Por Roselin Rodríguez
Uno de los rasgos más distintivos de la galería Nordenhake en la Ciudad de México es su arquitectura —diseñada por Frida Escobedo—, que combina la estética del cubo blanco con la de una nave industrial. El espacio de dos pisos cuenta con una sala principal en la planta baja, y una de menor tamaño en la planta alta. Lo que da paso de la sala principal al resto de las áreas es una puerta casi indiscernible del muro que la contiene, como si un segmento de la pared hubiera sido removido y preservado a un lado para dar el paso.
Este detalle del diseño arquitectónico fue tomado como referencia escultórica por Eduardo Barajas para concebir su exposición Límites sangrantes [Bleeding Boundaries] en la sala principal de la galería. En ella, 35 pinturas de distintas dimensiones están ensambladas con sus reversos contrapuestos, generando cuatro conjuntos en forma de estelas que cuelgan del techo en una disposición irregular, y que obligan a mirar en todas las direcciones. La forma de las estelas replica la puerta-muro, estableciendo una continuidad inmediata entre el contenido de la muestra y su contenedor. El muro perdió su dominio a partir de estos ensambles que penden a diferentes alturas y se sostienen entre sí, pues no poseen más estructura de soporte que las uniones provistas entre bastidores. Las obras son vistas a detalle de cerca, se rodean y se transitan caminando.
En ese espacio han ocurrido varias exhibiciones de pintura —medio predominante en la galería desde su apertura en 2018—, pero quizás esta es la primera vez que una exposición hace que se vea el espacio, y ese mérito está dado por sus cualidades instalativas.
No es la primera vez que Barajas realiza instalaciones de pintura que emplean el espacio como un elemento constitutivo de las obras, este fue el caso de Mnemosine (2023), en Proyectos multipropósito, y Tierra (2020) en la Neotortillería. Pero esta vez, quizás por el contenido de las pinturas, la tensión con el espacio es más sutil y resuelta. También podría mencionar que esta vez hubo una reflexión más precisa sobre la posibilidad de pensar la pintura como objeto y como arquitectura, a partir de estudiar hitos teóricos de la historia del arte, como el ensayo Specific objects (1962) de Donald Judd.
Acerca del contenido de los bastidores, encontramos en las superficies imágenes que también se sostienen a sí mismas en su tendencia abstracta. Alejadas de la figuración que distinguía el trabajo del artista, estos lienzos buscan mostrar lo irrepresentable del interior del cuerpo en sus diversas metamorfosis. Membranas, flujos circulatorios, sustancias ácueas que transportan nutrientes, tejidos transparentes y nebulosos, pliegues inciertos.[1] Aspectos del cuerpo para los que cualquier imagen es insuficiente. Interiores a los que sólo nos acercamos visualmente cuando nos encontramos en procesos liminares de vida y muerte, como los que experimentó el artista en los últimos meses durante un lapso corto de tiempo: el vértigo de una enfermedad grave y la dicha de la vida en las vísperas de ser padre por primera vez. Ambas experiencias colocaron su propio cuerpo al límite, transformando el acto mismo de pintar, al ubicarse horizontalmente sobre el lienzo, reduciendo la distancia entre su cuerpo y la pintura, similar a cómo funciona la instalación en sala.
Lo interesante de la relación entre cuerpo, pintura y espacio en la exposición es cómo unas pinturas que remiten tan enfáticamente al interior corporal, en la galería hacen visible el exterior, el entorno de la sala; vuelven difuso el límite de las obras y su espacio, adentro y afuera. El elemento que juega a favor de esa indefinición productiva es el cuerpo del visitante, que se ve inmerso entre las pinturas, sumergido en la imaginación de su propio cuerpo y abrazado por la escala de la instalación como, quizás, ante el enigma de la vida.
La muestra me hizo reactivar una reflexión que he tenido los últimos años sobre la frecuencia con que presenciamos instalaciones de pintura en los espacios locales de arte. Podría decirse que ha prevalecido cierta negación a mostrar pintura de un modo tradicional, bajo las convenciones que antes definían la autonomía de ese medio. En su lugar se ha instaurado cierto manierismo que se expresa en marcos extravagantes, esculturas diseñadas para sostener las pinturas, estructuras escenográficas y objetos diversos cuya principal función ha sido ponerlas al servicio de una narración que organiza las exposiciones, como accesorias a relatos cargados de literatura y especulaciones históricas que nacen de proyectos de investigación artística.
En el pensamiento estético ha existido la idea recurrente de entrar en la pintura, ya sea través del ilusionismo espacial que crea la imagen representada, de la sugestión ambiental que pueden generar ciertas formas abstractas o a través de la propia textura de la pintura que incita el deseo de tocarla y entrar en ella como en un pasaje. ¿Las mencionadas estrategias o convenios actuales han sido maneras que han buscado generar el efecto de entrar en la pintura y crear espacio con ella? Es posible, sólo que en la mayoría de los casos, la pintura ha quedado subsumida a un efectismo instalativo. No ha sido la que crea el espacio, sino que se ha tratado del diseño de entornos que involucran pinturas entre otros elementos: escenográficos, escultóricos, audiovisuales. En años recientes en el contexto mexicano, haciendo resonancia de tendencias del arte global, esta estrategia está a la orden del día. Las pinturas aparecen como elementos que componen instalaciones. Aunque esto no es nuevo, como veremos.
El año pasado participé en la presentación del catálogo de Los Lilia Carrillo de Lilia Carrillo, en el marco de la exposición monográfica de dicha pintora mexicana de la década de los cincuenta, en la galería Kurimanzutto. Entre los presentadores también se encontraba el pintor contemporáneo Ana Segovia, quien llamaba la atención sobre el hecho de que era difícil referirnos como pintores a los artistas de la formación inaugural de kurimanzutto, en contraste con generaciones más recientes como la suya, que sí se identificaban como tal. Varios de estos últimos se encontraban en el público ese día: Nicole Chaput, Allan Villavicencio y Jerónimo Ruedi. También era interesante que la propia galería en años recientes había realizado exposiciones de artistas que sí se identifican como pintores, llegando incluso a decidir representarlos, como la mencionada Carrillo, Roberto Gil de Montes y el propio Segovia, marcando un cambio respecto a la línea de su fundación, que se alejaba de la pintura como un medio que era asociado al pasado y a la tradición nacionalista.
Lo interesante a nivel histórico es que, si en la década de los noventa la pintura fue desterrada de la idea de arte contemporáneo en pos de prácticas conceptuales donde la instalación fue punta de lanza, en la actualidad las instalaciones de pintura parecen ser el epicentro de la actividad expositiva para artistas pintores, e incluso para algunos que no se habían dedicado a esta práctica con anterioridad, como si estuviera teniendo lugar una especie de síntesis histórica. ¿Se trata de un intento por revitalizar el cuadro, por volver “contemporánea” a la pintura con el código instalativo? ¿por integrarla a una conversación y un mercado específico? Estas especulaciones operan en la cotidianidad más de lo que puede imaginarse. Sobre todo es evidente que estos cantantes y sonantes juegos con la pintura responden, en gran medida, a las tendencias del mercado actual. Pero más allá del arraigo de estas razones, habría que preguntarnos cómo está funcionando de diversas formas la pintura en estas dinámicas, cómo está poniendo en relación las obras, el espacio y los cuerpos que interactúan con ellas y si podríamos identificar algunos cambios respecto a cómo ha funcionado la pintura como elemento instalativo con anterioridad.
Si retomamos momentos anteriores, habría que recordar que en los años noventa la pintura no había desaparecido, sino que se encontraba en transición, en un estado “post” que tenía que ver también con la neurosis (post)identitaria del momento. El texto de Cuauhtémoc Medina Postnacional y postpictórico (1999)[2] es sintomático de ese contexto y también programático en prospectiva, al buscar “explorar algunas de las formas en que la antigua primacía del pintar se diluye y tergiversa en el campo no especificado del arte contemporáneo”.[3] Ya en ese texto se planteaba una forma de consumir la pintura “en competencia con otras imágenes o como elemento de la instalación”.[4] Según argumenta el ensayo, parecía que ya no era pertinente sólo “pintar”, sino que había que “enrarecer” la pintura. Nunca pintura a secas, siempre pintura “algo”: pintura enrarecida, pintura reencantada, etc.
En los últimos años, lo que está ocurriendo puede pensarse como un fenómeno nuevo que a su vez reactiva —repite— varios ciclos, porque retoma el problema de la pintura-pintura pero con el lenguaje ya instaurado como baluarte del arte contemporáneo: la instalación. Este proceso ya era visible desde los noventa, pero veo una diferencia en el hecho de que en la actualidad sí hay una afirmación de los artistas como pintores y, por tanto, de la pintura como medio específico. Entonces es una vuelta a la especificidad de la pintura, pero a través de estrategias expositivas que antes insistían en su inespecificidad. Por ello es interesante que varios artistas de las generaciones más recientes —entre los que se encuentran los mencionados asistentes de la charla sobre Carrillo— son quienes han realizado instalaciones de pintura. Se suman otros que no necesariamente se identifican como pintores: Josué Mejía, Enrique López Llamas, Carolina Fusilier, Ángela Ferrari y el propio Barajas.
Ana Segovia presentó Paisajes II (2022) en Karen Huber, donde las pinturas cumplían una función escenográfica para un montaje coreográfico de Diego Vega Solorza, similar a como lo ha cumplido en otros momentos de la historia de las vanguardias.[5] Poco después (2023), en el Museo Marco de Monterrey construyó un mobiliario que recuerda a la arquitectura efímera del tras bambalinas escénico, para exhibir pinturas que representaban encuadres cinematográficos. Luego Carolina Fusilier presentó, como parte de la video instalación Corrientes mercuriales (2023), una serie de pinturas que ahondaban en la investigación del proyecto presentado y se mostraban encuadrados en estrambóticos marcos. En la misma sala, Josué Mejía presentó como parte de la instalación First Scene: Entre caballos de fuerza y caballos de vapor (2022) una serie de obras al fresco enmarcadas igualmente en notorios marcos, como parte de “una museografía sinfónica móvil” que incluyó diversos medios para ambientar la proyección de un video como pieza principal. En su caso, parece que se juega una didáctica de la pintura, como un mecanismo que instruye acerca de un tema, como ocurría con la vanguardia mexicana de la primera mitad del siglo XX, un referente importante en el trabajo de Mejía. Por último, entre muchos más ejemplos, Nicole Chaput presentó en el Museo Carrillo Gil la instalación Embalsamada con picante (2024) donde los elementos de diseño del espacio —el color de los muros, el diseño lumínico, el dispositivo mecánico, entre otros elementos— estaban dispuestos para “acentuar la presencia de su pintura”, como ya se ha mencionado en un texto publicado en esta revista. Esta función bien podría ser la que opera en otras muchas instalaciones de pintura, incluidas las de Segovia o Allan Villavicencio, donde las alteraciones del espacio se encaminan a favorecer las condiciones de visibilidad de las pinturas, como protagonistas principales de una escena; como no ocurre en otros ejemplos mencionados como Mejía y Fussilier, donde las pinturas impulsan una didáctica de proyectos de investigación presentados a modo de instalación. Ahora bien, en ninguno de los dos casos es la pintura la que crea el espacio, sino que se simula un espacio para dirigir cierta forma de ver las pinturas.
En ese sentido, lo que aporta la instalación de Barajas como diferente a este panorama, es que en su caso son las pinturas mismas las que crean el espacio, lo hacen visible al operar como objetos, cuerpos y arquitectura, creando una experiencia espacial que no depende de escenificaciones o artefactos instalativos. Su operación no es novedosa en tanto recupera concepciones del espacio de la pintura de larga tradición histórica. Pero sí plantea un recordatorio de otras experiencias posibles dentro del manierismo instalativo de la pintura contemporánea. Una vivencia donde de forma inevitable habría que profundizar en los límites sangrantes de la pintura entre sus formas disímiles de existir en la exposición como objeto que crea relaciones espaciales, y como cuerpo que habita una arquitectura revelada por primera vez aunque siempre estuvo ahí.
[1] Una referencia para formar este imaginario fueron las pinturas de Louise Bourgeois sobre la maternidad.
[2] Cuauhtémoc Medina, “Postnacional y postpictórico”, Abuso mutuo. (México: Promotora Cultural Cubo Blanco, 2017), 133-146. Original: Cuauhtémoc Medina, “Postnacional y postpinctórico”, Salón internacional de pintura. Cinco continentes y una ciudad, México, Gobierno del Distrito Federal, 1999, 205-228.
[3] Ibid, p. 135.
[4] Ibid, p. 144.
[5] Un ejemplo es la participación de los pintores Lilia Carrillo, Manuel Felguerez y Alberto Gironella en La Ópera del Orden, dirigida por Alejandro Jodorowsky en 1962..
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Texto publicado el 12 de septiembre de 2025.