Mercado de arte en México, una década de cambio*

Vista de la Feria Zona Maco, Ciudad de México.

Por Edgar Alejandro Hernández

El mercado del arte y todo el campo artístico viven desde hace una década una reconfiguración en México. No sólo ha crecido exponencialmente la oferta de ferias y galerías en la Ciudad de México (y tímidamente en Guadalajara y Monterrey), sino que su predominio lo ha convertido en el legitimador principal del mundo del arte, muy por encima de las instituciones (museos) y de los agentes (curadores y críticos de arte), que hasta hace algunos lustros tenían una mayor injerencia en la circulación y consumo de obras a escala nacional e internacional.

La sistemática desarticulación de la infraestructura material y de apoyos públicos a la producción artística en el país, que ha implicado la cada vez más alarmante precarización del trabajo en los museos públicos, para apostar por proyectos faraónicos como Chapultepec, Naturaleza y Cultura (que en lo que va del sexenio ha desviado del sector cultural más de 11 mil millones de pesos), ha inclinado la balanza hacia un mercado del arte que no deja de crecer y que requiere cada año nuevos artistas que animen su economía.

Este crecimiento, hay que aclararlo, no viene reflejado necesariamente en una mejor distribución de sus ganancias en el medio artístico. No son los artistas los principales beneficiados, ni tampoco los gestores que acompañan la infraestructura que demanda el mercado.

Además de los artistas consolidados, es cierto que también existen artistas mexicanos de 20 y 30 años que venden su obra en galerías, pero éstos representan la punta del iceberg de un largo y heterogéneo campo en el que los creadores no sólo son responsables de la producción, sino también de toda la mano de obra necesaria para trasladar y exhibir su trabajo, sin que ello asegure una remuneración.

Aquí la pregunta interesante es ¿de qué vive esa gran masa de creadores no remunerados por el mercado del arte? De acuerdo con el Manual de Acción para los Derechos Laborales de Arte Contemporáneo en Latinoamérica, publicado en 2021 por la organización Trabajadores de Arte, el 75 por ciento de los creadores en la región se sostienen de empleos vinculados con la academia, privada y pública; entre el 10 y 13 por ciento lo hacen de becas, provenientes de fondos públicos y privados; otro 10 por ciento, por ingresos generados por trabajos de gestión, y sólo entre el 2 y 5 por ciento viven de dinero generado por la venta de su obra dentro de una galería.

No resulta exagerado decir que un gran mercado del arte en la Ciudad de México ha crecido exponencialmente en el último lustro, empezando por el posicionamiento internacional de la feria Zona Maco, pero sólo para beneficiar a los intermediarios y a ese 2 y 5 por ciento de los creadores que viven de su trabajo como artistas. El resto mantiene una producción y/o gestión precarizada que no ofrece opciones reales de crecimiento o movilidad social para el grueso del sector.

Como lo señaló el artista ecuatoriano radicado en México, Juan Carlos León, en su texto Reflexiones desde el SUR: La semana del Arte en México, existe un “agotamiento del modelo de economía del arte actual donde se hacen cada vez más presente las situaciones de desequilibrio: la oferta excede a la demanda”.

Otro factor que ha modificado el mercado del arte local se basa en dos sucesos que unen lo histórico con lo económico: por un lado, el agotamiento/ocaso del predominio impuesto por los artistas de los noventa[1]; pero más importante, el rápido avance de una generación emergente que ha apostado por medios tradicionales, especialmente por la pintura[2]. Todo enmarcado en una nueva agenda política y social que reacciona ante rezagos históricos en temas de género y derechos de las minorías.

Intentaré describir este cambio, pero antes es necesario aclarar que el propósito no es hacer una valoración moral de la escena artística, todo lo contrario, se trata de señalar sucesos que, vistos históricamente, contribuyen a este cambio generacional. El arte en México ha vivido un cambio de este tipo aproximadamente cada tres décadas, o al menos así quedó registrado por la historia del arte durante el siglo XX.

Vista de la Feria Material, Ciudad de México.

¿Cuándo empezó esta transición? Resulta complicado señalarlo ya que no ha existido aún un acontecimiento que permita marcar un punto de arranque, o si ya ocurrió no tenemos los elementos para valorarlo. Tal vez estamos ante un relevo que transita sin demasiado ruido (como el que se dio entre la Generación de la Ruptura y los Neomexicanistas). Un posible indicador de esta silenciosa transformación lo da el hecho de que existe un diálogo generacional que no muestra signos de confrontación. Es más, lo que se percibe es una contaminación de prácticas entre artistas consolidados y emergentes. Esto es fácil de ver, ahora muchos artistas de los noventa, que no habían mostrado interés por la pintura, se entregan seriamente a este medio, como reflejo obvio a lo que están haciendo aquellos artistas de 20 o 30 años que rápidamente han adquirido visibilidad[3].

Para seguir con esta revisión es necesario aclarar que siempre hubo pintura dentro de los llamados artistas de los noventa, pero como un formato que acompañaba a otros medios en una práctica que era entendida más como proyecto/investigación que como obra terminada; o en la lógica que Cuauhtémoc Medina llamó “pintura enrarecida”[4]. La diferencia ahora es que la pintura se ha puesto de nueva cuenta como medio hegemónico, impulsado por el mercado y por el deterioro de las instituciones públicas y privadas, que ya no pagan instalaciones u obras más complejas que anteriormente eran financiadas por museos o colecciones institucionales.

Haciendo un esfuerzo de memoria, la primera vez que percibí este marcado desplazamiento hacia la pintura en el mercado del arte no fue en una feria, sino en una Subasta de Soma, que anualmente ofrece obras de artistas contemporáneos para financiar su programa educativo. En 2014 hubo un gran revuelo por una pequeña pintura (55 por 63 cm.) de la artista estadounidense de origen etíope Julie Mehretu. En ese entonces, la subasta partía la puja de todas sus obras en mil dólares, pero en este caso inició en 40 mil dólares y las paletas empezaron a subir y, hasta donde recuerdo, rebasó los 55 mil dólares que la propia artista había sugerido como precio.

Si bien Mehretu forma parte de esa generación de artistas que obtuvieron visibilidad a escala global en la década de 1990, su caso era peculiar por tener como medio principal a la pintura de gran formato. El día de la subasta, el morbo hizo que me detuviera a ver el cuadro hecho en tinta, grafito y acuarela sobre prueba en offset. Recuerdo que la pieza no era afortunada. Una obra bastante gestual que hacía eco del cansado expresionismo abstracto, pero que en esencia era un apunte para sus complejas obras de gran formato. La idea de que estaban comprando el nombre más que la obra aplicaba en todo sentido.

Sería un despropósito afirmar que ese año inició este cambio en el campo artístico local, en todo caso podemos verlo como uno de los signos que fueron perfilando la actual preeminencia de la pintura en la producción contemporánea local.

Otro suceso relevante ocurre un año antes, en 2013, cuando el Museo Jumex abrió sus puertas en Plaza Carso y dejó atrás toda una época en su antigua sede dentro de las instalaciones de la fábrica Jumex en Ecatepec, que ofreció una serie de revisiones de la colección de Eugenio López (y las fiestas más épicas del arte mexicano), las cuales  sirvieron de termómetro para medir las tendencias del arte contemporáneo durante más de una década (2001-2013). El cambio de sede tuvo varios efectos: su programación dejó de revisar su colección para apostar por exposiciones blockbuster y, lo trascendente, renunció a coleccionar obra de artistas mexicanos. Como lo demostró su exposición Excepciones normales (2021), que en teoría revisaba 20 años de arte mexicano, más de la mitad de la exposición eran obras que pidieron en préstamo a los propios artistas[5].

Si bien aparecieron nuevos coleccionistas en el ecosistema mexicano (la Colección Isabel y Agustín Coppel, la Fundación M, por mencionar los casos que hicieron público su acervo), la realidad es que el coleccionismo creció, pero en un nivel que no puede considerarse institucional, sino con acervos que tienen la función de decorar casas habitacionales y/o espacios de trabajo. Ese perfil de comprador se fue estandarizando, y al paso de un par de lustros provocó el nacimiento de nuevas galerías e incluso ferias (Material, Salón Acme, Clavo, Bada, Quipo) que estandarizaron un tipo de obra que era fácil de transportar y de montar en espacios domésticos.

De forma paralela nacieron y/o desaparecieron en la Ciudad de México una nueva generación de espacios independientes (Bikini Wax, Cráter Invertido, Ladrón Galería, Salón Silicón, entre otros) que fueron la marquesina ideal para que artistas emergentes exploraran medios y formatos que, si bien tenían como estrategia central la instalación, dieron la materia prima para que se produjeran obras de pequeño y mediano formato que desde hace un lustro han mantenido una constante circulación en galerías nuevas (Karen Huber, Pequod Co, Agustina Ferreyra, Proyecto Nasal, Campeche, General Expenses, Peana, entre otros) las cuales le han apostado a la producción de artistas jóvenes, nacidos en su mayoría en la década de 1990.

Como ya se dijo, esta nueva generación sistemáticamente ha apostado por lo que podemos considerar medios tradicionales como la pintura o la escultura. Si bien se pueden revisar casos particulares, el conjunto encontró su diferencial de la generación previa apostando a medios en aparente desuso: el temple, el encausto, el fresco, el bordado, el óleo, la caricatura o el grabado, que reconfiguraron la escena artística local, con un pujante cuerpo de obra que, sin ambages, ha dado la espalda al ruinoso aparato institucional y se concentra en el demandante mercado.

Aquí vale la pena reparar en un cambio en el mundo del arte. La desaparición del llamado “artista institucional”, que era el artista que circulaba por museos y bienales alrededor del mundo, con el claro diferencial de lo que era el “artista comercial”, es decir, aquel que tenía éxito de ventas, pero su obra no era atendida por las instituciones culturales. Hoy nadie habla de los artistas institucionales, pero hace dos o tres décadas era una categoría que operaba por encima del mercado del arte, aunque al final sí lograba impactar en la venta de sus obras.

En la actualidad las instituciones culturales han vivido un perenne declive, lo mismo se puede decir del discurso curatorial y de la crítica de arte. Ya no existen espacios o instituciones que posicionen la obra de artistas a escala global. El mercado se ha convertido en el fiel de la balanza y este fenómeno afecta directamente la propia producción artística. Durante la década de los noventa y los dosmiles hubo un cuerpo amplio de creadores que irrumpieron en el espacio público o en el propio cubo blanco para crear obras de una magnitud y complejidad que era inversamente proporcional a su materialidad y permanencia[6]. Piezas efímeras que reconfiguraban no sólo el campo artístico, sino que alteraban por momentos la realidad en diferentes escenarios de la Ciudad de México. Esa búsqueda era una de las insignias del arte de los noventa que los artistas emergentes no retoman. Sus problemas en cuanto al espacio expositivo están marcados por la galería y el mercado del arte, que mantiene como longseller a la pintura.

Ahora bien, las ferias y en general el mercado del arte necesitan no sólo un medio vendible como la pintura para mantener su crecimiento, sino que también es necesario agregar la idea de novedad (en el siglo XX se le llamaba vanguardia) para dinamizar las ventas. No se puede ser ingenuo ante la insistente campaña que tienen galerías establecidas (Kurimanzutto, Proyectos Monclova, OMR) por invitar a artistas emergentes a ocupar (gratuitamente) sus espacios. Lo que buscan no sólo es mantener ese olor a nuevo que ya no ofrece un artista de más de 50 años, sino que al mismo tiempo les sirve de casting para sumar sangre nueva a sus establos.

Vista de la Feria Zona Maco, Ciudad de México.

[1] El término artista de los noventa refiere a ese heterogéneo grupo que empezó su carrera en los llamados Espacios Independientes de la Ciudad de México, durante la década de 1990. Entre los nombres más citados: Yoshua Okón, Teresa Margolles, Francis Alÿs, Miguel Calderón, Melanie Smith, Santiago Sierra, Damián Ortega, Sofía Táboas, Pablo Vargas Lugo, Eduardo Abaroa, Luis Felipe Ortega, Minerva Cuevas, Carlos Amorales, entre un largo etcétera.

[2] Un amigo curador me hizo ver que este vuelco conservador hacia la pintura coincide con el regreso global de los gobiernos de ultraderecha.

[3] Puede revisarse el debate sobre la pintura que inició Daniel Montero en Revista Cubo Blanco https://www.cuboblanco.org/revista/affaire-pintura-1

[4] Cuauhtémoc Medina. “Estrategias mexicanas. Pintura enrarecida”, en Abuso mutuo. Ensayos e intervenciones sobre arte postmexicano (1992-2013), México, 2017, Promotora Cultural Cubo Blanco, pp. 209-212.

[5] Este argumento se desarrolla en Excepciones normales. Vacío al arte contemporáneo mexicano. https://artishockrevista.com/2021/07/15/excepciones-normales-vacio-al-arte-contemporaneo-mexicano/

[6] Véase el libro Sin límites. Arte contemporáneo en la Ciudad de México 2000-2010, de Inbal Miller y Edgar Alejandro Hernández, publicado por Editorial RM en 2013.

* Una primera versión de este texto fue comisionado por Multipolar, disponible en  https://multipolar.mx/mercado-de-arte-en-mexico-una-decada-de-cambio/

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