Cynthia Gutiérrez. Habitar el colapso

Por Edgar Alejandro Hernández

 

Hay cierto tipo de artistas que tienen la virtud de recordarnos los temas básicos del arte. Es el caso de Cynthia Gutiérrez (Guadalajara, 1978) cuyo trabajo escultórico nos confirma una vez más que la obra artística no nace necesariamente de un proceso de creación, sino de un refinado trabajo de reconocimiento. Desde la extrañeza que provocan, las esculturas de Gutiérrez nos confrontan con el problema primigenio de las formas y de las implicaciones políticas y culturales que han marcado su instrumentalización como memoria y fundamentalmente como historia.

Si hubiera que sintetizar su operación, hay que empezar señalando que la artista domina con holgura su medio. Como ella misma ha referido, su formación universitaria fue en el campo de la escultura y, más importante aún, su padre también fue escultor. No es exagerado decir que desde niña tuvo acceso al problema que imponen los volúmenes y las formas y es por esta misma razón que desde joven su obra ha sido muy eficiente para jugar y para salirse de las convenciones que imponen la academia o la tradición escultórica.

Es importante recalcar esto, porque la obra de Gutiérrez está cruzada en todas direcciones por el problema escultórico, aunque su materialidad sea en ocasiones maleable, fragmentada o remita a una bidimensionalidad que la acerca más al dibujo o la pintura. La realidad escultórica de la artista no está regida por su normatividad, sino por todo aquello que la excede. El exceso, que en ocasiones se convierte en vacío, es lo que remarca una y otra vez sus volúmenes. El mutismo, la cancelación, la destrucción o el caos como método escultórico es lo que permite a la artista poner en crisis nociones establecidas como la escultura conmemorativa, la historia oficial, la idea de patrimonio cultural o la noción de identidad nacional.

Gutiérrez presenta la muestra Habitar el colapso, en el Museo de Arte Carrillo Gil, con una selección de obra realizada por el curador Víctor Palacios originalmente para el Hospicio Cabañas, en Guadalajara. Las obras reunidas ejemplifican con elocuencia la consistente y sistemática operación que impone Gutiérrez al problema escultórico.

Una de las obras que recibe al espectador es Estratos (2022), una pieza que deja claro cuál es la postura política de la muestra al incrustar, con toda la violencia de su materialidad, pedacería de tepalcates en uno de los muros del museo, llamado la atención sobre el cubo blanco, pero también sobre los mecanismos de exhibición del patrimonio. Gutiérrez deja abierta la lectura de la obra al incrustar decenas de piezas de barro rotas como un acto que lo mismo puede referir su ocultamiento que su construcción. Las historias que narran esos objetos son ocultadas para llamar la atención sobre su existencia y así alteran la pulcritud de los muros blancos del museo. La demanda de su espacio dentro del aparato institucional viene acompañado de su borramiento. La escultura se diluye para convertirse en arquitectura, en patrimonio y en historia.    

Falsos peregrinos (2022) complementa este argumento al crear una relación simbiótica entre el pedestal y los bloques de piedra que reinterpretan una ruina arqueológica. En esta instalación lo crucial no es la información que aporta la reliquia, sino el cruce de formas, técnicas y culturas que son mezcladas para desplazar el foco a los aparatos de exhibición, más que a las piezas consideradas patrimonio nacional. La escultura como patrimonio cede su espacio a la escultura como dispositivo de legitimación institucional. El pedestal adquiere centralidad gracias a que le roba protagonismo a las piedras de diferentes culturas.

Vale la pena insistir sobre el tema del pedestal, ya que representa el leitmotiv de gran parte de la práctica de Gutiérrez. Así lo confirma su serie Sepulcros modernos I-XV (2019-2022) donde la obra no se coloca encima de una base, sino que es el blanco y pulcro pedestal lo que se convierte en parte constitutiva de la obra. Estos módulos rectangulares de diferentes medidas tienen siempre una multicolor franja textil que en muchos casos aparenta poner en crisis su estabilidad. Aunque las piezas parten de una impecable estructura rectangular, las caprichosas inserciones textiles vuelven las esculturas objetos que seducen por su calculada extrañeza. Aunque estas piezas pueden aparentar que sólo atienden soluciones a problemas formales, lo que en realidad están enunciando es una vieja discusión sobre la instrumentalización de la escultura como monumento conmemorativo, cuyo dispositivo siempre parte de una base o pedestal. Al fragmentar y alterar la base, lo que la artista propone es una relectura a la historia oficial, donde materiales como los textiles o la artesanía tienen un consumo diferenciado al de la escultura. Al invertir esta relación el argumento cultural y política se desplaza, volviendo los volúmenes escultóricos en agentes disonantes dentro del museo. Escuché a un visitante preguntar si estas esculturas eran muebles. Más que una ofensa, este comentario demuestra la eficiencia de las obras, ya que comprueban que no pueden consumirse bajo ningún régimen tradicional.

Una de las piezas destacan dentro de la exposición por su violencia y elegancia es Aliento suspendido (2016), una escultura de bronce fragmentada en 130 piezas cuyo conjunto reproduce la figura de un águila, corazón de nuestro lábaro patrio. Todo el poder y majestuosidad que históricamente se ha contenido en la imagen de esta ave sucumbe por mano y obra de la artista, quien abusa de esta imagen para hablar de la construcción de un estado nación que se ha desmembrado por todos sus frentes. Al recorrer cada uno de los fragmentos resulta difícil identificar la forma original, tal vez sólo el pico da testimonio de su figura, pero todas estas piezas que flotan en fila sobre el muro se vuelven el reflejo monstruoso de un país en ruinas.

El comentario se acentúa con el dibujo Nebulosa V (2016), que reproduce sobre papel el trazo de cada una de las 130 piezas, pero superpuestas una tras otra para volver más confusa la imagen. El cúmulo de líneas parece una formación estelar, pero en realidad registra los fragmentos vueltos vestigios del símbolo patrio. Pienso nuevamente en la escultura como monumento conmemorativo y me doy cuenta que una y otra vez Gutiérrez mantiene ese viejo debate con la construcción histórica y cultural desde la escultura.

Otro eficiente desplazamiento del problema escultórico se da con Historia flotante (2018), un gobelino que reproduce las fichas técnicas de dos piezas icónicas de la época prehispánica que se encuentran depositadas de forma permanente en museos europeos: la máscara de Quetzalcóatl, en Roma; y el penacho de Moctezuma, en Viena. Más allá del elegante proceso de estetización que impone este tapiz alto liso de lana tejido a mano en el Taller Mexicano de Gobelinos, lo interesante es que, como espectadores, seguimos consumiendo información que refiere al hecho escultórico, en este caso prehispánico, pero no a través de sus cualidades formales, sino de su condición de patrimonio desplazado. 

Al salir de la exposición recordé una plática que tuve con un escritor, quien me explicó la diferencia entre periodismo y literatura. Sintetizando la charla, el periodismo nos muestra cosas que no conocemos, mientras que la literatura, concretamente la novela, nos revela cosas que ya conocíamos. La diferencia entre conocer y reconocer es lo que marcaba cada género. Esa sensación deja la exposición de Gutiérrez, que estamos frente a obras que, sin haberlas visto antes, las reconocemos.

La muestra Habitar el colapso, de Cynthia Gutiérrez, se presenta en el Museo de Arte Carrillo Gil del 5 de noviembre de 2022 al 9 de abril de 2023.