Mirando a El Dorado I:
Tiempos de extractivismo salvaje y la posibilidad de la descolonización
Vista de la exposición Lo nuestro era un puro mirar ese objeto dorado, de Saúl Hernández Vargas.
Por Irmgard Emmelhainz
En Lo nuestro era un puro mirar ese objeto dorado, la exposición de Saúl Hernández Vargas en el Museo de Arte Contemporáneo y de las Culturas Oaxaqueñas (MACCO) y en la intervención de Noé Martínez en el Museo Amparo titulada: La historia de los caminos tienen en común repensar al arte contemporáneo en relación con el legado de la historia colonial y del arte prehispánico y el mito que sostiene el entramado de relaciones coloniales hoy día. De cierta manera, las exposiciones constituyen un saludable antídoto contra apropiaciones recientes de artistas de “lo mexicano” a partir de la imagería arqueológica que le ha dado sustento al discurso del “humanismo mexicano” inspirado en las actuales políticas populistas. Por ejemplo, la política de re-nacionalización de la extracción de recursos energéticos paralela a la repatriación de patrimonio expoliado mostrado en museos europeos y colecciones privadas en Estados Unidos. Ambas son maneras de ejercer soberanía territorial y recuperar El Dorado expoliado durante cientos de años por el colonialismo, el imperialismo y el neoliberalismo. La repatriación y renacionalización de los recursos han traído una fresca y polarizada conciencia nacionalista. Otras preguntas que surgen ante la repatriación de patrimonio expoliado son si la cultura y significado de “México” residen en los objetos materiales y el lugar físico donde se encuentren, o en lo que piensan y crean ahora los mexicanos, o si al regresar estos objetos existe una conexión viva con los pueblos que originalmente los crearon y por lo tanto, ¿podríamos hablar de que la repatriación equivale a la ‘descolonización’? Pareciera que estas maneras simbólicas de recuperar el patrimonio robado esconden la realidad de la intensificación del extractivismo en el territorio mexicano a raíz de la pandemia, a tal grado, que parece que este tema es tabú en el arte contemporáneo.
El título de la exposición, Lo nuestro era un puro mirar ese objeto dorado de Saúl Hernández Vargas, marca la división entre expoliadores y expoliados al mismo tiempo que anuncia la alienación continua de los pueblos originarios de su propia herencia cultural. En el contexto de política cultural de repatriar el patrimonio expoliado, de regresar objetos arqueológicos a vitrinas o bodegas estatales del extranjero al país, el cuerpo reciente de obra de Hernández Vargas expuesto en el MACCO parte de la pregunta, ¿Cómo exponer objetos prehispánicos más allá de su estatus de “patrimonio cultural” y de los marcos discursivos de la antropología e historia?
Las obras expuestas en tres salas tienen en común que están hechas de metales. En esta exposición, Hernández Vargas explora la performatividad del metal imbuyendo a los objetos de animismo, activándolos en relación con los archivos históricos, historia personal y a los territorios habitados por el artista: Texas y California y Oaxaca, su lugar de origen, todo en relación con una reflexión sobre su relación con la cultura y conocimientos precoloniales de sus ancestros zapotecos.
La primera sala reúne obra que constituye una relectura de su serie de 2016-2017: “No queda nada para nosotros en la espesura”. Para esta serie, Hernández Vargas se dio a la tarea de explorar formas de invocar la energía de sus ancestros oaxaqueños junto con el mundo de vida que fue destruido por la colonización y por la historia oficial del Estado traducida a las disciplinas de la arqueología y antropología. Teniendo como objetivo la descolonización y creando un archivo de memorias falsas, Saúl busca desvelar las maneras en las que las narrativas nacionalistas implantaron identidades mestizas sucedáneas en los pueblos oaxaqueños que acabaron por transformarlos en “mexicanos”.
Aunque en la narrativa nacionalista la independencia mexicana de España significa la liberación del yugo colonial, el colonialismo sigue presente por medio de la racialización de los pueblos originarios que existen meramente como atracción turística en lugar de entidades potencialmente políticas (que son sin fallo criminalizadas) y cuyas tierras están siendo objeto de destrucción como sitios de extracción de recursos o de recreación turística. Además, la des-indigenización progresiva de los pueblos originarios de México ha sido ejecutada a través de la ideología del mestizaje[1], lo cual ha implicado su hispanización, cristianización, homogeneización y modernización, así como su transformación en folclor, pero también en mano de obra barata, consumidores y sujetos de “desarrollo”. La escritora mixe Yásnaya Elena Aguilar explica que los pueblos originarios no son ni la raíz mística ni los orígenes de México, y que su papel en la conciencia nacional como curiosidades arqueológicas significa su negación constante. Para Yásnaya, “mestizo” no es una categoría racial, sino un proyecto político del Estado mexicano, y el hecho de que los pueblos originarios se identifiquen como “mestizos” implica el triunfo del Estado-nación sobre ellos.[2]
En la reinscripción de este cuerpo de obra para la iteración del MACCO, Hernández Vargas presenta los trozos de cerámica de la pieza original expuesta en el Lawndale Museum, en Houston, en 2019 –que fueron dañados en traslados– colocados en bases de varilla que interfieren en la geometría del espacio arquitectónico de la sala. En ese sentido, Saúl juega con la arquitectura colonial del recinto. La pared y el piso de cerámica representan el canon, el discurso oficial, la hegemonía, la colonia, el marco ‘oficial’ a través del cual se presenta el arte. Por medio de un juego con los soportes de varilla de las piezas con relación al espacio y la orientación de las losetas en el piso, Saúl disloca al espectador con respecto a la lógica de la geometría del espacio construido. Es decir, las estructuras de varilla tratan de girar visualmente la diagonal de la sala. Este efecto se reproduce en las tres salas ya sea con las bases de las piezas o pintando los muros en patrones geométricos con colores que evocan la paleta de colores utilizada en las tumbas mesoamericanas, que juegan con la percepción del espectador.
Los trozos de cerámica están intervenidos con unos objetos pequeños. En la primera versión de la pieza, colocó moldes de cera de las piezas de joyería que Hernández Vargas recopiló del taller de su abuelo, Alfonso Vargas Sánchez. Su abuelo materno fue un orfebre que en los años sesenta comenzó a fabricar copias de la joyería encontrada en la Tumba 7 de Monte Albán que sería mostrada en museos de sitio y vendida como souvenirs a turistas para promover el tesoro. Para la iteración oaxaqueña de la pieza, Saúl colocó estos objetos, que su abuelo conservó en una caja de zapatos, casteados en metal con bronce y plata para conservar las ceras originales porque se estaban rompiendo. No se nos puede escapar la paradoja de la necesidad de “fundir el original” de cera, para conservarlo en sus copias en metal. Para revivir estos objetos y sus lazos con el pasado prehispánico, Saúl los pone en contacto con la cerámica que está hecha con el barro de los pueblos aledaños de Monte Albán. En ese sentido, los trozos de cerámica funcionan como “taongas” o amuletos que almacenan la energía de las montañas a las cuales pertenecen. Los platos de cerámica fueron creados con artesanos locales y se les permitió agrietarse y fragmentarse de manera natural antes de ser cocidos. Los platos encarnan (no representan) una conexión viva con el pasado-presente y ponen al frente el verdadero mundo-de-vida desaparecido, pero que está materialmente vivo en ellos, a pesar de las identidades mestizas que escondieron esta conexión. Los moldes de las piezas y el deshecho de cera del taller del orfebre se convirtieron en parte del archivo familiar, y Hernández Vargas decidió usarlos como una manera de regresarles la vida a las piezas prehispánicas, lejos de su imagen construida a partir de la narrativa nacionalista mexicana. En otras palabras, los trozos de arcilla expuestos en la Sala 1 tienen también el poder de resucitar los moldes de cera de su abuelo que replican las joyas de la tumba (por medio del contacto directo).
En los muros de esta primera sala, vemos frases escritas en papeles muy pequeños tecleados en máquinas de escribir: “fue vastante lo que sentí cuando” o “que son en número de ocho en su mayoría pequeños”. Se trata de fragmentos de cartas que los habitantes de Oaxaca escribieron al gobierno solicitando que se reconstruyeran sus casas después del legendario temblor que la dejó en ruinas junto con epidemias de hambruna y cólera en 1931.
El temblor –evento que da pie al nacimiento de la Oaxaca moderna como lugar de explotación turística– también facilitó el descubrimiento de la Tumba 7 en el sitio arqueológico de Monte Albán un año después por el arqueólogo Alfonso Caso.
En la narrativa mexicana oficial, cada mestizo es el heredero del gran patrimonio arqueológico salvaguardado por el Estado-nación. Esta herencia indígena homogeneizada, se encuentra y es preservada por la ciencia nacionalista de la arqueología, disciplina que ha sido una de las herramientas principales de colonización y mestizaje del Estado mexicano.
Siguiendo, de nuevo, a Yásnaya Aguilar, los rasgos identitarios se determinan en una compleja red de relaciones de poder. El Estado-nación mexicano, con la ayuda de la arqueología y antropología se erige sobre el monopolio las identidades de los pueblos originarios determinando un conjunto de rasgos “normales” en términos de lenguaje, vestimenta, símbolos, himnos, bailes, historia, folclor y gastronomía. Los sistemas patriarcales, raciales y capitalistas han jerarquizado estos rasgos y generado identidades artificiales monopolizadas por el Estado. Las historias de los pueblos originarios han sido silenciadas a través del mestizaje y su transformación en “mexicanos”.[3] En el contexto de esta historia de pillaje sin fin, el presidente elegido Andrés Manuel López Obrador declaró que, en su gobierno, los pueblos originarios recibirían “atención especial”: la narrativa mexicana del orgullo del mestizaje se enfrentaría con la del supuesto mestizaje nocivo.[4] Sin embargo, abunda el escepticismo ante las recientes medidas del Estado para continuar con la destrucción de las tierras de los pueblos originarios, por ejemplo, con el Tren Maya en la península de Yucatán, entre otros megaproyectos. A contrapelo del discurso nacionalista, la premisa de la poética forense de Saúl Hernández Vargas es que el pasado no puede hablar a través de los objetos (la joya, el molde, los restos de cera), sino que requiere de chamanes o artistas que invoquen los espectros del pasado en ellos. Esto se debe a que son sensores o agentes en los que operan relaciones complejas que les dan agencia. El artista-poeta forense rechaza entonces el discurso histórico hegemónico para recuperar el futuro como el pasado, y al pasado delante de nuestro presente que está vivo en la herencia material e inmaterial de los pueblos originarios zapotecos de Oaxaca y que residen también en otros lados, como en Los Ángeles, California o en Houston, Texas.
Vista de la exposición Lo nuestro era un puro mirar ese objeto dorado, de Saúl Hernández Vargas.
El punto de partida de la tercera sala de la exposición en el MACCO es una puesta en escena del descubrimiento de la Tumba 7. Tomando este evento histórico como estudio de caso y materia prima, Hernández Vargas creó un contra-archivo que se opone a la política de la memoria oficial que ha capturado el pasado como algo inexorable que solo puede contarse desde una perspectiva hegemónica y singular, reiterando y velando la verdad de la violencia colonial, como la imposición de un universo dado que cubre realidades no-hegemónicas. Por medio de varias estrategias, el contra-archivo de Hernández Vargas revela que la joyería descubierta en la Tumba 7 fue una fabricación oportunista de un gobernador astuto en complicidad con las élites como principales jugadores para volver la atención nacional e internacional hacia Oaxaca. Sin embargo, la relevancia del descubrimiento de Alfonso Caso no debe ser subestimada: en la era del Clásico prehispánico, Monte Albán era una floreciente ciudad zapoteca; pero del descubrimiento de la tumba se revelan lazos históricos, sagrados y culturales a la cultura mixteca. Resulta que el entierro tuvo lugar después de que los zapotecos habían dejado Monte Albán, en ese entonces gobernado por una tribu mixteca (1325-1521), cuyos miembros eran artesanos sumamente hábiles viviendo en Zaachila, cerca de Monte Albán. La Tumba 7 es uno de los descubrimientos más importantes de la arqueología en toda América. La manera en la que los objetos y restos humanos fueron encontrados, arreglados cuidadosamente, habla de una analogía con un orden cósmico complejo, en cuyo centro se encontraba un disco de oro representando un corazón humano. Lo rodeaba un conjunto extraordinario de objetos de oro y piedras preciosas, como copas de cristal de roca, miles de cuentas brillantes, pectorales y brazaletes de oro, un cráneo humano cubierto con placas de turquesa, una urna de alabastro traslúcido, orejeras, anillos, uñas falsas y más de tres mil perlas esparcidas en el área; había también muchos huesos sueltos que no conforman esqueletos completos, o entierros primarios, los cuales formaban parte de bultos sagrados. La Tumba 7 estaba construida sobre una tumba zapoteca clásica, la cual fue probablemente reusada por los mixtecos durante el Posclásico como un santuario para el culto de sus ancestros. Entre otras cosas, también se encontraron textos pictóricos grabados sobre huesos de jaguar y águila, que cuentan la historia del pueblo mixteco.[5]
La tercera sala de la exposición es presidida por una fotografía de la Tumba 7. Justo delante, Saúl reproduce la silueta de la tumba con una estructura de metal. La fotografía registra algunas de las piezas justo como las encontraron delante de la tumba. Saúl elige, sin embargo, reproducir solo algunas sombras sobre la estructura de metal: huesos, una mandíbula, una vasija de cerámica. La tumba fue expoliada pero también despojada de sentido y de espiritualidad, y la reproducción de la tumba de Saúl que contrasta con la foto de archivo, refleja a través de las siluetas ese agotamiento material y espiritual de los objetos.
En el muro de enfrente de la reproducción de la fotografía de la Tumba 7, Saúl colocó un tipo de collages formados con piezas de lijas, se trata de las que usó para aprender el oficio de joyero. Las lijas guardan rastros de latón, plata, alambre, almacenan figuras que le fueron sobrando de cortes de otras piezas. Así como la reproducción de la fotografía de la Tumba 7 constituye un registro del inicio de la carrera de joyero del abuelo de Saúl, la “imagen” de frente, hecha de lijas, es un registro de la carrera de joyero del artista.
En otro de los muros de la sala 3, cuelgan cinco reproducciones de Xipetotec, el dios de los joyeros, asociado a rituales del maíz y de la muerte. En los rituales, este dios lleva puesta la piel de alguien más. Las reproducciones de Saúl están también hechas a partir de los moldes de su abuelo, pero Saúl ha intervenido a cada figura, apropiándosela. Cambiándoles la piel a los Xipetotecs, por así decirlo, los resignifica: hay uno con objetos de plata que se enarbolan sobre su cabeza y que constituye un homenaje a su abuelo reproduciendo sus atributos de apicultor, boxeador, beisbolista. Hay otros dos con aros de piel que refiere a la vocación del dios como señor del maíz. De los restantes, es difícil leer la intención de la decoración. Pero los objetos de Saúl resisten convertirse en información o conocimiento, y debemos respetar su deseo de permanecer opacos.
En las salas 1 y 3, nos encontramos también reproducciones de objetos de Zaachila y Monte Albán arropados por textiles rojo y negro. Se trata de objetos que solían reproducir los joyeros en los 1960s y 1970s que eran difíciles de vender. El “Viejo”, el “Faisán” y “Murciélago” son piezas difíciles de replicar, reducirlas de escala y volverlas dije o aretes. Los tres se convirtieron en objetos de cierta manera incómodos. Saúl exhibe reproducciones de estos objetos en zoclos arropadas con textiles rojo y negro. Se trata de objetos enojados por ser obligados a convertirse en referentes ideológicos del estado y souvenires turísticos que han hecho huelga para no ser escaparates de México. Sus bases, al igual que las de las piezas de la Sala 1, juegan con la geometría del piso.
En la segunda sala hay un montaje con instrumentos musicales fabricados con bicicletas –el sonido es un componente importante en el trabajo de Saúl, y las bicis fueron parte de un performance que hizo en el Core en Houston en 2023. Las bicicletas son una referencia al Siglo XIX y a máquinas que funcionan con energía humana. Al hacerlas girar, las bicis replican el sonido del tren, también una referencia al Siglo XIX y a la anexión de Estados Unidos de territorio mexicano a través del tren. Al entrar a la sala, se escucha un audio con una grabación donde una voz femenina tejana lee en español un texto del conquistador Cabeza de Vaca entrecortado por los sonidos metálicos de las bicis. El texto de Cabeza de Vaca hace una referencia a la alteridad absoluta que representaba este territorio para el conquistador, al momento en el que no sabe nombrar a uno de los animales que ahí se encuentra (el tlacuache). Tres de las bicis en el MACCO están montadas sobre piedras volcánicas, y una de ellas está montada sobre dos lápidas fronterizas que Saúl encontró en Ojinaga Chihuahua: en la frontera de Marfa Texas, la zona es clave para la patrulla fronteriza. Esta sala está enmarcada con una pintura de Frances, representa un pueblito tejano donde se ve prominentemente el tren, una referencia al Destino Manifiesto y a la anexión de Texas como fundamental para el Destino. Anexión, migración, persecución de migrantes, nuevas vidas vividas en territorios foráneos.
Los objetos de la exposición de Saúl están imbuidos de animismo: tomando como punto de partida al archivo de su abuelo, el artista hace hablar a los objetos y al contar sus historias, evoca la memoria enterrada en ella más allá de las narrativas hegemónicas para generar reconexiones espirituales, simbólicas y reales. En ese sentido, la obra de Saúl es comparable a la intervención de Noé Martínez en el Museo Amparo titulada: La historia de los caminos. La premisa de la intervención es sumar a la construcción de la memoria colonial a partir de la reelaboración de un mapa de rutas comerciales durante la colonia para visibilizar el exterminio, explotación e invisibilización de los pueblos sometidos por la conquista. Además, Martínez se da la tarea de “curar” a algunos de los objetos coloniales exhibidos en tres de las salas del Museo Amparo de estas historias, cubriéndolos con telas impregnadas con aromas y colores de tabaco, muicle, ruda, cempoaxúchitl, que son plantas utilizadas en rituales de curación en la comunidad huasteca de la cual desciende el artista.
Noé intervino también tres salas del Museo Amparo con pantallas donde vemos videos que forman también parte del ritual de descolonizar a los objetos. En uno de ellos, hace referencia al sistema de percusiones corporales que inventaron los esclavos para comunicarse cuando viajaban al nuevo continente aprisionados en barcos acompañados de otros esclavos que hablaban idiomas distintos. Otro de los videos evoca las caminatas que hacían los esclavos desde el Pánuco hasta la Ciudad de México. Muchos morían, otros de ellos, cargaban a cuestas objetos como los que están exhibidos en el museo. La última sala contine un díptico que aborda la curación corporal a través de rituales y sonidos.
Las obras de Saúl y Noé pueden contextualizarse en el cuerpo de reflexiones recientes sobre los objetos precoloniales exhibidos en vitrinas occidentales como objetos de conocimiento. Por ejemplo, Dahomey (67’) de Mati Diop (2024) y el video Un-Documented – Unlearning Imperial Plunder (35’) de Ariella Azoulay (2021). Ambos son diálogos con Las estatuas mueren también de Alain Resnais y Chris Marker (1948), el controvertido y censurado cortometraje que lanzó una crítica brutal a la colonización francesa de África. Resnais y Marker que plantean que los objetos saqueados por los europeos y expuestos en sus museos como objetos, están muertos porque el mundo de vida que les dio forma y significado desapareció con la colonización. Azoulay declara en su video que los objetos de hecho están vivos y que permanecen alertas en sus vitrinas de vidrio y archivos coloniales esperando poder reunirse con su gente. Al mismo tiempo, la teórica establece una conexión entre el robo de objetos en museos europeos y las demandas de refugiados tratando de migrar a los países que los colonizaron. Estas migraciones están entrelazadas: la primera es de objetos cuidados profesionalmente, documentados escrupulosamente y que gozan de generosa hospitalidad en museos y archivos, contrasta con la segunda migración: la de la gente que no tiene documentos que les puedan permitir tener acceso al cuidado y a la hospitalidad. Azoulay concluye que los derechos de los indocumentados están de hecho inscritos en los objetos robados. Por su parte, Dahomey de Mati Diop es un documental que muestra la repatriación a Benín, en 2023, de 26 objetos que Francia robó al antiguo reino de Dahomey durante la colonia. En el pietaje, vemos a los objetos viajando desde las entrañas de los museos europeos que los albergaron durante décadas hasta su nuevo hogar: un flamante lujoso museo nuevo, el Palais Royale de Abomey. Diop enmarca el pietaje de la restitución de los objetos con una discusión de estudiantes universitarios sobre el gesto que para algunos es un evento histórico, para otros es condescendiente y en continuidad con la lógica colonial, para otros es necesario. Mientras tanto, vemos escenas de un Benín completamente modernizado incluyendo fuertes contrastes entre ricos y pobres. Las esculturas que vuelven a su tierra de origen hablan en “fon”, uno de los idiomas originarios del reino de Dahomey y entre otras cosas dicen:
“[…] el estruendo de las cadenas aún aflige mi mente // en la boca, me queda el sabor del océano // estos recuerdos me susurran al oído el peso completo de un pasado del que yo soy el trance, la huella. Estoy desgarrado, entre el miedo de que nadie me reconozca y de yo no reconocer nada // Ya no meditaré acerca de mi encarcelamiento en las cavernas del mundo civilizado; no me detendré jamás // Nunca me fui, estoy aquí.”
Si el gesto descolonizador de la restitución tiene como objetivo que los benineses se reconozcan en su historia para integrar su mundo al de sus ancestros, ¿Qué sentido tiene el gesto si la población ha sido completamente asimilada a las costumbres y modos occidentales?
Más allá de que si los objetos están vivos o muertos, se necesita de alguien que los haga volver a la vida, que los escuche y transmita su mensaje, y ese es el gesto que comparten Saúl Hernández Vargas, Noé Martínez, Ariela Azoulay y Mati Diop.
A su manera, Hernández y Martínez se dan a la tarea de “escuchar” a los objetos con los que trabajan, buscando evocar universos espirituales perdidos para experimentar con maneras de, por un lado, visibilizar los estragos de la colonización (antes y hoy) y por otro, para intentar reconstruir los lazos con sus ancestros y culturas rotos por la colonización y la narrativa del mestizaje. Destruidos por la aculturación forzada. En ese sentido, ambos artistas son curadores-constructores de la memoria, planteando preguntas a la historia y antropología y la relación con la historia y los objetos que denominamos “históricos”: Que un objeto sea digno de coleccionarse, de ser parte de un archivo, lo hace una versión de El Dorado, ya que su valor reside en el conocimiento que pudiera aportar a los colonizadores para sus enciclopedias universalizantes.
Vistas de la intervención La historia de los caminos, de Noé Martínez.
[1] O “hibridación” entre la cultura española y la prehispánica.
[2] Pablo Ferri, “Los pueblos indígenas no somos la raíz de México, somos su negación constante” (entrevista a Yásnaya Aguilar), El País, 9 de septiembre de 2019. Disponible en https://elpais.com/cultura/2019/09/08/actualidad/1567970157_670834.html.
[3] Yásnaya Elena Aguilar Gil, “Ëëts, atom. Algunos apuntes sobre la identidad indígena”, Revista de la Universidad de México, septiembre de 2017. Disponible en https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/f20fc5ef-75e2-44d0-8d5b-a84b2a87b7e3/eets-atom-algunos-apuntes-sobre-la-identidad-indigena?platform=hootsuite.
[4] Alida Piñón, “El mestizaje que creó el nacionalismo es pernicioso” (entrevista a Mardonio Carballo), El Universal, 10 de mayo de 2019.Disponible en https://www.eluniversal.com.mx/cultura/el-mestizaje-que-creo-el-nacionalismo-es-pernicioso.
[5] Maarten Jansen, “El oro en la Tumba 7 de Monte Albán. Contexto y significado”, Arqueología Mexicana, núm. 144, 2017.
Texto publicado el 3 de enero de 2025.
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