Por Daniel Montero
Una imagen
Tengo un recuerdo muy claro de mi infancia. Como en muchas casas de familia de las décadas de los 80 y los tempranos 90, había una mesa de teléfono, un teléfono fijo de disco o de teclas, y un pequeño bloc de notas. En mi casa eran dos los teléfonos, uno rosa y uno negro, ambos de disco, y ya que mi mamá y mi tía trabajaban como secretarias, teníamos pequeños blocs cuadrados con los logos de sus empresas, que ellas extraían de las oficinas donde laboraban. En las casas familiares esos blocs o libretas eran necesarios porque, como las llamadas no eran personalizadas como ahora, la gente que marcaba siempre dejaba un recado por si la persona que buscaba no se encontraba en casa o por si la información que quería comunicar, muchas veces institucional, tenía datos que uno debía recordar con precisión, por lo que debían ser escritos.
Sin embargo, cuando una amiga o familiar llamaba a mi mamá o a mi tía (no me parece que tuvieran amigos varones con los que hicieran lo que estoy por relatar) ellas se ponían a dibujar en esos blocs mientras transcurría la conversación. Recuerdo plenamente que esos dibujos eran de dos tipos: o repeticiones incesantes de pequeños patos cuyo dibujo partía de un garabateado número dos; o una suerte de taquigrafía que, como un código indescifrable, registraba la conversación. Además, esos pequeños papeles muchas veces se desprendían del bloc y terminaban en diferentes partes de la casa y eran usados a su vez por otros familiares para dibujar otras cosas o tomar notas sobre otros asuntos.
Lo que siempre me llamó la atención de esas imágenes es que eran una suerte de escritura automática que daba cuenta de la conversación sin que fuera realmente un dibujo de lo que ocurría con las palabras. Tampoco era una transcripción. Eran el resultado de un habla que no podía ser escrito o descrito de ninguna otra manera. Los patos y garabatos configuraban la conversación que había tenido lugar en algún momento y, más que un lenguaje, eran el registro del tiempo que había transcurrido en la plática. Aunque no necesariamente había una correspondencia entre la duración de la conversación y la saturación del dibujo, lo que me impresionaba era que el dibujo era el registro de la conversación misma, no como memoria o como mensaje, sino como movimiento de la mano (una especie de incorporación) de las palabras en ese motivo, en ese tropo. A pesar de que se repetía siempre lo mismo, el resultado era siempre diferente.
Desde esa imagen, la de mi recuerdo, pero también la de esos papeles, me he hecho la pregunta de por qué hay tanta gente que dibuja “lo que sea” mientras otra persona habla o lee públicamente. Tal vez tenga que ver con la relación entre la mano y el oído, que permite una particular forma de concentración haciendo que el dibujo sea concentración. Valga decir que esto también tenía que ver con la estaticidad del teléfono que no permitía que uno se desplazara a alguna otra parte mientras hablaba. Como el rango de movilidad del teléfono estaba limitado al cable, esos dibujos también eran el resultado de un emplazamiento.
Años después, cuando se masificó el uso de teléfonos celulares Nokia y los teléfonos caseros eran inalámbricos, la gente hablaba caminando, como si el caminar fuera un requisito necesario para platicar por el celular: móvil el teléfono, móvil la conversación y también más personalizada. Y por supuesto esos papeles, los garabatos, así como las mesas de teléfono, dejaron de existir.
Una nueva lectura de la colección permanente
¿Qué implica una nueva lectura de una colección permanente? Implica al menos dos cosas: que alguien haya coleccionado algo y que esa colección pueda ser actualizada siempre por su lectura. Lo que esa frase supone es la doble acepción que la práctica de la curaduría de colecciones tiene en la actualidad: cuidar una colección, es decir, cuidar lo viejo, y a la vez sugerir nuevas lecturas de lo que se colecciona, es decir, procurar lo nuevo. Esa frase además surge como un contrasentido del cuidar o, dicho de otro modo, algo que debe ser preservado se ve interrumpido por lo nuevo ya que eso viejo necesita ser actualizado. O mejor, lo que permite ese cuidado es esa actualización. Así, lo viejo siempre es viejo por el simple hecho de que debe ser siempre actualizado. La actualización es la conciencia de su decrepitud. Este circuito es típico de nuestro presente occidental: volver lo viejo nuevo porque siempre está presente la conciencia de su caducidad.
De esta manera se puede decir con total certeza que lo que es nuevo no es la colección en sí misma sino más bien la posibilidad de su lectura. Se supone que las “lecturas” actualizan las colecciones, o sea, les permiten contemporaneizarse. En ese sentido, lo que es contemporáneo de una colección en el más estricto sentido de esa palabra no son los objetos coleccionados sino su lectura, que es lo que permite su actualización. Así, se necesita de alguien que sepa “leer” para que pueda actualizar la colección. Es una “lectura actual” en su sentido etimológico. La palabra “actual” proviene del latín actualis, que a su vez deriva de actus, el participio pasado del verbo agere, que significa “hacer” o “llevar a cabo”. En esencia, “actual” se refiere a lo que está sucediendo, lo presente, lo que está en curso o en acción. Desde esa perspectiva, una lectura actual es una forma de acción. ¿Pero, de cuándo acá la curaduría es una forma de lectura? ¿O mejor, qué es ese “leer” o de qué tipo es para que siempre tenga que ser actual?
En este punto surgen nuevos problemas. El primero es que una “nueva lectura” supone que la persona que realiza esa acción, por principio debe saber leer como acción. Pero “leer una colección” no es lo mismo que leer un sistema de signos, a menos de que las obras se consideren palabras, que no lo son. Y tampoco son signos descifrables que se agotan en una lectura específica, como señales. Este leer supondría más bien un tipo de ajuste entre lo que es la colección —y cada uno de sus elementos— y lo que el lector demanda de ella para su presente. En ese sentido, leer una colección implica siempre una reorganización de sus partes en relación a las demandas del lector. El problema es que la persona que hace esa nueva lectura a la vez la ofrece para que un posible visitante de la colección pueda establecer la suya propia. La lectura de este lector secundario sería entonces de una segunda naturaleza y está subsumida a la del primer lector.
La invitación que se hace cuando se propone una “nueva lectura de una colección permanente” no es otra a que un potencial lector secundario pueda establecer una nueva lectura que se sobrepone a la primera. Pero entonces, ¿quién es ese primer lector al que se le invita, se le ocurre o se le antoja realizar una nueva lectura de la colección permanente? Ese lector no es sólo alguien que lee sino aquel que tiene algo que decir. Así, la lectura de la colección permanente es a su vez un acto de habla.
A pesar de que la subjetividad de este primer lector es esperada, no está definida: cualquiera que pueda realizar una nueva lectura es bienvenido, siempre y cuando tenga algo nuevo que decir. Reitero que una nueva lectura se vuelve siempre algo nuevo que decir. Lo que supone esta dinámica tiene que ver con las tensiones entre novedad y pasado, en la que el sujeto que lee y que da a leer debe ubicarse. Así, al proponer una nueva lectura de la colección permanente se establece siempre una relación de poder entre potenciales lectores y la manera en que se ha constituido esa colección.
Leer en público no es hablar en público. Sobre la experiencia
Leer en público y hablar en público no son lo mismo, aunque es obvio que las dos convocan formas del habla. Leer en público está más relacionado con la retórica. Hablar en público con la dialéctica. Sin embargo, eso no quiere decir que una no esté en relación con la otra, o que un mismo hablante no pueda leer y hablar en público en el mismo evento. Consideremos por un momento una misa. El evangelio siempre se lee siguiendo un ciclo litúrgico. Pero el sermón es una interpretación del evangelio que siempre se habla y parte de un estudio e interpretación del texto bíblico. Lo interesante de todo ello es que la experiencia del que habla, así como la de quien escucha, cambia en relación a si lo que se está diciendo se lee o no.
Volvamos a la experiencia de la misa. Cuando el sacerdote lee el evangelio, sus manos siempre están en el libro y sus ojos se apartan de él solo para conectar por breves momentos con los asistentes. Por su parte, los oyentes tienen una actitud introspectiva e incluso algunos cierran los ojos. Sin embargo, en la parte del sermón el sacerdote gesticula, se mueve y siempre está mirando a los feligreses. Ellos, por su parte, ven al sacerdote con atención porque ahora él es el que habla. Es obvio que el sacerdote “siempre” es el que habla pero cuando lee el evangelio no es “su” palabra sino la palabra de Dios. Así, en el sermón pueden conectar con él en un sentido más “humano” porque el tono y la forma del discurso apelan mucho más a cierta sensibilidad, a una forma de reconocimiento mutuo. No obstante, el sermón, la parte más dialéctica, no sería posible sin la parte retórica de la lectura del evangelio. Pero ésta a su vez depende del habla porque el evangelio son textos que parten de conversaciones y experiencias que originalmente no fueron escritas sino más bien vividas.
Más allá de ello, lo que me gustaría resaltar es que siempre en presencia de un hablante o de un lector, hay una actitud tanto del uno como del otro que implica una experiencia singular de ambas partes y que puede variar no solo en relación al texto leído, sino también al tono del hablante, al espacio en que se lee y, por supuesto, a la duración. Siempre recuerdo con estupor las imágenes de los maratónicos discursos de Fidel Castro en el calor infernal de la Habana.
Leer y hablar en público no son lo mismo, pero sin duda son portadoras de experiencias singulares que convocan muchas veces a una pluralidad de reacciones en el público. Y las provocan porque ese público está allí, ante una presencia ineludible frente a la que cada uno reacciona de maneras diferentes. Lo que está en juego siempre es una condición de la experiencia vivida, incluso más allá del mensaje, que a su vez conforma una diversidad de nociones de comunidad y de lo común que sólo se expresan de esa manera. Cuando el orador se vuelve presencia, allí ha sucedido algo.
Es por eso que esta invitación me pareció tan sugerente y motivante. No solo estoy leyendo algo en este momento, sino que Enrique sonoriza mi intervención y a la vez hay personas que me dibujan. Al momento de escribir esto no puedo saber ni qué suena, ni quiénes están acá dibujándome, escuchándome o haciendo alguna otra cosa. Lo único que puedo saber es que hay unas ideas que he escrito con letras para que alguien me dibuje… algo que parece un contrasentido.
De nuevo, Fedro
Hace poco escuché a Darin McNabb hablando sobre ChatGPT en su canal de Youtube “la Fonda Filosófica”. En un video de hace dos años llamado “Sócrates y el ChatGPT”, McNaab le daba la bienvenida a esta nueva tecnología con cierta cautela y presentaba el argumento de uno de los diálogos de Platón más conocidos, el Fedro, en el que Sócrates trataba a la escritura como un pharmakon, es decir, como algo que puede curar y matar al mismo tiempo. Ese diálogo que se volvió muy famoso a partir del texto de 1974 de Derrida llamado La farmacia de Platón, ayuda a pensar en qué tipo de tecnología es la escritura, qué tipo de conocimiento produce, cómo se socializa, qué temporalidad convoca y qué forma de experiencia conlleva. Esto, por supuesto no solo en relación con la escritura como tecnología específica sino a la tecnología en general. Lo paradójico de ese diálogo platónico, como se ha notado, es que la postura socrática es en contra de la escritura porque es el habla, y no la escritura, la manifestación de la inteligencia filosófica. Y sin embargo no podríamos conocer actualmente su postura si no hubiera sido escrita en algún momento.
Lo que abre ese diálogo platónico es la evidencia de que occidente está fundado siempre en una contradicción en relación con nuevas formas de tecnología y técnica, sobre todo si esas tecnologías tienen que ver con la manera en que se expresan el lenguaje y la comunicación. El diálogo escrito, el libro impreso, la radio, la fotografía, el cine, la televisión y por supuesto el internet y las redes digitales, cada uno a su manera, no son solo innovaciones tecnológicas, sino que implican una transformación general en diferentes ámbitos sociales, económicos, epistemológicos, sensibles… Es por eso que las preguntas por las nuevas tecnologías nunca deben ser eludidas, mucho menos si tienen que ver con estos asuntos fundamentales. Y sin embargo las nuevas tecnologías de escritura no son iguales a las que le precedieron y es por ello que deben ser pensadas desde su singularidad y especificidad.
Así, ¿qué es lo que está en juego al convocar una actividad como en la que estamos participando? ¿Qué sentido tiene? No es ni mucho menos un acto de resistencia ni tampoco un recordatorio de las experiencias pasadas en las no había otra forma de relacionarse. Es una nueva lectura de la colección permanente que implica reconocer la contradicción socrática fundacional como algo productivo y transformador.
Otra imagen
De un tiempo para acá, en los dibujos de mi hija, hay cada vez más letras. Ella aún no sabe cómo leerlas ni cómo suenan juntas. Pero ya las puede identificar como parte de una identidad que al mismo tiempo tiene que ver con la forma en que se nombra al mundo. Al mismo tiempo se han vuelto más recurrentes las huellas de sus manos y de sus pies en esos dibujos. La manera en que interactúan huellas y letras son una forma en que comienza a haber una identificación subjetiva entre lo que ella cree que ella es y lo que expresan esas imágenes. Esas imágenes evocan mis propios dibujos infantiles y el comienzo de mi propia escritura como una forma de identificación subjetiva. Los dibujos de ella son sorprendentes porque puedo reconocer literalmente una forma de expresión del ser.
* Texto leído en el marco de la exposición Una nueva lectura de la colección permanente del artista Marco Treviño que se llevó a cabo en la SAPS del 31 mayo al 7 septiembre de 2025. Como parte de las actividades de la muestra, que más que una exposición fue un dispositivo crítico institucional, nos invitó el 12 de julio a Janila Castañeda, Verónica Gerber Bicecci, Christian Gómez, Eloísa Hernández y a mí a leer lo que quisiéramos. Mientras leíamos, Enrique Arriaga musicalizaba las palabras y, al rededor, un grupo de dibujantes convocados por redes, dibujaban lo que querían. El texto reflexiona sobre la misma actividad a la cual fuimos convocados, marcado por la experiencia del escribir, el leer y el dibujar. Aunque aquí aparecen como ideas sueltas, el texto hace parte de una reflexión más extensa que pretendo publicar por partes más adelante.
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Texto publicado el 29 de agosto de 2025.