Un siglo de muralismo mexicano

Por Edgar Alejandro Hernández


El movimiento artístico y político conocido como muralismo mexicano tiene su inicio en 1922, cuando el pintor Diego Rivera realizó el mural al encausto, La Creación, en el interior del Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria (hoy Colegio de San Ildefonso), por instrucción de José Vasconcelos, secretario de Instrucción (Educación) Pública del gobierno del presidente Álvaro Obregón.

Al conmemorarse el centenario de lo que ha sido denominado como “el renacimiento mexicano” es importante no sólo reconocer sus principales aportes a la historia del arte, sino que es urgentre señalar los matices y desplazamientos que tiene la llamada Escuela Mexicana de Pintura, ya que históricamente ésta se ha planteada como un grupo homogéneo que legitimó el movimiento revolucionario.

Como lo señala Karen Cordero, “el panorama artístico posrevolucionario, que ha sido tratado con mayor frecuencia como un fenómeno homogéneo abarcado convenientemente por el epíteto ‘la escuela mexicana’, se puede descomponer para mostrar una variedad de posiciones y estrategias estéticas sobre el papel, la forma y el contenido apropiado de las artes visuales para el México moderno” (Oles, 1993: 12).

Barbara Haskell explica que  la paz que vino en 1920 al concluir la Revolución mexicana estuvo acompañada de un cambio cultural que se puede considerar como un verdadero “Renacimiento”. En el centro de este nuevo movimiento se encontraban los monumentales murales públicos encargados por el nuevo gobierno del presidente Álvaro Obregón, en los que se representaba la historia y la vida cotidiana del pueblo de la nación. “Al plasmar temas sociopolíticos con un vocabulario pictórico que celebraba las tradiciones prehispánicas del país, los murales otorgaron a la antigua técnica del fresco una renovada vitalidad que competía de igual a igual con las tendencias de vanguardia que arrasaban en Europa, mientras que establecía, al mismo tiempo, una nueva relación entre el arte y el público al narrar historias relevantes para hombres y mujeres comunes y corrientes” (Haskell, 2020: 14).

Diez años de guerra civil en el país, durante la cual se calcula que fallecieron uno de cada diez mexicanos y decenas de miles de ciudadanos huyeron, además de la serie de asesinatos, golpes de estado y conflictos armados que habían estallado, tras la expulsión en 1910 del dictador Porfirio Díaz, daría paso a una nueva constitución que ratificaba una amplia serie de reformas, entre ellas, políticas de orientación social que buscaban reducir la influencia de la Iglesia Católica, dar poder a los sindicatos obreros y redistribuir las propiedades de los terratenientes adinerados. La implementación dispar de estas reformas y la violenta reacción que inspiraron en los sectores conservadores desembocó en una situación política inestable.

“Para lograr la unidad de un país compuesto por cientos de grupos étnicos que no compartían una misma cultura y que hablaban muchas lenguas distintas, los funcionarios del nuevo gobierno de Obregón y sus aliados se dieron cuenta de que el gobierno debía construir una idea compartida de la identidad y la historia nacional mexicana, en la cual la población de campesinos indígenas del país pasara a desempeñar un papel fundamental. ‘Que el indígena sea la unidad básica del ideal económico y cultural’, exhortó el antropólogo Manuel Gamio” (Haskell, 2020: 15).

Como ya se dijo, Vasconcelos invitó a varios artistas a pintar sobre las paredes de los edificios públicos aspectos culturales de la realidad mexicana. Si bien el proyecto artístico tenía un fondo social, la realidad es que los primeros murales se caracterizan más por resaltar aspectos místicos y religiosos. Los ejemplos son muchos, no sólo La Creación, de Rivera, sino también obras como La fiesta de Santa Cruz (1924), de Roberto Montenegro; Alegoría de la Virgen de Guadalupe (1922-1923), de Fermín Revueltas; La fiesta del Señor de Chalma (1923-1924), de Fernando Leal; Maternidad (1923-1924), de José Clemente Orozoco; y Los elementos (1922-1923), de David Alfaro Siqueiros.

“En estos mismos años veinte, el muralismo mexicano va a adoptar temas con un estricto sentido social y político, como vemos en otros murales de Orozco en la Escuela Nacional Preparatoria y en los murales de Rivera en la Secretaría de Educación Pública. Siqueiros, por su parte, no produce ningún mural paralelamente, pero sí incrementa su actividad política: en 1923, funda el Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores (SOTPE), y se hace miembro del Partido Comunista Mexicano; en 1924, funda el periódico El Machete, junto con Diego Rivera y Xavier Guerrero; en 1925, es nombrado presidente de la Liga Antiimperialista de las Américas y, en general, se dedica más a la política que al arte” (Jaimes, 2012: 9).

Como lo expuso Siqueiros en 1922 en el Manifiesto del SOTPE, “siendo nuestro momento social de transición entre el aniquilamiento de un orden envejecido y la implantación de un orden nuevo, los creadores de belleza deben esforzarse porque su labor presente un aspecto claro de propaganda ideológica en bien del pueblo, haciendo del arte, que actualmente es una manifestación de masturbación individualista, una finalidad de belleza para todos, de educación y de combate” (Haskell, 2020: 16).

Esta causa tuvo una amplia convocatoria, pero rápidamente Rivera, Orozco y Siqueiros se volvieron los punteros del movimiento y con el cambio de gobierno entre Obregón y Plutarco Elías Calles, Rivera se convirtió en el único artista que recibiría comisiones murales hacia finales de los años veinte, lo que tuvo un doble efecto: Por un lado provocó la equivocada idea de que el muralismo mexicano era un movimiento homogéneo poseído por “una idea, una estética y un objetivo”, pero también generó el desplazamiento de los muralistas a otros países, principalmente a Estados Unidos.

La producción de Rivera entre 1923 y 1928 y su difusión en la prensa le ganaron la reputación en los Estados Unidos como el mejor pintor de México, cuya obra plasmaba el espíritu de México. Las narrativas épicas del artista sobre la historia mexicana transformaron a los campesinos y la revolución del país en relatos mitológicos. Para representar las dificultades y los triunfos heroicos del pueblo indígena mexicano y celebrar su cultura popular, el artista utilizó figuras con tonalidades altas, estilizadas y volumétricas, así como una estética moderna de “montaje” proporcionándole a la nación una visión de sí misma como un país unificado que compartía un mismo pasado, presente y futuro (Haskell, 2020: 16).


En la actualidad muchos de los murales se conservan en edificios públicos de la Ciudad de México y algunas otras ciudades de la República. Los más conocidos son los del Palacio de Bellas Artes, la Secretaría de Educación Pública, Palacio Nacional, el Colegio de San Ildefonso, Museo Nacional de Historia (Castillo de Chapultepec), Polyforum Cultural Siqueiros, Ciudad Universitaria, Suprema Corte de Justicia y el mercado Abelardo L. Rodríguez (de autores en su mayoría extranjeros).

Matthew Affron recuerda que el muralismo fue elegido como el vehículo para la socialización del arte porque era arquitectónico, monumental y colectivo. En la técnica del fresco, los artistas aplicaban los pigmentos directamente al muro y su pintura se convertía en parte integral de la arquitectura, y esta fusión de imagen y arquitectura era crucial para la experiencia publica de la obra.

“Los muralistas desarrollaron diferentes tipos de realismo figurativo, y esperaron que fuera tanto accesible como atractivo para un público amplio en esta nueva era de politica de masas. La opción de Rivera, por ejemplo, era historicista de manera autoconsciente, ya que fusionó convenciones pictóricas de las vanguardias, del Renacimiento italiano e incluso precolombinas en su propio estilo modernista, mientras que Orozco desarrolló un naturalismo intensificado que involucraba un tratamiento escultórico de la figura humana, formas rítmicas, colores realzados y sombras oscuras. Lo que compartieron con sus contrapartes del SOTPE (Siqueiros) fue una fe radical en que el muralismo restablecería el papel social del arte moderno” (Affron, 2016: 4).

El éxito del muralismo permitió que tuviera una penetración e influencia en Estados Unidos, lo que rápidamente sirvió como caja de resonancia en ambos lados del Río Bravo. Entre 1927 y 1940, Orozco, Rivera y Siqueiros visitaron los Estados Unidos para ejecutar litografías y pinturas de caballete, exponer su obra y crear murales a gran escala. “Su influencia resultó ser decisiva para los artistas estadounidenses que buscaban una alternativa al modernismo europeo para conectarse con un público profundamente afectado por el comienzo de la Gran Depresión y las injusticias socioeconómicas expuestas por el colapso del mercado de valores estadounidense” (Haskell, 2020: 16).

Esta penetración cultural en Estados Unidos se pueder ver a la distancia de forma ambivalente, ya que si bien los muralistas mexicanos fueron cruciales para apuntalar una escena artística que rápidamente desplazaría la hegemonía europea, también es claro que su impacto se diluyó en muy pocos años con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la apertura de Europa. La guerra fría y el macartismo estadounidense, sumado con la promoción del expresionismo abstracto, mandaron literalmente a la sombra a los artistas mexicanos, quienes se volvieron sospechosos políticamente por crear un arte vinculado a temas políticos y al llamado realismo social.

En México el movimiento muralista no se mantuvo durante décadas, pero su ocaso inició a mediados del siglo XX cuando un grupo de artistas, entre los que se puede nombrar a Vicente Rojo, José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez y Fernando García Ponce, apostaron por un arte que se alejaba del llamado realismo social y de expresiones colectivas, para promover una obra que discursivamente buscaba la libertad individual del artista y que después se le denominaría generación de la Ruptura. El éxito de este grupo hizo que los sucesores de la llamada Escuela Mexicana perdieran progesivamente su hegemonía. Hoy el muralismo sigue siendo objeto de un amplio debate, pero a partir de un sostenido proceso de desmitificación, donde nociones aparentemente inamovibles como nacionalismo o arte figurativo se van resquebrajando para abrir la discusión a un arte mural que fue tan prolífico e influyente como diverso.


 

REFERENCIAS

Affron, Matthew, et al (eds.) Pinta la Revolución: Arte moderno mexicano 1910-1950. México/Filadelfia, Secretaría de Cultura/Philadelphia Museum of Art, 2016.

Haskell, Barbara (ed.) Vida Americana: Mexican Muralists Remake American Art, 1925–1945, Nueva York/New Haven/Londres, Yale Univerity Press/Whitney Museum of American Art, 2020.

Jaimes, Héctor (ed.) Fundación del muralismo mexicano. Textos inéditos de David Alfaro Siqueiros, México, Siglo XXI Editores, 2012.

Oles, James (ed.) South of the Border. Mexico in the American Imagination, 1914-1947, Washington/Londres, Smithsonian Institution Press, 1993.

Texto publicado en el número 312 de la revista Correo del Maestro, mayo de 2022.