Otr*s Mund*s: Del interés buenaonda por la alteridad al hacer institucional

Andy Medina. HUMANO ES LA CUESTIÓN.

Por Montserrat Fernández de Bergia

 

La segunda entrega de Otr*s Mund*s, inaugurada en noviembre de 2024 en el Museo Tamayo, reafirma una tensión que, más que contradicción, parece una falacia operativa destinada a perpetuar lógicas excluyentes. Más que un relevo para el arte joven, como pretende ser según las palabras de Magali Arreola, directora del museo, esta muestra parece ser una declaración tácita sobre las limitaciones ideológicas de la gestión institucional. Aunque el texto de sala propone un diálogo entre las condiciones ideológicas y experienciales del museo, lo que emerge con más fuerza es cómo las decisiones institucionales actúan casi como una obra en sí misma, que revela los límites de la apertura a la otredad y refuerza las dinámicas de poder hegemónicas. 

Un objetivo declarado de esta exposición, cuya curaduría estuvo a cargo de Aram Mushayedi, con la asistencia de Lena Solà, era explorar los procesos administrativos e institucionales que subyacen a lo visible. Sin embargo, en su intento de “evitar afirmaciones categóricas sobre las tendencias del arte contemporáneo en México” y apostar por una serie de encuentros, como indica el texto de sala, la actuación institucional demostró un delicado balance entre fomentar un interés superficial por la alteridad y evitar cruzar límites incómodos. Esto se tradujo en interrupciones y restricciones que afectaron a varios artistas participantes, como Elizabeth Carolina, Roja Romo, Sativa Sexactiva, Sandra Sánchez y Renata Petersen, cuyas propuestas revelaron los límites políticos de la gestión curatorial.

Estos límites no son azarosos. Las decisiones institucionales reflejan una estrategia más amplia: la apuesta por una neutralidad política que, lejos de ser inocente, funciona para estabilizar discursos hegemónicos aceptables. Ejemplos concretos incluyen performances incompletos, activaciones canceladas y obras excluidas. En este contexto, el gesto institucional de apertura se delata como un recurso para perpetuar estructuras excluyentes mientras se promete albergar un “cosmos” diverso.

Es tentador atribuir esta situación a villanos caricaturescos o gestores censores con intenciones deliberadamente maliciosas, pero sería un error. Lo que aquí opera es menos radical pero igualmente inquietante: las elecciones administrativas destinadas a garantizar la permanencia institucional. En este pliegue, donde arte y política convergen, la relación brilla con una luz fría y clínica, como la de un hospital. Las contradicciones que surgen son inherentes al sistema que sostiene el museo, exponiendo una fragilidad que no solo es evidente, sino también constitutiva de las instituciones culturales.

Magdalena Petroni. hiper-escena.

Una particular distribución espacial

Jacques Rancière en La división de lo sensible: Estética y política, aborda cómo las prácticas artísticas hacen “un reparto de lo sensible”. En poco: es un sistema de señales en el mundo circundante que evidencia dos cosas. Existe un común, a saber lo compartido por todxs y en ese común hay delimitaciones que definen sus lugares y partes: no todx va en todxs lados. Es una división que marca lo común y lo exclusivo. “El reparto de partes y lugares se basa en una división de los espacios, los tiempos y las formas de actividad que determina la manera misma en que un común se presta a participación y unos y otros participan en esa división”. Así dice el texto. Apela a la definición de ciudadano aristotélica puntuándole una pregunta previa a tomar parte en gobernar y ser gobernado: antes de asumir el lugar del ciudadano hay que preguntarse quiénes toman parte de dicha definición. No son todos. Pensando en el museo, ¿quiénes toman parte del común? ¿Quiénes toman parte de la infraestructura del museo? ¿Quiénes y de qué se puede hablar?

Y desafortunadamente ya sabemos quiénes no toman parte. En el todx hay un(xs) que no va(n) a ningún lado. El performance Estado de vulnerabilidad por parte de Hooogar, que debía cerrar la inauguración con toda la visibilidad que un evento de estos supone, fue interrumpido por cuestiones de tiempo y confusiones en los horarios. Pensando que el Museo Tamayo no es ningún organismo amateur, la incorrecta disposición de los espacios, tiempos y recursos sugiere un estilo de weaponized incompetence (incompetencia estratégica) que no es otra cosa que un modo de fiscalización. Entonces la pregunta avanza: ¿cuál es el proceso administrativo que culmina con la exclusión? ¿Cómo es que una decisión en esos términos reproduce una estructura de poder? Pienso que tiene que ver con la cultura laboral nacional, donde el “mundo del arte” está incluido.

Más allá de los objetos mercantiles de cada gremio, los modos administrativos en México están controlados por estados subjetivos, como el agrado o el desagrado, que, en teoría, no deberían mediar este ámbito de la gestión porque entorpecen un proceso pragmático y de organización. Por tanto, resulta más importante agradar al que paga que la consecución organizacional impecable de un proyecto. En otras palabras: vale más que quienes ponen el capital estén contentos, aunque eso implique incurrir en mecanismos chatos o “errores” ejecutivos. Su mayor valor radica en la dependencia de dicho capital para sostener el empleo, el trabajo, el quehacer. No es una cuestión menor, por eso es clave no villanizar.

Dije hace unos párrafos que las apuestas de gestión y, en ese sentido, institucionales revelan una preferencia por la falsa neutralidad política, a través de restringir el recibimiento y la visibilidad. Estado de vulnerabilidad, de Hooogar, evidencia esta tensión: la falta de comunicación entre el equipo curatorial y lxs artistas produjo errores que truncaron la correcta visibilidad del proyecto y muestran que el recibimiento es parcial: es una división de espacios que apela a la exclusión.

La política es también una división de lo sensible. De ahí su “estética”, según Rancière. Su definición del común se dirige a “ser o no visible en un espacio común, estar dotado de una palabra común (...) así, pues, tener tal o cual ‘ocupación’ define las competencias o incompetencias con respecto a lo común”. La ocupación no es necesariamente gremial, sino un locus político. Hay una serie de cuerpos que no serán traídos al común y, por tanto, las implicaciones de sus vidas no serán reconocidas ni, como en este caso, dueladas. Un clásico de Judith Butler. Y en esta exposición se expresó un estilo de censura en la obra de Sandra Sánchez que acompañaría a la de Andy Medina, por su abordaje del exterminio palestino. La respuesta de Sandra fue un performance que confirma la relevancia de su apuesta: una ética (de trabajo) en el arte. Independientemente de si el museo y la artista llegaron a algún acuerdo de resolución, es notoria la ausencia de esta pieza, sobre todo frente a otras (como la misma de Andy Medina y algunas de las que hablaré más adelante) que tratan elementos de justicia social.

En esta dinámica hay una administración del tránsito del común. Porque este común es, además, una institución. Las instituciones suelen procurar su historicidad porque lo acontecido sedimenta una identidad en términos de relevancia y, según esto se cumpla, de permanencia. Hay un saber hacer con y en el común que “garantiza” la relevancia y sostiene a la institución frente al porvenir.

Andrea Ferrero. All The King’s Horses.

Reforzar la hegemonía de lo agradable

Una de las muestras más poderosas de la relevancia institucional es su agencia para legitimar que implica una autorización a través de un reconocimiento: x es válida y valiosa. Autorizar es avalar que los sujetos actúen de ciertos modos en el mundo y los inserta en los circuitos de negociación de su competencia. El peso que tenga una institución puede calcularse fijándose en el alcance de sus autorizaciones. Dicha operación está detrás de la noción de relevo generacional: una serie de lugares valorados y exclusivos se desocupan y traspasan. De este modo se construye un hilo rojo que va tejiendo una apariencia de continuidad, conveniente a la permanencia institucional. A la sombra de una lógica similar se puede construir un cliché: una relación de poder es un meloso lugar común.

El problema de alguna noción de legitimación (porque se pueden imaginar otras) es su presunción absoluta. En principio, es una cuestión administrativa: sería un derroche explicar, cada vez, con qué partes de un discurso tal acuerda la institución y con cuáles no, y por qué. Es más accesible asumir una entera suscripción; algo legitimado bajo esta lógica, lo será completamente. Asimismo, lo silenciado será por entero.

Y al absolutismo no le gusta conversar. Encuentra su ethos (hábito en el mundo) en tener la última palabra.

Desde ahí, las decisiones se toman recargadas en falsos dilemas cuya centralidad es perpetuar una línea discursiva que funciona como identidad y condición de existencia. Un falso dilema muestra sólo dos opciones cuando hay más o las presenta como mutuamente excluyentes cuando no lo son. También responde a lo administrativo: ahorra recursos que, de hacer otra apuesta, tendrían que destinarse a otras cosas como la inventiva, por ejemplo. Economiza esfuerzos. Eso también buscan las instituciones: sin la piedra de toque del discurso permitido y avalado, parecen perder su consistencia e influencia.

Por tanto, la vara mágica-legitimadora es una herramienta sumamente competida. Los criterios para nombrar al poseedor del fiat lux son frágiles y ambivalentes. Surgen de una sensación común, reconfortante: el agrado. Cada parcela del mundo legítimo desarrolla sus nociones de lo agradable. Es inevitable: ciertas nociones de “éxito” y “prestigio” encuentran una fuente de energía si se adecuan a lo aceptable. De eso depende una concepción de “crecimiento profesional”. Las instituciones buscan reproducir el agrado para sostener la materia prima de su agencia: fondos, apoyo estatal, capital simbólico y otras cosas. De aquí la usanza de reiterar un discurso “funcional” hasta que algo pase (distinto del agrado). Acá, nuevamente, las decisiones se orientan en una lógica administrativa: un estímulo estético estabilizado por un discurso ecuánime y demure que no incomode a nadie. En estos esquemas es agradabilísimo denunciar problemas relevantes, pero fuera de la agencia institucional; da la impresión de hacer cosas en el mundo. Así, un falso dilema motivando el actuar de la institución del arte es o agradamos o perecemos. Un ejemplo son las activaciones que quedaron pendientes de ¡Sube, Pelayo, sube! O el Sísifo mexicano de Renata Petersen: damos apertura, pero no tanta que incomode; o la falta de espacios claros para las intervenciones de Hooogar, donde hay una resistencia a lo comunitario, propio de la institución neoliberal.

Renata Petersen. ¡Sube, Pelayo, sube! O el Sísifo mexicano.

Críticas permitidas

En el boletín difundido por el INBAL, Magali Arreola habla de esta serie de exposiciones como una muestra de solidaridad y cohesión en la comunidad artística. Frente al presente análisis, añadiría que esto sólo sucede bajo los términos absolutos del agrado institucional. Es una solidaridad selectiva y exclusiva. Si pensamos que la incompetencia organizacional refleja un saber hacer (o no hacer) con el común, entonces se puede sugerir que funcionó para esquivar una apelación a la acción política del museo: abrirse a discursos que le representan genuina alteridad por tocar las llagas de quienes sostienen el capital del museo.

Vayamos a las obras. En la exposición varias se aproximan a discursos críticos que en su momento fueron escandalosos, pero que ahora parecen ser más tolerados por lo hegemónico. Esto no significa, necesariamente, que pierdan crítica o profundidad; implica, más llanamente, que no le representan a la institución, por la coyuntura actual, algún peligro genuino suscribirlos. Sucede también a nivel empresarial con el pride month y responde a un ánimo de cooptar elementos de justicia social para sostener un ethos-buenaonda. Un ejemplo es All The King’s Horses, de Andrea Ferrero, que versa sobre el colonialismo y se cuestiona nuevos modos de abordar esta realidad a través de la munumentalidad. En una línea similar está HUMANO ES LA CUESTIÓN de Andy Medina, antes mencionada, que también aborda el colonialismo a tiempo que problematiza y amplía las definiciones de la experiencia humana. Por tanto, sería falso decir que la exposición como tal tiene una resistencia a la realidad política. Más bien administra las posibilidades de crítica según lo que consideran permitido, sin que represente demasiado riesgo, como es hablar frontalmente de Palestina.  La pregunta interesante sería, ¿por qué esta interpretación de los riesgos discursivos? ¿A qué responde ese latido institucional?

Lo que sí es claro, es que dicha línea de gestión concuerda con la cultura política y laboral nacional: preservar, agradar, ganar. Y para esto necesitas tocar temas “escabrosos”, como el colonialismo o lo queer, por cuestión de relevancia, pero cuidar que sea posible diluir las denuncias en algo más que haga contrapeso a la incomodidad por cuestión de permanencia. Buscarle ese algo más, ese otro pie al gato, es un plus tanto a la mera disposición de piezas en un espacio como a las obras en sí, entregando una serie de encuentros accidentados que reflejan mucho más la naturaleza de lo distinto que la forzada higiene institucional.

Hasta ahora expuse cómo en esta partida de la repartición de lo sensible, la división de los espacios respondió a un mecanismo administrativo. Lo administrado es una serie de falsos dilemas motivados por un tipo de relación laboral que, a través de reproducir lo agradable, busca mantenerse relevante y, en consecuencia, permanecer. Echar a andar esta serie y, sobre todo, llegar a su culmen y recompensa tiene un precio: la fiscalización y exclusión de lo que no contribuya al ethos institucional. La serie puede repetirse sin importar lo dejado de lado o disminuido. Así lo ha hecho.

En From the Critique of Institutions to an Institution of Critique, Andrea Fraser argumenta que representar a la institución como ente discreto y separado de “nosotrxs” tiene una función específica en el discurso: sostiene una distancia imaginaria entre los intereses económicos y sociales que atraviesan la actividad artística; y la eufemización de los contenidos, intereses (o desintereses) que justifican su existencia. La distancia permite puntos de llegada y de salida, donde la institución es lo deseable porque provee el valor de la legitimación, elemento imprescindible en el mercado (en su sentido más extenso). Queda inaugurada una relación laboral particular de la que dependen materialmente muchas personas. Es cosa seria, pues. Así, sustituir expresiones por otras menos disonantes es apelar al agrado y buscar una neutralidad que procura sofocar y tapar lo que hay que decir. Todo lo anterior refuerza una repartición del uso del común específica. Impide la circulación, detiene engorrosamente cualquier posibilidad de fisura.

Y si bien puede sostenerse indefinidamente, eso no es la eternidad. Esta exposición mostró las cacofonías de las prácticas institucionales que no le son exclusivas, sino sintomáticas de un problema mayor. Por eso, en este texto, es más relevante el actuar administrativo que las intenciones específicas detrás de él. A saber: sería un exceso especulativo afirmar las razones personales de los tropiezos en la gestión, si corresponden a una postura política determinada o no que suscribe tal o cual sujeto específico; lo que sí se puede afirmar es que una de las condiciones de posibilidad de la “contradicción” (como dice el texto de sala) o del falso dilema que pretende reflejar la exposición, es una maquinaria reiterativa de un estilo de hacer institución (de arte). El estancamiento discursivo sostenido en una administración pro-legado por continuidad termina por inmovilizar al organismo desde dentro. En realidad, echar mano de la exclusión signa una ausencia de agencia: un no poder hacer frente a su contradicción.

Dije hace rato que los ahorros podrían usarse en otras cosas, como la inventiva. Los atrevimientos son señales de potencia y posibilidad, ahogarlos es afirmar la propia caducidad. Una vía para permitir otro tipo de diálogos es cuestionar lo absoluto de la legitimidad y su consecuente autorización. La conversación requiere huecos y accidentes; un cuerpo impoluto es incapaz de meter las manos al lodo de lo vivo. Esta es ocasión de reconocer que la neutralidad esconde un afán de homogeneidad que esteriliza. Si pensamos la institución como un móvil y, por tanto, un viviente, quizá esa apuesta sea necia. A menos que sostenga otra cosa…

Texto publicado el 17 de enero de 2025.

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