ROMA Y EL SILENCIAMIENTO DE LO SUBALTERNO*

 

Por Iracema de Andrade 


El encuadre cerrado sólo permite ver algunas de las losas del piso. Nada más. Los pájaros cantan y un perro ladra a lo lejos. Unos pasos anteceden al gesto que sigue: el estrépito de una llave que se abre para llenar una cubeta de metal. De pronto, el sonido del agua explota en el recinto. Se apodera del primer plano sónico-narrativo para expandirse por el suelo y revelar el reflejo del cielo siendo recortado por un avión. Esta pequeña ventana que se abre mágicamente en el piso del patio también permite entrever la larga escalera de metal que conduce a la azotea de la casa. Los sonidos de las turbinas y del líquido se entrelazan poéticamente para desaparecer en un largo y ruidoso remolino que escurre por la coladera. 

 

Así inicia la película Roma (2018), del director mexicano Alfonso Cuarón. El diseño y edición de audio de su obra encierran un trabajo preciosista y virtuoso, el cual tiene la capacidad de ubicar al público, a través del sonido, en el interior mismo de sus distintas escenas. Esta sensación es lograda de manera magistral a través del sistema envolvente Dolby Atmos, el cual permite generar una inmersión sónica tridimensional en las salas de exhibición cinematográfica. En la película, podemos apreciar diferentes objetos sonoros moviéndose de manera independiente y con intensidades disímiles por el espacio acústico. Gritos, explosiones, disparos, susurros y los más variados eventos sonoros fluyen al derredor de la audiencia de una manera casi real, asemejándose a una experiencia sensorial palpable que a la vez expande y sobrepasa la bidimensionalidad de la imagen proyectada en la pantalla.

 

Juegos sónicos que inducen a una sensación acústica de fondo y superficie, con desplazamientos hipnóticos de casi 360 grados, permiten resaltar los pequeños detalles en la manufactura del audio en este trabajo. La protagonista y su novio asisten a una película en el antiguo Cine Metropólitan y sorpresivamente el espectador de Roma logra “escuchar” el ruido del proyector de la época al fondo de la sala, como si acompañara a los personajes en la función. En los diálogos familiares las voces de los niños cruzan la sala de cine, reproduciendo sus desplazamientos dentro de su hogar. Las olas del mar ejecutan un crescendo furioso que acompaña a la protagonista en su irrumpir en aguas agitadas durante el clímax de la tensión dramática del filme.

 

En la película no se recurre al tradicional music score. En su lugar, la banda sonora de Roma está conformada exclusivamente por sonidos diegéticos. Estos sonidos, los cuales son generados dentro del espacio fílmico narrativo, tienen una estrecha relación con las memorias de la infancia de Cuarón, pasada en la Ciudad de México, durante los años 70. Los recuerdos vividos en la casa estilo art decó de la colonia Roma se mezclan con el canto de canarios, voces de pericos, ladridos de perros, grillos en la noche, gritos de niños, el radio de pilas que reproduce los éxitos del pop de la época y el claxon del Ford Galaxy de su padre. El agua al ser servida en un vaso, brotando de la regadera, escurriendo en el fregadero, la lluvia, el granizo al caer y el crepitar de las llamaradas de un incendio. Todo es ampliado para revelar macroscópicamente y de manera meticulosa el desarrollo espectromorfológico de cada uno de estos objetos sonoros.

 

Otra dimensión del campo sónico, que de manera indiscutible se convierte en uno de los grandes protagonistas de Roma, es el paisaje sonoro de la Ciudad de México de aquellos años. El director hace uso de sus reminiscencias sónicas para crear la “banda sonora” de su película, la cual se enmarca de manera especial en la Calle de Tepeji. A lo largo de la historia, cada vez que se abre el portón de la casa familiar hacia el espacio público, se pueden vislumbrar marcas sonoras eminentemente mexicanas. Algunas son representadas por los pregones de vendedores que vocalizan líneas melódicas peculiares con contenido semántico directo como: “Mieeeeeel de colmenaaaaaa”, “Periódicos, fierro viejoooo”. Otras tienen la complejidad de códigos específicos dirigidos a la comunidad local que los puede interpretar de manera inequívoca, como la campana del camión de la basura, el silbido del carrito del vendedor de camotes, la flauta cromática del afilador o la campana de la iglesia. Finalmente, otras marcas sonoras son reminiscencias de prácticas musicales que han perdurado hasta el día de hoy, como el trompetista de la calle y los tocadores de organillo manual portátil, o explicitan un momento histórico específico del país, como la anacrónica banda de guerra de alguna escuela secundaria cercana.