Vaciar y llenar, de German Venegas
Por Ricardo Pohlenz
En su texto de sala, Patrick Charpenel nos señala –siempre en la tentación de que se nos pueda pasar por alto– que el espacio en el que estamos no es ese sino otro. Lo señala a partir de lo que podemos ver, o –para ser más específicos– a través de lo que podemos ver. Lo dice con parquedad contrita: “muestra la visión de un sujeto que, a través de sus disciplinadas rutinas, sus tiempos de meditación y sus creaciones artísticas, hace explícito un espacio de plenitud y ausencia.” Lo indico, dado el título de la exposición, Vaciar y llenar, que anuncia lo que pueden ser dos acciones físicas o figuradas –terrenales o espirituales, bien podría agregarse o inferirse– que junto a las reproducciones o apropiaciones que hace Germán Venegas del arte budista zen, sea el monje Bodhidharma en tinta china sobre papel arroz, sean sus temples y tallas traídos del borde del siglo pasado, sea una talla nueva donde hace síncresis de formas y estilos que –traslapados– se nos presentan nuevos, me remite al conocido relato zen en el que el maestro le ofrece una taza de té a aquel que ha venido de lejos para aprender de él, y luego le sirve el té hasta desbordar la taza para luego decirle –a manera de enseñanza– que viene demasiado lleno de mundo y que primero debe vaciarse del mismo para poder tener algún nuevo aprendizaje.
Así me siento, en primera instancia, frente a su nueva exposición en la galería Proyectos Monclova: desbordado. No tengo nada que decir, rodeado del ruido de la sala, sumido en la contemplación de algo que está presente, y aún, resulta inasible. Tiene la novedad del momento presente, que transcurre y se sucede en una carrera que no conoce otro agotamiento que el nuestro, que no sabemos si corremos a la par suyo o lo vamos viendo transcurrir nomás, sentados frente a una pantalla.
Me armo de gestos y situaciones, me atengo a la probabilidad de encuentros y conversaciones, frente a un proceso que acontece –que sigue aconteciendo– a pesar de las restricciones que le impone el cubo blanco. Es un momento detenido, semejante en proporción a lo que puede describirse como una rebana de tiempo, que se me impone como una totalidad a pesar de que, en el proceso de vaciados y llenados, de luces y asumidos, pretendo separarlo en lugares y tiempos para poder comprenderlo mejor, o al menos, para poder decir algo más allá del apabullo en el que me envuelve, armado con palabras que lo puedan conjurar.
Puedo seguir con Patrick Charpenel, que la describe tal y como la vemos o la podemos ver: “la expresión de una búsqueda sin fin y de un complejo hallazgo personal” donde se despliegan y sobreponen primates, borrachos, divinidades y demás para romper un espacio –quebrarlo, enfatiza el curador– y poner en evidencia “la dualidad de nuestra naturaleza.” Esta dualidad, que asumo entre el vaciado y el llenado, me lleva a visualizar desde pulmones y estómagos hasta globos y tanques de gasolina. Entre apareceres y acontecimientos, vislumbres y evidencias, dudas y certezas, busco deslindar (o para expresarlo mejor, desarmar) el efecto que me produce un entorno que se impone –orgánico– como experiencia integral. Por un lado me ciega el halo luminoso de una continuidad histórica –algo que ha sido armado más allá de nosotros mismos– y por otro me invade la impronta oscura de las transformaciones que derivan de este discurso, alimentándose del mismo para conjurarlo, sobreponiendo mundos y culturas, temas y motivos, cual capas de cebolla en las que sobreviven escritos los conjuros de la apropiación.
Y aún, dichos estos conjuros, no resultan legibles, no de la manera en que podemos decirlos –describirlos para agotarlos– recurriendo a símiles que nos vienen desde esta misma continuidad histórica, con imágenes y voces en off que la dicen, con el impacto tautológico de aquello que vive en la ambivalencia que cabe entre discurso mágico y propaganda. No pretendo sugerir que Germán Venegas tenga intenciones de esto último. Pero es a partir de la banalización global ejercida sobre esta herencia multinacional que veo en el proceso de su obra la necesidad de ponerlo en otro lugar, de reinventarlo, de disfrazarlo, de sacarlo violentamente de contexto, dejando –si se me permite la expresión– que se lo lleven las fuerzas totémicas que contiene –en tanto coro de lindes y manifestaciones– más allá de los usos políticos que se le han dado, invocadas por la industria cultural.
Al centro de la sala, nos aborda una colección de animalia particular: un toro de madera preside imponente un desfile inexistente mientras que –en el extremo opuesto– dos monos –uno de nogal y otro de estuco– lo esperan con la paciencia estoica de lo inmóvil. Hay dos tiempos, el de los monos y el del toro, que los sigue en la imposibilidad de alcanzarlos. A pesar de ello, en la tensión temporal que los hace simultáneos, comparten un lugar en el espacio, se asumen parte de una narrativa, los tres son tallas de madera. Son maderas distintas, maderas trabajadas en distintos lugares y circunstancias. Las fichas que las acompañan nos traen a cuenta esa extensión que se abre en el tiempo, que lo desdice diciéndolo: no somos lo mismo y aún un hilo dorado nos hermana, nos hace nuevas, como nuevo es cada instante, que se llena más con su impronta que con la memoria.
La memoria es cosa nuestra, entre el haberlo visto y el haber estado viendo. La actualidad de la obra, dicha de manera literal, se sucede cual vorágine temporal, no se trata de un saqueo, de un traer a cuenta tradiciones sobrepuestas, souvenirs de museo o de aeropuerto, sino de inducirles una vida de encanto –cual chamán– que se deja sentir hecha culebra. No se trata aquí de vasos comunicantes sino de respiración. No es el rastro que se sigue, aunque también. Tenemos dispuesto en frente nuestro el proceso en el que Germán Venegas devora al mundo para hacerlo suyo, dispuesto como documento del instante, que se agota y aún, se continúa, animado en cuanto objeto por lo que ha traído a cuestas, lo que ha vertido sobre suelo y paredes como impronta y necesidad.
Me retraigo a otro momento, me rompo, a partir de esta actualización vivida en la sala, siguiendo la culebra que la anima, en tanto hálito, en tanto esqueleto. Remonto, ayudado más por los documentos que por la memoria, a la retrospectiva curada por Patricia Sloane para el Museo de Arte Moderno hace quince años –misma que tuve también la fortuna de comentar– y que toma su nombre de una de las pinturas, Cabalgando sobre el tigre haciendo alusión al proverbio chino que nos daba la bienvenida a la exposición: “La mejor manera de evitar que un tigre te devore es montarte sobre él.” Germán Venegas sigue montado en el tigre, cabalgando, más allá de las etiquetas que los lugares y las ocasiones le dieron, inaprensible como el momento presente. Lo vemos correr y desaparecer y volver a aparecer, en amago de seguir –por ejemplo– las figuras y patrones de su serie miscelánea o de los cuerpos convertidos en mapas de colores fulgurantes y violenta intimidad en sus pinturas collage, en el salto que dan entre el 2002 y el 2023, siendo otra cosa que lo que eran, conjuradas en su novedad, rompiendo con lo que podrían haber seguido siendo, siendo lo que nunca volverán a ser jamás.