ese sentido ¿cómo y dónde nos ubicamos en relación a la imagen-cuerpo de Trump que parece omnipresente?

         Una pregunta similar se puede hacer en relación a la obra de Orozco, pero sobre todo a la imagen de su obra. No creo, como señala Buchloh que las obras de Orozco permitan una reconsideración del juego y del cuerpo, al menos no las últimas que ha realizado en los últimos años y definitivamente no la exposición en el Museo Jumex como totalidad. Sus obras son convencionales en el más estricto sentido de esa palabra. O para citar al mismo Buchloh en su ya conocido texto de 1980 Figuras de autoridad…, se han convertido en un estilo. Pero al menos sí podemos preguntar qué lugar podemos ocupar y qué posición podemos tomar en relación a la cancelación del juego y a la representación del cuerpo como posible imagen. ¿Es posible eludir la condición del cuerpo-imagen como mercancía? Es, de nuevo, una pregunta por el cuerpo que hay que volver a formular. Es momento de volver a pensar en el autoritarismo que Buchloh describía en la década de los 80 y del que ahora él hace parte y del que, además, es complaciente.

[1] Spectacle, as a concept, was accompanied by the idea of ‘the colonisation of everyday life’. That meant several things. Pervasive surveillance. The monetisation of more and more of the species’ so-called unproductive life. The recruiting of more and more of us to the task of providing our masters with ‘information’ about our every doing. The shrinkage of time out. The commodification of play. But perhaps what the situationist theorists most saw in the ‘everyday’ – most regretted as they saw it vanish – was the body clock, the lapse of attention, the recalcitrance of the organism, the idle interest in what someone else was doing, was feeling, was like. Bodies spoke a different language from that of their leaders. They were a reservoir of insubordination. They looked up at the pyramid or the Statue of Liberty and shrugged. Is all that counter-language a thing of the past? Has the spectacle extinguished it, or managed a life for it on a set of reservations? Art. Sex. Poetry. 

[2Gabriel Orozco: La escultura de la vida cotidiana. 

[3] La portada de la revista Quién es singular en relación a esa operación y se hace evidente con el encabezado del título que cita a Orozco: “Es muy distinto ser un rockstar que un artstar”.

[4] Es probable que se refiera al libro de 1938, Homo Ludens, de Johan Huizinga.

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Texto publicado el 28 de febrero de 2025.