autoexotismo Mexicano en la Bienal de Arquitectura de Venecia

 

Por Edgar Alejandro Hernández

 

Parafraseando a un clásico, hay cierto tipo de proyectos curatoriales y museográficos que sólo pueden describirse como la materialización de una pesadilla. La inauguración del Pabellón de México en la 18 Bienal Internacional de Arquitectura de Venecia revivió una vez más la monstruosidad que impone la representación de la identidad nacional como un ejercicio eterno de autoexotización, digno de los montajes que realizó el régimen de Porfirio Díaz a finales del siglo XIX.

El performance que acompañó el acto inaugural el pasado 18 de mayo resultó terrible por reiterativo y predecible. Por enésima vez vimos cómo el público europeo se entretenía con el folclore mexicano. En esta ocasión el espectáculo que animó al público fue protagonizado por dos parejas de bailarines que interpretaron la Danza de Catrines y Huehues. La escenografía representaba el baile de los viejos y para ello los intérpretes masculinos usaban las típicas máscaras de madera tallada con el rostro barbado y sombrero de copa. Su baile ocupaba la llamada Cancha de Basquetbol Campesina, motivo central del pabellón mexicano, para ocupar el espacio como una fiesta, según se dijo, “que encuentra en el ritual, una forma de descolonización y un profundo sentido de comunidad”. 

De acuerdo con los videos difundidos por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) en sus redes sociales, el baile de los viejos rápidamente se convirtió en un evento digno de cualquier fiesta de 15 años, que convirtió el pabellón nacional en un ridículo salón de fiestas para que el público bailara al ritmo de A la víbora de la mar. El entretenimiento no se limitó a la Cancha de Basquetbol Campesina, sino que luego los bailarines pasearon nuestro folclore con su alegría y baile por diferentes espacios de la bienal, fuera de cualquier contexto y con una bandera del Estado de Tlaxcala como único signo de identidad.

Cada que veo el video pienso en aquel montaje que realizó el gobierno de Porfirio Díaz en 1889 dentro de la Exposición Panamericana de Buffalo 1901, que incluía una sección llamada "Calles de México" y que consistía en una reproducción supuestamente realista de la arquitectura de un pueblo mexicano, la cual incluía un espectáculo en vivo actuado por indígenas mexicanos de verdad vestidos con trajes típicos. Como lo señala el historiador Mauricio Tenorio Trillo en su libro Artilugio de la nación moderna, “una exposición universal no sólo era un circo de arquitectura, sino de seres humanos”. Es ejemplar cómo en México no se ha avanzado nada en este tipo de prácticas. Hace 134 años el propio Díaz entendía que estos eventos exotizaban a los mexicanos, ya que autorizó que se enviaran indígenas mexicanos con la condición de que “no se les ridiculizara”.

Casi siglo y medio después la pregunta central es por qué el estado mexicano sigue insistiendo en este tipo de dispositivos, en un momento en el que el debate decolonial está más presente que nunca y en el que los artistas y arquitectos mexicanos han logrado un reconocimiento a escala global.

Resulta ejemplar cómo México, al participar en eventos como la Bienal de Venecia, sigue reproduciendo este prejuicio decimonónico que impone un cosmopolitismo, concebido como una homogeneización de todas las características y deseos humanos, al tiempo que sigue demandando una explotación de lo exótico. Como si para poder participar de estos eventos necesariamente se tuviera que pagar el derecho de piso, que consiste en volver cíclicamente a la mitología nacional de un país pintoresco que seduce por su indescriptible belleza y nada más.

En el caso de la inauguración del Pabellón de México la ecuación se vuelve terrorífica al vender al público extranjero un anodino baile que puede vivirse en cualquier fiesta en México, pero transfigurada artificialmente en una danza tradicional indígena de Tlaxcala, casualmente el estado favorito de la Secretaría de Cultura federal.