Por Edgar Alejandro Hernández
Hay ocasiones en que los títulos de las exposiciones dicen más de lo que aparentan. Es el caso de Futuros arcaicos, muestra curada por Andrea Torreblanca, quien fue nombrada este año como nueva directora del Museo Tamayo. El poco imaginativo oxímoron remite no sólo a una selección de obras modernas y contemporáneas de las colecciones públicas del Estado, sino que concentra una política cultural arcaica, vertical y domesticada por un oficialismo cultural dominado por la ideología de un partido hegemónico.
La exposición me llevó a la década de los 90, cuando personajes como Teresa del Conde estaban al frente del Museo de Arte Moderno y lo normal era que la directora se presentara con exposiciones curadas por ella misma. A finales del siglo pasado la curaduría no se ejercía como un campo poblado por profesionales que se habían educado para dicha actividad. La distinción entre curadores y directores se consolidó con el cambio de mileno y fue un diferencial que llegó a México como un signo de madurez ante la institucionalización del arte contemporáneo.
En el caso del Museo Tamayo, esta distinción se relajó en los últimos años, pero las anteriores directoras, la mayoría curadoras de carrera, no asumieron el puesto e inmediatamente se presentaron con una exposición firmada por ellas mismas. Magali Arriola, antecesora directa de Torreblanca, se esperó tres años para firmar una muestra como curadora y directora del Museo Tamayo.
Más allá de obviar la falta de agencia del nuevo equipo curatorial, encabezado por Abril Zales, lo que Futuros arcaicos muestra es cómo el gobierno en turno privilegia la estructura vertical (casi militante) a la hora de definir la programación de los museos nacionales bajo una lógica lineal y jerárquica. El protagonismo de la directora/curadora no es excepcional, sino sintomático de lo que ocurre en todo el aparato cultural del Estado. Siguiendo la línea de mando dentro de la administración pública, no es un secreto la fuerte injerencia de Alejandra de la Paz, directora general del INBAL, en la programación de los museos. Sin ofrecer demasiadas explicaciones, la cabeza de sector pide exposiciones sobre pueblos originarios, mujeres indígenas, futbol... lo que sea necesario para apuntalar una política partidista que ha convertido la cultura en propaganda.
“–¿Qué hora es? –La que usted ordene mi general”, se escucha como eco a la hora de imaginar cómo llegaron a la maravillosa idea de presentarse como nuevo equipo del Museo Tamayo con una muestra curada por la misma directora.
Porque hay que decirlo, Futuros arcaicos tiene la belleza de lo anodino, con una segura selección de obras que no levantan la ceja de nadie. Volviendo al título, la muestra bien se pudo llamar “museografía arcaica” o “curaduría arcaica”, porque recuerda a los viejos montajes que todos vimos a finales del siglo pasado. Resulta todo un déjà vu de aquellos años en los que los directores operaban como virreyes en sus museos, reciclando no sólo los mismos muebles sino también las mismas ideas.
Lo que también nos dice Futuros arcaicos es que en el INBAL aprendieron bien la lección tras los últimos escándalos mediáticos en museos públicos. Nunca más vivirán una controversia por presentar animales dentro de una exposición o por aludir a sectores vulnerables de la sociedad. Todo en la muestra se da en una teatral y apacible forma que ha encandilado a varios colegas, obnubilados por la iluminación, las alfombras y la dramática museografía que no aporta nada a la lectura de las obras, pero que embellece artificialmente las salas, que está “más cerca de una experiencia histórica que a una experiencia comercial”.
Cuando leí en redes que el curador James Oles calificó esta exposición como “The smartest and most impeccably curated and installed show in Mexico City right now” imaginé el bodrio tras su cortesano comentario. Pero lo que no preveía era que el efectismo de la muestra llega al absurdo de cancelar la posibilidad de leer las cédulas de las obras, el medio básico de comunicación de una exposición. Presencié cómo los guardias del museo deben prender una linterna cuando los visitantes se acercan a algunas de las cédulas, invisibles ante la oscuridad que se impone en la sala. Y la poca iluminación no se justifica porque haya un video o proyección, todo lo contrario, aquí lo que se priorizó son pinturas y esculturas en el sentido más tradicional del término.
Uno de los problemas que reitera la muestra es esta obsesión por emparentar obras modernas y contemporáneas como si fueran fichas del mismo ajedrez. Parafraseando a un clásico, la curaduría parte de la falacia acrítica de que pasado y presente son la experiencia de lo mismo.
Sin entrar en el obvio problema derivativo, el entuerto curatorial se anuda más cuando se pone una escultura de Isamu Noguchi junto a esculturas de Gabriel Orozco, o pinturas de Joan Miró en el mismo muro donde se cuelgan máscaras de Damián Ortega. El parentesco no sólo resulta injusto por la dispar manufactura entre las obras modernas y contemporáneas, sino que además tienen el efecto secundario de desmontar la mitología posmoderna de los artistas contemporáneos.
En una entrevista realizada en 2013, le pregunté a Gabriel Orozco sobre la obvia alusión modernista de sus esculturas de piedra (incluidas en Futuros arcaicos) y su respuesta fue: “No pensé en eso, no eran mi referencia la escultura modernista”. Doce años después Torreblanca materializa mi intuición y machimbra piezas de Orozco con la obra de Isamu Noguchi. Ambas esculturas no sólo están dispuestas en sala una flanqueada a la otra, sino que la cédula las registra casi como si fueran la obra de un solo artista.
“Esta exposición reúne a artistas modernos y contemporáneos que encuentran su inspiración en lo arcaico, lo cósmico y lo mitológico como posibles escenarios para imaginar el futuro”, afirma Torreblanca en el texto de sala. Me niego a aceptar que esto represente el futuro; sin embargo, reconozco que ese lenguaje arcaico que despliega la muestra es el mismo que nos formó a finales del siglo XX y que ha regresado, no para reivindicar a figuras relevantes y olvidadas, sino como daño colateral de una política cultural que moviliza a disciplinados alfiles del régimen en turno.
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Texto publicado el 25 de julio de 2025.