Por Sidharta Figueroa
ZAPOPAN, JAL.- Los miedos ancestrales pueden volver y EstaciónMAZ dialogan voluntaria e involuntariamente: la primera convoca espectros, la segunda encarna la violencia espectral de la especulación inmobiliaria. Paloma Contreras Lomas invoca al fantasma de la violencia para devolverle su dimensión comunitaria; el municipio y el desarrollador inmobiliario invocan la cultura como fantasma para borrar el conflicto social de un despojo.
En julio de este año , la editorial Temblores anunciaba la publicación de Los miedos ancestrales pueden volver [1], un libro que reúne escritos realizados entre 2020 y 2024 por Paloma. También en julio, EstaciónMAZ anunciaba la primera edición de La Antesala, con una “exposición” de la artista, curada por Maya Reneé Escárcega. En la página del MAZ (Museo de Arte de Zapopan) puede leerse que “LA ANTESALA es un programa de intervenciones en el vestíbulo de EstaciónMAZ. Por su contacto directo con el exterior, articula formas diversas de ocupar y pensar lo público. Como uno de los dos espacios expositivos del museo, ensaya lo contemporáneo desde la coexistencia de lenguajes artísticos, propiciando encuentros bajo lógicas opuestas o complementarias.”
Para inaugurar este espacio liminal entre el centro comercial y el museo, se exhiben tres piezas de Contreras Lomas de reciente producción. No es de mi interés hacer una crítica razonada de la exposición de escaparate propuesta por EstaciónMAZ, sino de la importancia y pertinencia que encuentro en el trabajo de la artista.
Los miedos ancestrales vuelven una y otra vez, no sólo en los cuerpos heridos de la obra, sino también en los muros brillantes de un centro comercial que porta el nombre de “museo”. Lo involuntario es el cinismo de EstaciónMAZ.
En Los miedos ancestrales pueden volver, Paloma nos enfrenta con imágenes que no sólo evocan lo íntimo y lo corporal, sino que desentierran aquello que ha quedado relegado a la sombra: los residuos de la historia, los fantasmas que el oficialismo quiso ocultar bajo promesas, primero de progreso y después de “Transformación”. Su obra se convierte en un ejercicio de arqueología del trauma y del duelo Nacional, donde lo político y lo personal se entrelazan con una crudeza poética. Esta relación entre arte, memoria y violencia revela que los miedos que creíamos enterrados regresan en nuevas formas, como mutaciones de un pasado que nunca dejó de estar presente. Los miedos ancestrales pueden volver, puede leerse como una fisiología mexicana del siglo XXI, donde el corrido se transforma en espectros desfigurados por el narcoestado, el capitalismo extractivista y la herencia colonial. Esta obra reactiva formas populares para construir un archivo afectivo del miedo, del cuerpo vulnerado y de la resistencia imaginativa.
La violencia devino mercancía. No sólo por su circulación en Netflix, TikToks y YouTube, sino porque la forma misma del miedo se volvió intercambiable, representable y consumible. Paloma lo sabe. Por eso no representa la violencia: invoca su espectro, la encarna y la deforma. No nos muestra el cuerpo herido desde lejos: lo convierte en corridos soft sci-fi con una profundidad casi mística. En un país donde los nombres sin cuerpos se acumulan, el libro es una respuesta furiosa e íntima: un libro-altar, un archivo forense del espanto que habita sus formas populares para resistir desde dentro del espectáculo.
Desde hace décadas, la violencia dejó de ser únicamente un hecho social o una condición histórica. En la lógica del capital, se volvió forma estética, coreografía mediática, producto cultural. Tal como el amor romántico, el miedo y la violencia también se venden. La narcoestética, el true crime, el periodismo rojo, las narcoseries, los videojuegos bélicos, incluso ciertas formas del arte contemporáneo, han convertido la violencia en materia prima. Pero Paloma se resiste. Su propuesta no estetiza el horror: lo atraviesa. Utiliza las formas populares para devolverle al miedo su dimensión comunitaria, su fuerza alegórica.
Pero, ¿por qué necesitamos resistir desde ahí —desde dentro del espectáculo mismo? ¿Qué es lo que vuelve al miedo, al cuerpo herido, al horror cotidiano, en algo reproducible y consumible?
Porque en el corazón del sistema-mundo la violencia no es una anomalía: es una forma de circulación. Una mercancía más, porque la mercancía es, en sí misma, una forma contenida de violencia.
La mercancía no elimina la violencia: la gestiona, la condensa, la vuelve intercambiable. Es un mecanismo simbólico que sustituye la guerra abierta por transacciones, que reemplaza el conflicto directo por equivalencias. Lo que alguna vez fue saqueo, ocupación o esclavitud, hoy se llama contrato, tratado, inversión, plebiscito. El mercado no pacifica el mundo: lo organiza bajo una forma ritualizada de violencia transferida.
Una mercancía no es sólo un objeto; es también un símbolo, un pacto, una ficción de equilibrio. Allí donde hay algo que intercambiar, el sistema-mundo ofrece contención, mediación, posibilidad de negociación. Pero donde no hay mercancía, no hay contrato. No hay escándalo. La vida es valor de cambio. El genocidio palestino lo confirma: la Franja de Gaza cuenta con dos importantes yacimientos de gas natural descubiertos en el año 2000 que, hasta ahora, permanecen sin ser explotados. Esta materia prima en reposo es una suerte de protomercancia: un recurso cuyo valor yace latente, suspendido entre la violencia bélica y la lógica del capital. El exterminio documentado y transmitido en tiempo real por Instagram no provoca la intervención del sistema-mundo porque, mientras ese gas natural siga sin circular en los mercados, no hay urgencia de detener la masacre. En contraste, un conflicto con Irán activa de inmediato los resortes internacionales: allí si hay materias primas en circulación.
En ese contexto, Miedos ancestrales… no es sólo un archivo afectivo del miedo, es también una reflexión brutal sobre la economía simbólica de la violencia. Paloma dibuja el horror con los restos de su propia forma intercambiable: el corrido, el disfraz, la caricatura política. Así, su obra no sólo denuncia la violencia que se ve, sino la que se ha vuelto invisible. Allí donde no hay mercancía, el horror es absoluto. Y el arte, como gesto ritual, vuelve a ocupar el lugar del duelo, del grito, del conjuro.
Los miedos ancestrales cumplen, con radicalidad, la consigna de Walter Benjamin: “todo documento de cultura es también un documento de barbarie”[2]. Cada imagen, cada figura híbrida o espectral que emerge en la obra es un archivo afectivo de esa tensión irresuelta. La cultura visual popular —el corrido, la caricatura política, la máscara— no aparece aquí como repertorio identitario fijo, sino como campo de batalla donde se inscriben siglos de violencia colonial, patriarcal y estatal. En vez de ocultar esa genealogía, Contreras Lomas construye fisiologías: la hace visible mediante una estética de lo grotesco, lo excesivo, lo abyecto. Su obra no sólo muestra el miedo: lo compone como forma y lo activa como memoria política. Frente a la estetización oficialista de la violencia, su práctica devuelve el arte a su dimensión material y peligrosa: la de volver sensible lo que el discurso oficialista busca ocultar.
Y es en ese mismo gesto donde aparece otro espectro: el del museo reducido a fetiche inmobiliario. Lo que debía ser un nuevo museo público en Zapopan —un espacio de 4,500 metros cuadrados, pensado como infraestructura cultural y, en ciertos discursos, como vivienda de interés social alrededor del predio— se convirtió en un centro comercial con departamentos de lujo y rentas de Airbnb, con apenas un museo comprimido: EstaciónMAZ. Allí también la violencia se volvió mercancía: la violencia de lo urbano privatizado, del suelo público entregado a un desarrollador inmobiliario, de la cultura transformada en ancla de marketing para una plaza comercial.
La cultura aparece aquí, como en el análisis de Benjamin, como documento de barbarie: un museo reducido a escaparate para legitimar la especulación. El miedo vuelve, pero esta vez como miedo a la pérdida de lo común, al despojo de los espacios públicos bajo la lógica de la renta. Zapopan nombra al proyecto “Distrito de Museos”, pero lo que produce es un Distrito Comercial de tiendas y departamentos, con el museo como fetiche cultural que valoriza el suelo. La retórica de la cultura como motor de lo común fue rápidamente desplazada por la lógica inmobiliaria y turística, generando un enclave gentrificado disfrazado de “proyecto cultural”.
Si Paloma nos recuerda que los miedos ancestrales vuelven, el caso del MAZ en los Arcos de Zapopan nos muestra que lo que retorna no es sólo un miedo abstracto, sino la repetición estructural de un fracaso político y cultural: la imposibilidad de construir instituciones que respondan al tejido social en lugar de devorarlo. En este sentido, el espacio urbano se convierte en escenario del mismo gesto que la obra de Paloma enuncia: la violencia invisible de la modernidad, ahora traducida en expulsión, especulación y precarización del derecho a la ciudad.
El arte, en este cruce, aparece como un espacio crítico desde el cual leer la continuidad de la violencia histórica en sus formas contemporáneas. Contreras Lomas expone los cuerpos marcados por la violencia de género y el poder; la ciudad expone, a su vez, los cuerpos desplazados por la gentrificación y el mercado inmobiliario. Ambos casos revelan lo mismo: lo que retorna nunca se fue, los miedos ancestrales siguen latiendo bajo la superficie del presente.
[1] Contreras Lomas, Paloma. 2025. Los miedos ancestrales pueden volver. México: Temblores Publicaciones.
[2] Benjamin, Walter. 2008 [1940]. Tesis sobre la filosofía de la historia. Madrid: Taurus.
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Texto publicado el 5 de septiembre de 2025.