Por Cuauhtémoc Medina
En días pasados he publicado un par de intervenciones que tenían la intención de polemizar con dos aspectos que me preocupan de las actuales movilizaciones contra la gentrificación de la Ciudad de México.
En un primer caso, a propósito de la primera marcha espontánea en la zona de la Condesa y la Roma, me preocupó la desviación indeseable de algunos de sus significantes: el modo en que muchos tememos la tendencia al nacionalismo, y la xenoofobia que alberga señalar a ciertas comunidades o identidades como causa de problemas sociales como la gentrificación. Hubo otros que más inteligentemente que yo señalaron esa preocupación.
El segundo aspecto, a propósito de la última marcha que desembocó en Ciudad Universitaria, concierne a las formas de acción que ha adoptado esta protesta. Me escandaliza que un movimiento social ataque las infraestructuras universitarias, causando visibles daños materiales. Observaba el problema que resulta de que la supuesta acción directa se eche a andar de modo automático en nuestra escena pública, sin coordinación, y sin respetar los acuerdos públicos de las propias movilizaciones.
Va contra la costumbre matizar e incluso corregirse cuando es necesario. Admito que en mis maneras de hacer polémica, y sobre todo en las sacudidas que tocan el campo cultural, soy frecuentemente impaciente y falto en desglosar cuidadosamente la discusión. También me gana la tendencia a responder a la situación, y la herencia histórica que en muchas cosas represento. Me percato que hay dos cuestiones que necesitan aclaración.
Uno, es que el motivo de estas protestas no solamente me parece pertinente sino que es crucial en esta época: el extractivismo inmobiliario es una de las dinámicas más devastadoras puestas en práctica hoy día en todo el mundo. Tenemos una operación donde se unen el rentismo de propiedades, el capitalismo financiero, y los gobiernos en las dinámicas neoliberales con las que diseñan el supuesto desarrollo. El resultado es el empobrecimiento de los ciudadanos frente a la acumulación del capital, que como muchos saben tiene una de sus principales expresiones en la especulación inmobiliaria. El asunto es aún más triste en lugares como México, donde gobiernos que se presentan como izquierdistas en los hechos han continuado y ahondado las tendencias del neoliberalismo. La gentrificación vertiginosa de nuestras ciudades está produciendo una cantidad descomunal de violencia, angustia y destrucción. Es de celebrarse que en este momento surge en México un movimiento que desafíe la complacencia del oficialismo, que muestra que los conflictos no se plantean en la supuesta división entre los partidos electorales, sino en términos de la falta de soluciones reales para los problemas y angustias de la población.
Dos, lamento y rechazo que se interprete mi argumento como parte de la reacción que pide la intervención policiaca y la restauración del llamado “estado de derecho”. Precisamente, mi desacuerdo con la forma que han tomado las acciones directas y la cultura de desbordamiento constante en las movilizaciones tiene que ver con distanciarme de los métodos totalmente absurdos de la solución policial. Mi indignación por la falta de respeto que algunos compañeros muestran con la dinámica de las protestas, y el ataque que extienden contra la universidad pública y sus instituciones, corre exactamente en el sentido contrario: señalar que toca al movimiento social establecer su diferencia frente a esas tácticas problemáticas, y decir que nuestra única esperanza es que el movimiento social, y los estallidos sociales, sepan autorregularse. Es un síntoma del momento presente que la diferencia de esa posición sea ilegible tanto para actores como para espectadores y medios.
Si deveras pretendemos que la protesta no derive en criminalización, entonces tenemos por fuerza que imaginar a la protesta capaz de regular y definir sus acciones estratégicamente, entre otras cosas para poder escalar el conflicto cuando se hace necesario. El mero hecho de que las manifestaciones públicas sea custodiado por unas fuerzas antimotines que oficialmente no existen, es un hecho que deshonra tanto a la autoridad como a la protesta misma, pues hace suponer que los ciudadanos no somos dueños de nosotros mismos, ni del derecho de usar las calles para expresarnos.
En ese sentido, es tan triste o incluso peor que la confusión sobre los métodos y signos a los que pueden recurrir las movilizaciones se acompañe de la reacción irracional de que podemos obtener ayuda de la policía para restituir eso que se llama banalmente “la ley y el orden”. Por un lado, sucede que las movilizaciones en defensa de los derechos de las personas lo que están pidiendo es que se instituya una legalidad y un orden legítimos que corrijan el desorden institucionalizado que abandona a la ciudadanía en manos del capitalismo sin límites. Pero también porque es absurdo que en un país como México confiemos a la autoridad emanada de los partidos políticos que nos ofrezca protección y orden, y peor que pensemos que nos puede ayudar nuestra policía. Me extraña que especialmente frente a la situación militarizada de la doctrina policial del oficialismo, o al nuevo poder judicial que muchos vemos como extremadamente inquietante, pensemos que la aplicación de nuestro evanescente “Estado de derecho” pueda servir para solucionar el inmenso malestar político que representa el fracaso entero de la sociedad en proporcionar bienestar, seguridad y condiciones de vida a quienes, ciudadanos o no, vivimos en este territorio. Pensar en esos términos es desconocer lo mal que están las cosas. La idea de que la policía instaura entre nosotros el estado de derecho es tan falsa como pensar que romper una vidriera es revolucionario.
Por el momento, frente al desvío de métodos y signos de los movimientos sociales, nuestra única esperanza es que estos encuentren su propia capacidad de AUTORREGULACIÓN. Yo también asumo la necesidad de ese principio: hay que sumarse a pensar cómo, incluso a contrapelo de las tendencias sociales, lograr que la sociedad crítica crezca y madure. Yo quiero confiar que los y las manifestantes que abordan los problemas más dramáticos de nuestra existencia (la gentrificación, el extractivismo, el racismo o el machismo y la violencia criminal) puedan ver que les (y nos) conviene que decidan razonadamente sus métodos y acciones, abandonando la costumbre fracasada de la llamada “autonomía de acción”. La expresión directa de la furia puede llegar a ser comprensible, pero en este momento no construye, no suma, no convence. Incluso, a partir de un cierto punto —como me parece que sucedió en los ataques a Ciudad Universitaria— repele y desvía la atención. La ley del más fuerte es hoy patrimonio del fascismo global, querámoslo o no. Lo que planteo no es un debate moral, es un debate estratégico: ¿cómo actuar con contundencia sin abundar en el fascismo? Y un rasgo típico del fascismo es el simplismo de todo tipo.
Adicionalmente, tengo que insistir en otro aspecto de este problema: también los sectores que tenemos privilegios de muchos tipos, especialmente quienes tenemos privilegios culturales, y en primer lugar las instituciones culturales y educativas, tenemos que encontrar la manera de ser inteligentes en nuestros posicionamientos, sin dejar de bienvenir la protesta, solidarizándonos con ella, pensando incluso cuál es nuestra posición en ese debate, cómo nos compromete. Con esto, protegeremos desde una empatía crítica nuestro espacio común. Se necesita una nueva articulación de estos polos que están en crisis. Pero, para eso, tengo que insistir en lo siguiente: se necesita un espacio común, un reconocimiento de la legitimidad respectiva a la hora de polemizar estando de acuerdo en lo fundamental.
Retomo lo que expresé en mi última intervención —escrita en caliente, escandalizado por las imágenes de las acciones directas que me parecieron dramáticamente erróneas y la indiferencia de los participantes que asumen que la autonomía de un cierto grupo les hace inocentes de sus acciones— pero ahora de otra manera. Una de las posibles tragedias de la semana pasada es que Ciudad Universitaria, y sus instituciones culturales, se vuelvan carne de cañón de la confusión política y cultural. Ciudad Universitaria es un enorme privilegio común: es un lugar donde, relativamente, hemos podido vivir sin el acoso y peligro tanto de la criminalidad como de la policía. Ha sido el santuario para las protestas y para la oposición, para el acuerdo y el disenso, un espacio donde tiene lugar incluso la polémica política a través de la discusión científica o cultural: lo hemos vivido en los últimos años, incluso encarnándose en las discusiones que han surgido en el espacio universitario a propósito del oficialismo gubernamental. Atacar las instalaciones universitarias es un gesto que no carece de cierta cobardía, en la medida que por decisión histórica se encuentran desprotegidas de la fuerza pública. Ese razonamiento también se extiende al territorio de las instituciones culturales. La amenaza a esa relativa excepcionalidad es, también, una de las formas en que un territorio común está poniéndose en peligro, y no sólo el modo en que el espacio privado de los inquilinos y habitantes o comercios está siendo desplazado.
A pesar de sus insuficiencias o incluso de las desviaciones o de los problemas estructurales de la academia, ¿nos parece poco todo eso, en México? Mi interpelación a quienes realizaron esas acciones es la siguiente: si la manifestación desembocó en Ciudad Universitaria es probablemente porque existe cierta noción de que ese territorio es un lugar de protección, donde el Estado no puede hacer uso de su monopolio de la violencia, donde la criminalidad tiene más difícil operar y donde por lo tanto existe una especie de orden social e institucional autónomo que los cobija. ¿Tiene algún sentido orientar a ese territorio, sus autoridades, y los académicos y estudiantes, a oponerse a las movilizaciones? ¿Creen ustedes que es una buena idea atacar las infraestructuras y las instituciones de esa misma autonomía universitaria que les protege y, de hecho, favoreció literalmente que la manifestación pasada pudiera disolverse con garantías de seguridad? Usar ese privilegio violentamente es un disparate político mayúsculo, porque están ustedes convocando a las voces de todo signo que piensan que el Estado y la policía debieran suspender aunque fuera momentáneamente la autonomía del territorio universitario para restituir “la ley y el orden”. Favorecer esa opinión es ni más ni menos que atacar nuestro propio cobijo, el territorio cuyas instituciones tienen que ser siempre sometidas a escrutinio y crítica; pero atacarlas violentamente, paradójicamente, no nos hace más fuertes, sino que nos deja más desprotegidos, más a la intemperie.
La irracionalidad de unos y otros sectores coincide en pensar que es un problema precisamente ese espacio de ambigüedad, extrañeza y diferencia que constituye la autonomía universitaria, y de otro modo la aún más etérea noción de autonomía cultural: los unos porque quieren traer el ejercicio del poder y la fuerza del Estado fallido a un territorio de relativa autonomía, los otros porque no pueden percibir que ese espacio de diferenciación les es imprescindible.
Yo quiero ver una Ciudad Universitaria y unas instituciones culturales sin intervención policiaca: pero eso también pasa porque la protesta cobre conciencia, se autorregule, discuta de manera madura sus propios procedimientos, y no se reaccione de manera automatizada cuando ciertas debilidades o errores se señalan. Yo deseo un movimiento social que acepte discutir sobre estas complejidades y que tome decisiones maduras que lo-nos haga crecer. A cambio, ya lo he dicho, las instituciones culturales y académicas deberíamos implicarnos también en un debate limpio y constructivo donde la crítica no sea gesticulante ni meramente acusadora, que no reproche sino que reconozca la legitimidad fundamental de la protesta en nuestro país y contribuya a colocar siempre en el centro de la discusión las exigencias y las preocupaciones que han originado las movilizaciones.
Porque, finalmente, un efecto indeseable de la discusión sobre los modos de la protesta suele ser que ese debate subsume o directamente desplaza los contenidos de la protesta. Me hago corresponsable también de que esto no suceda: creo, por el contrario, que si la protesta sobre la gentrificación tiene como fondo la pregunta por cómo preservamos nuestras comunidades políticas y cómo nos reconstruimos como sociedades dañadas, entonces el problema de cómo protestamos se tiene que plantear también de una manera que conecte con ese mismo fondo: cómo nos confrontamos tejiendo, sumando, ampliando, transversalizando. Ganando sociedad y comunidad política. Y en este caso entendiendo que en “nuestro territorio” también tenemos que defender el espacio de protección, ambivalencia, y divergencia, no afiliada, de la cultura.
Por lo mismo, debo expresar, esto sí con suavidad, cierto escepticismo a quienes creen que los museos como instituciones deben afiliarse al movimiento social. Pedir a las instituciones culturales y sus directivos firmar declaraciones como si fueran personas, en lugar de estar contentos de que sus integrantes en lo individual participen, en la medida de lo posible, en la discusión de los problemas sociales y culturales, es un despropósito: para empezar, porque ninguna de esas instituciones es libre de otras estructuras de decisión, frecuentemente menos permeables a nuestras peticiones o presión moral. Si el personal de los museos, por simpatía, decidieran afiliar a los museos a nuestros movimientos, sería eventualmente contraproducente. Va a encontrar en los poderes políticos, económicos y administrativos, razones para pedir exactamente lo mismo: que se afilen a sus intereses, que obedezcan la línea presidencial, que expresen los puntos de vista de los patronos. El poder que ellos pueden ejercer es mayor que nuestra exigencia moralista sobre su personal. Por consecuencia, lo que más conviene a los movimientos sociales y la crítica, es su falta de afiliación institucional, y que en cambio sean el recinto de los debates que acompañan como caja de resonancia crítica al momento social.
Lo mismo sucede con la Universidad misma. La fantasía de que la UNAM antes fue “de izquierda” y ahora no, es una patraña que no se sostiene históricamente. Sucede que, más bien, fue el lugar de incubación y reflexión de una multitud de ideas y movimientos. Si su autonomía desapareciera, ya por su subordinación al gobierno o por volverse un botín electoral más . Es su complicación interna, como institución y comunidad, lo que impide que sea una mera extensión de los negocios, o que se alinee a la voluntad de la presidencia y sus ideologías muy peculiares.
Yo sé que muchos compañeros discrepan de que el arte y la producción cultural tengan una relación indirecta con la política y quieren que sean instrumentales. El tema da para un argumento mayor, pero yo sugeriría a los colegas que protejan ese escondrijo también. Si lo llegaran a reclutar, inmediatamente se los arrebatarán. Que la institución cultural no sea relativamente autónoma no beneficia a la protesta: favorece al poder, y es un rasgo también que participa del fascismo, en última instancia. Un tema muy difícil es que, de hecho, bajo el gobierno de Morena, y en otras organizaciones, el espacio de politización efectiva bien puede irse cerrando. No percibir ese endurecimiento parte de sobrevalorar lo que en muchas ocasiones han sido operaciones derivadas de tácticas complicadas de politización de la cultura. Que la confrontación pueda encontrar espacio de reflexión en el campo artístico no es un hecho ganado, sino un trabajo invisible y complicado.
Para bien o para mal, estos serán tiempos de confrontaciones. Más nos vale aprender cómo vivirlas con racionalidad para politizar correctamente nuestra emocionalidad y para de veras obtener resultados. Todo esto es complejo y sí, es ir contra la fuerza de gravedad. Esto lo escribo también para mí: para ver si podemos cambiar todos, madurar, y salir de la sensación de desesperación simple. Quiero imaginar que en nuestros distintos campos es posible incluso sorprendernos de lo que podemos llegar a hacer y ser, pues políticamente lo radical es cómo logramos refutar nuestros destinos e identidades.
(Agradezco las conversaciones y debates de los últimos días, en vivo y remotamente, que me han permitido afinar mis juicios en torno a todo esto: los que me favorecen, tanto como los que no)
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Texto publicado el 1 de agosto de 2025.