Mexichrome y la política cultural del sexenio
Por Mari Carmen Barrios Giordano
A seis años de su elección a la presidencia, es indudable que la visión de México de Andrés Manuel López Obrador ha moldeado el panorama social de México de acuerdo con su particular visión nacional. En el ámbito cultural, esa visión ha llevado a la extinción de órganos de la Secretaría de Cultura y recortes presupuestales. Es en relación con estas políticas que resulta particularmente discordante la exposición Mexichrome: Fotografía y color en México, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, encabezada por el curador estadounidense James Oles y subvencionada por Fundación Televisa. La muestra sirve de ejemplo para reflexionar sobre las incongruencias de la Secretaría de Cultura y el INBAL ante el discurso obradorista.
Como bien comentaba entre amigos, Mexichrome “está chida”. Pasearse por las galerías es encontrarse con imágenes fotográficas que podemos llamar interesantes. Tan solo eso es ir de gane: últimamente las exposiciones de arte pecan de aburridas o son ejercicios mediocres de aspirantes académicos a quienes más les valdría escribir un ensayo que diagramarlo en las paredes de una galería. Mexichrome es divertida y la selección invita al observador a pasarse el tiempo estudiándola. Las dos veces que la he recorrido encontré al público visiblemente entusiasmado: observaban las obras, leían las cédulas, platicaban con acompañantes, se tomaban selfies e incluso —juro sobre la tumba de mi madre— compraban el catálogo, un tabique de 800 pesos que se paga sólo en efectivo. Aunque una asistente de taquilla me dijo que Mexichrome no ha recibido la misma asistencia que suele jalar una exposición en aquel recinto nodal, es sin duda un éxito entre el público que la visita.
Si una exposición fuera tan sólo circo, en el sentido romano, ahí dejaríamos las cosas. Pero en manos de un profesional como Oles, la exposición no es entretenimiento: es un modo de argumentación académica. Los historiadores de arte estudian, agrupan y presentan obras originales en una sala de exposición para construir y justificar argumentos sobre el desarrollo histórico de las expresiones plásticas. Someter las bases de una exposición a evaluación rigurosa es parte del aparato de arbitraje de esta área. En el caso de Mexichrome, también es necesario valorar su propuesta por el contexto en el que se presenta: una época de cambios en los apoyos gubernamentales para la cultura.
Pues bien, ¿cuál es la propuesta de Mexichrome? Lo pretendido es que la exposición sea el primer estudio amplio sobre la historia de la foto a color en México. La primera sección presenta las múltiples técnicas de fotografía cromática y funciona de prolegómeno a lo que es un recorrido temático en 10 partes: el paisaje, el pasado prehispánico, los muros pintados, antropologías, arquitectura moderna (exteriores), arquitectura moderna (interiores), ansiedad y violencia, mercados y comercio, religión y ceremonia y la bandera.
Este tipo de exposiciones, que por medio de una visión general tratan de acercarse lo más posible a un tema, son quizás las más difíciles de armar. Es parecido a la labor lexicográfica, en el sentido de que definir una palabra en el diccionario supone una noble, si no rematada, ambición por conocer todas las connotaciones en el uso del vocablo y elegir tan solo las más precisas ilustraciones de ello. Los mejores resultados de tales ejercicios son fruto de erudición, investigación asidua y amplitud de perspectiva.
Sumemos a estas dificultades del formato expositivo la escabrosa tarea de definir México y la imagen de lo nacional desde una perspectiva histórica. ¿Qué cuenta como una imagen nacional? ¿Cómo definir un país de existencia bicentenaria que ha sufrido múltiples cambios al territorio y su población? Ahora añadamos el contexto de las convicciones obradoristas sobre la primacía cultural de las “civilizaciones milenarias de México” y un curador estadounidense, y lo que resulta es una paradoja de manifiestas dimensiones.
Es deseable que los curadores en México puedan llevar a cabo sus tareas con plena libertad, sin cuotas ni interferencias nacionalistas. Pero lo deseable y la realidad de las circunstancias de este país pocas veces empatan. Y Oles —profesor de historia del arte en la famosa Wellesley College y graduado de la renombrada Universidad de Yale— ha gozado de oportunidades envidiables de curar exposiciones en México y publicar catálogos de las mismas. Mientras, con la desaparición de la Dirección General de Publicaciones y su Programa de Coediciones —fruto de la austeridad republicana— los apoyos a la edición de libros de arte se evaporan y con ello las oportunidades para curadores mexicanos independientes de producir publicaciones de calidad. Con el privilegio de curar una muestra en el MPBA y ver publicado su catálogo vienen expectativas de excelencia en su desempeño; en este caso, no se han satisfecho.
En un texto esclarecedor y por ello deprimente, Oles afirma en el catálogo que la lista de obra se finalizó en el 2018 y desde entonces apenas ha cambiado. Ningún servidor público parece haberle informado que el México del 2024 no es el mismo del 2018; que el nativismo rige el discurso público del país, los apoyos gubernamentales a la cultura se esfuman y la percepción desde Estados Unidos no es totalmente bienvenida. En algún momento esos servidores y sus directoras recibieron la lista de obra de la muestra: una simple ojeada hubiera sido suficiente para notar la desigual composición de nacionalidades. ¿No se notó, no se atendió, o no les importó?
“Es mucho gringo, ¿no?”—le oí a un asistente en mi primera visita; y sí. Para captar la imagen de México, Oles y sus colegas respondieron a la tarea eligiendo a un grupo de fotógrafos del cual más de 60% nació en el extranjero. De esos, una docena son nacionalizados o tienen doble ciudadanía de nacimiento; aún con los conteos más indulgentes, la mitad de las imágenes de la exposición resultan de autores extranjeros. Pero más allá de esa caprichosa preferencia, la lista de obra delata una penosa falta de cuidado en la selección de obras. La omisión más sorpresiva es la del fotógrafo Yael Martínez, el único miembro mexicano de la agencia Magnum Photos.
La agencia Magnum abarca cerca del 15% de la exposición, 17 autores son fotógrafos Magnum. Que entre esas imágenes no se encuentre una sola de Martínez —acreedor del Sistema Nacional de Creadores en más de una ocasión— es un profundo descuido. Pasmoso también que haga falta la obra de Gerardo Montiel Klint, cuyas majestuosas puestas en escena no sólo enfrían la sangre, sino que evidenciaron en un momento crítico en la historia de la fotografía de este país la distinción entre representar y documentar episodios violentos.
Incluir una toma de la ya casi trillada serie Border Cantos de Richard Misrach —aparte de no ser una fotografía de México, sino de Texas— por encima de la obra cristalina de Miguel Fernández de Castro sobre el mismo tema es otra oportunidad fallida que muestra el sesgo de Oles en favor de fotógrafos estadounidenses. Finalmente, la ausencia de las inconfundibles siluetas reflectantes de Sonia Madrigal en la sección dedicada a imágenes de ansiedad y violencia ignora la gravedad de la violencia de género que mina este país. Esa sección incluye dos imágenes de los estadounidenses Joel Meyerowitz y Nan Goldin de clubes de tiro: en relación a la ansiedad que suscitan entre la población mexicana, no son ni remotamente comparables al feminicidio.
Criticaría menos la inclusión de fotógrafos extranjeros a costa de los mexicanos si la selección de los anteriores fuera representativa de la historia de la fotografía en México, pero aún en este sentido la visión de Oles parece bastante limitada. Sorprende la ausencia de varios fotógrafos de Europa Central que visitaron el país a mediados del siglo pasado y produjeron notables fotolibros, copias de los que todavía pueden encontrarse en librerías de viejo. Entre ellos se encuentran Hans Helfritz, Fritz Henle, Eugen Kusch y Gertrude Duby Blom; todos con obra a color y archivos accesibles (el de Helfritz en Colonia, Henle en Austin, Texas, Kusch en Nuremberg y Duby Blom en San Cristóbal de las Casas). Que no aparezcan ejemplos de esa tradición alemana entre las secciones dedicadas al paisaje, el pasado prehispánico o antropologías hace dudar de la representatividad internacional del proyecto, cuando es precisamente ese el aspecto del que Oles parece más orgulloso.
Estas ausencias y descuidos demuestran que la brújula de Oles apunta tenazmente hacia el norte. En su ensayo del catálogo —supuestamente un bosquejo de la historia de la foto a color en este país— no cita a ningún fotógrafo mexicano, pero sí a los estadounidenses Walker Evans, Max Kozloff, Edward Weston y Meyerowitz; nota el uso de fotografía a color de México en revistas estadounidenses, pero ninguna de circulación nacional. Acusa que las imágenes de México a color se utilizaron para construir una idea folclórica del país y su identidad, pero no explica cómo las obras de su selección se salvan del cargo.
En un argumento bastante selectivo, diagnostica de “cromofobia” severa a los estudios de fotografía mexicana, cuando la Bienal de Fotografía —organizada continuamente desde 1980— ha incluido y premiado foto a color desde su primera edición y las memorias del Primer Coloquio Nacional de Fotografía (1984) incluyen una de las obras expuestas en Mexichrome (Del verde al rojo, Adolfo Patiño, 1982). Desde esos primeros esfuerzos en México por reconocer el medio fotográfico como merecedor de promoción, estudio e investigación, la foto a color ha estado presente. Son lagunas preocupantes en alguien quien dice llamarse especialista en la materia.
Su ensayo y las decisiones curatoriales demuestran que —más allá de algunas colecciones privadas— Oles no es un conocedor del ecosistema fotográfico nacional. Si fuera ese el caso, los préstamos a la exposición no vendrían del Fowler Museum de UCLA, o Throckmorton Fine Art de Nueva York —vendrían de alguna de las múltiples colecciones de fotografías de la UNAM, de la Fototeca Nuevo León del Parque Fundidora en Monterrey, la Fototeca del Instituto Veracruzano de Cultura u otro de los más de 60 acervos alrededor del país que resguardan el patrimonio fotográfico nacional.
Se vuelve aún más incómoda la observación sobre los préstamos a la exposición cuando uno revisa la lista de autores del catálogo y se encuentra a Jesse Lerner, profesor en Pitzer College en California y especialista en cultural visual de México. Lerner es dueño de por lo menos dos obras en la exposición. Otro autor, Matthew H. Robb, solía ser el curador en jefe del Fowler Museum y en ese cargo hubiera sido el responsable de aprobar los préstamos de esa colección a Mexichrome. La sospecha de que los encargos para el catálogo involucraron un quid pro quo con Oles —o por lo menos amiguismo— no sienta bien cuando las oportunidades para publicar crítica sobre fotografía son prácticamente inexistentes. El Centro de la Imagen promueve el Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía cada dos años, pero ninguno de los galardonados ha vuelto a publicar sobre foto; no es de extrañarse al no existir lugares para hacerlo.
Que no se haya aprovechado este evento sobre la imagen nacional para alumbrar las riquezas fotográficas propiamente mexicanas, sino para colocarle tribuna a artistas y académicos establecidos, salariados y —para acabarle de amolar— extranjeros es doloroso para el gremio. Hay fotógrafos, historiadores y críticos mexicanos quienes han dedicado varias vidas a este sorprendente medio visual, pero viven en la precariedad económica de ingresos por honorarios que implica ser trabajador del arte en este país.
Al darle visto bueno a esta versión de Mexichrome —nominalmente una muestra representativa de la imagen nacional que ignora a algunos de los creadores y eventos más representativos del tema en nuestro país— las directoras del INBAL y el MPBA mostraron una deferencia común en el ámbito académico y cultural ante credenciales extranjeras que no siempre es merecido y que se opone a lo promulgado por su actual líder político. Para una exposición en el recinto principal de la Secretaría de Cultura y por ende del oficialismo, el resultado luce incongruente.
Cuidar y mantener el patrimonio fotográfico de México requiere especialistas locales y preparados, y parte de la función de la Secretaría de Cultura es promover su formación. Mexichrome demuestra la indiferencia del INBAL y el MPBA por este medio artístico, situación trágica cuando reflexionamos que José Antonio Rodríguez e Iván Ruiz —dos de los autores incluidos del catálogo y verdaderos especialistas en el tema— murieron hace unos años. Me consuela que el catálogo incluya breves ensayos de dos nuevas plumas, de Claudia Pretelin y Brenda Verónica Ledesma Pérez, y espero que su inclusión sea un modesto reconocimiento por parte de las autoridades de que formar nuevas generaciones de especialistas es parte de su cometido. En espera de ese milagro, continuaremos la evaluación crítica de sus proyectos culturales ungidos.
La exposición Mexichrome: Fotografía y color en México se exhibe en el Museo del Palacio de Bellas Artes del 29 de noviembre de 2023 al 3 de marzo de 2024.
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