Saliva, de José Eduardo Barajas
Por M. S. Yániz
Aunque en los últimos años ha expuesto pintura, José Eduardo Barajas (Ciudad de México, 1990) es un artista que, con estrategias conceptuales, busca producir experiencias estéticas metareflexivas de las formas de ver y recordar. No a lo Clement Greenberg: pintura sobre la auto consciencia de ser pintura; sino, tal vez, a lo Allan Kaprow: ¿Qué implica hacer, recordar y ver la realidad?, ¿cómo se produce una experiencia de mundo?
Dejarse llevar en Saliva se antoja una experiencia visual vasta, aunque me pregunto si todos los elementos producen el acontecimiento pictórico o si sólo lo espectacularizan en función de los cuadros. Como si su autor quisiera convencernos de su importancia. Ser artista, sin abocarse a una disciplina, no implica tener que hacer arte total.
Entré a la galería Peana alrededor de las 13:00 horas viendo hacia el poniente. Lo primero que noté fue la luz de las ventanas superiores, dando hacia el centro de la galería, proyectaban algunos rayos fuertes de luz. Vi de reojo las 16 pinturas de 130 por 95 centímetros, colocadas modularmente formando una línea en la contra esquina de la puerta de entrada al espacio. Antes de entrar, saltó a mis ojos una especie de magia óptica en la que la refracción de la luz (los colores del arcoíris) se elevaron del suelo como formas geométricas en función de las líneas de luz proyectadas por la ventana.
Antes de poder procesar el evento saqué mi celular para tomar una fotografía y fue entonces que desmonté el efecto. Se trataba de un mural a piso y pared baja de la descomposición física de la luz: módulos de formas geométricas que se corresponden con las ventanas de la galería. Los lienzos sobre la pared, desde donde comencé a ver, también parecían una serie de destellos. El efecto funcionó. ¿Pero qué era todo esto? ¿reforzar la idea de que en pintura accedemos a una especie de esencia de la visualidad y la luz? ¿Insistir en la posibilidad de la pintura de ser contemporánea? Asistir en tiempo real a la rematerialización de la física que posibilita lo pictórico.
A pesar de todo: la pintura. El formato del lienzo se mantiene pese a la iconoclastia, la destrucción del arte, su desmaterialización, la difuminación de disciplinas, conceptualismos noventeros, fin y recuperación del autor, pugna con los medios audiovisuales y de difusión masiva y todo lo demás. La pintura como espacio de ceremonia de la autoreflexión burguesa. Trato de no pensar en eso mientras sigo bajo el velo de la ensoñación mágica del efecto de la luz del poniente sobre la colonia Roma Sur, pero lo pienso. Renegar de la potencia de la pintura parece un prejuicio posmoderno, sostener la pintura como principio legitimador del arte parece conservador.
No parece errado decir que Saliva parece una muestra de pintura de paisaje. ¿Pero paisaje de qué? Parece fotografía de paisaje y una luz de ensueño. Parece pintura de fotografía de paisaje y un trampantojo. La exposición consiste de 16 pinturas con colores y formas de la naturaleza. Específicamente plantas, árboles, agua, gotas y dos gatos. Un mural de luz natural y una instalación sonora. Me preguntó qué tipo de relaciones están colindando con sus pinturas. Qué tipo de pensamiento pictórico hay ahí. Si siguen siendo pinturas o si no, ¿qué tipo de imágenes son? Si son sólo una remediación o qué sucede.
Las imágenes de Saliva datan la naturalización o pérdida de diferenciación que la reproductibilidad y sobre abundancia de imágenes han hecho a nuestro sentido de realidad a nivel nemotécnico. Al menos a generaciones cuyo contacto con la gran capa de información e imagen en dispositivos electrónicos es permanente. En un primer vistazo se puede suponer que las pinturas expuestas son fotografías, que parten de ellas y representan lo que ahí vemos. Es decir: Un día Barajas salió a tomar fotografías, regresó a su estudio y las pintó. En ese gesto transmedial podríamos decir que el artista domina la técnica de la pintura y su arte consiste en mostrar que la pintura aún tiene el papel de representar a pesar de la fotografía. Otra opción sería que trabaja con imágenes preexistentes en algún formato (impreso o digital) y de ahí ilustra lo que ya existía en la gran capa digital de imágenes del mundo. Ésta última opción puede ser, salvo por la petición de intimidad que las obras exigen.
Algunos de los nombres de las obras son Taxqueña 4pm, Cuemanco Shadow, Pasto Cuernavaca o Picacho Ajusco. Todas de 2023. Nos indica que las pinturas son índices de un momento determinado en la vida del pintor quien creció y vive en el sur de la Ciudad de México. Lo cual también podría ser un engaño, pero asumamos que así es.
Las imágenes tampoco son sólo la vida del pintor en Taxqueña a las cuatro de la tarde. Otra capa les sucede y las hace abstractas o no realistas. La abstracción e irrealidad entendida como la negación de la correspondencia entre lo que uno puede ver en el mundo –digamos real– y lo que está en el lienzo denota que se trata de otra cosa. No que esté presentando otro referente. Lo que las pinturas datan es la imposibilidad de establecer una correspondencia clara entre regímenes de realidad, virtualidad y técnicas que en el cuerpo del pintor aparecen acopladas casi indistintamente. Las obras ensayan paisajes interiores de la idea de naturaleza y espacio del propio pintor, quien responde a un modo epocal de neo-memoria.
Insisto en que me parece que lo que sucede en estas obras es casi generacional, una afección particular en el horizonte de comprensión. Patologías del semiocapitalismo dirá Franco “Bifo” Berardi. En los lienzos de Barajas hay una mezcla amorfa entre memoria, referente, archivo, imagen digital, sueño onírico, recuerdo borroso infantil, imaginación y fotografía análoga, digital –tanto de iPhone, como de 35 mm o gran angular. Las técnicas que solían corresponder a un uso, aquí se pierden en función de lo que podríamos llamar el objeto de la imagen en general. Porque son cuadros; bastidor, lienzo, colgado a la pared para ser visto por un sujeto reflexivo, etcétera. Pero lo que ellos sostienen es la imagen en general. Es preciosa, pero aterra que estemos en un punto epistemológico que no pueda discernir entre el recuerdo, la idea de sucesos y objetos, los objetos y eventos, sus fotografías y la lexicalización de todo eso. No es que la distancia correlacionista entre mente y realidad haya sido cierta, pero veo las pinturas y no sólo no hay discernimiento, denotan un estado del mundo que es sólo eso: imagen. Imagen icónica sin fondo. Signos quebrados que se desvanecen en la experiencia absoluta de ser goce sensible.
Taxqueña 4pm puede ser una imagen que evoca la sensación de la zona urbana de Taxqueña a las cuatro de la tarde, pero también puede ser la idea de cualquier árbol. Otro elemento es que las luces que Barajas pinta sólo son posibles por la mediación de ciertos lentes de fotografía, cristales que refractan y descomponen la luz como el ojo no podría. Sin embargo, uno ve las imágenes y dice: claro, así se ve la luz frente a una planta. Aunque ese conocimiento sólo lo hayamos visto por accidente al tomar una foto y justo ese momento fue una mala toma, porque esos rayos en fotografía suelen producir contraluz y anulan la posibilidad de representar los objetos que posiblemente hayas querido representar. Por ser pintura, y no fotografías, se puede mostrar el destello y los objetos al mismo tiempo. Entonces José Eduardo está haciendo otra cosa, algo más interesante. Está pintando algo así como la luz aprendida culturalmente. Ello es la luz como posibilidad de visualización mediada por la práctica vital –y virtual, constante de estar reproduciendo imágenes del mundo. Si la vida diaria no consistiera en estar tomando fotografías y hacer toda experiencia imagen, posiblemente esta exhibición no fuera posible. Es porque la realidad se media como imagen que Saliva tiene sentido.
Si el mundo es imagen, ¿cómo vemos el mundo? Pasamos a la otra pieza. El mural parece estar representando el negativo de los paisajes que nos presenta en las pinturas, su reverso. Las pinturas son una forma de naturaleza –y naturalización de la imagen– en un nivel interior, íntimo. Mientras que el mural es el negativo: si uno ve a contraluz el sol, éste lo ciega y no puedes ver las formas del mundo. Necesitas distancia de la luz para ver. En cambio, el mural es el paisaje de la pura luz, el reverso de las formas. Tal como Piero Manzoni hizo la base del mundo. Se trata de gestos que nos sitúan en el cosmos. Remarca esta idea que conforme pasan los meses y la tierra continúa su órbita, los colores fractales de la luz pintada dejan de corresponderse con la luz real de las ventanas. Este fallo que se acentúa con el tiempo remarca la idea de ser un mural del sol en un tiempo y espacio hiper-específico. Así, Barajas nos expone a dos modos de experimentar la visualidad; como catástrofe de la memoria colectiva e individual y como autoconciencia de orbitar el mundo.
La muestra logra no sólo un discurso sólido y contemporáneo desde y con la pintura, sino que realmente sucede algo especial en términos visuales. Pero quiere ser más. El tercer elemento de la muestra es una pieza sonora creada en colaboración con Xpan. El texto curatorial nos dice que fue “concebida a partir del estudio de la luz en el espacio y el monitoreo de aplicaciones para predecir el clima”. Individualmente es placentera y en términos musicales desconozco si la factura de la obra es buena o no. Pero en el conjunto de la muestra me hace sospechar.
El artista no se restringe a un medio y opera en una medialidad expandida. Pero específicamente el elemento musical con pinturas sobreestetizan la experiencia. Detonan desencuentros. Las pinturas de Barajas utilizan una técnica que recuerda a Gerhard Richter y la instalación de sitio específico o mural abre un diálogo que va de Gordon Matta-Clark a Ana Bidart cuya conciencia de la luz solar es latente. Estos artistas fueron críticos o con la institución o la tradición. En más de un sentido establecen una forma conceptual de arte político. Readaptar algún guiño, un modo de hacer tal como Barajas para llevar a cabo un discurso artístico propio no sólo es bueno, sino deseable. Mas el elemento sonoro, que me lleva a la estetización y la autocomplacencia, me hacen preguntarme si todo el camino recorrido no regresa estas técnicas a la espectacularización de la singularidad y la pérdida de límites entre regímenes de imágenes que fue crítico con los valores burgueses.
El 26 de julio, Barajas escribió en su cuenta de Instagram: “Dejé de escuchar música mientras pinto. La relación coreográfica cuerpo/imagen que se va expandiendo y contrayendo a lo largo del lienzo parece tener más sentido sin imponer un estado de ánimo artificial. El sonido ambiental del sur de la Ciudad de México delimita una geografía, un paisaje sonoro”. Sin embargo, en la muestra quiere imponer ese estado. Lo cual desentona con los principios del mural de sitio específico. ¿Querrá decir que en la Roma Sur no hay sonido ambiental, que no hay paisajes sonoros ahí o que son mejores los del sur de la Ciudad de México? Entiendo que el gesto fue llevar, quizá, el estado abstracto e inasible de los sonidos “reales” con los que el pintor pintó, mostrar el proceso sin imagen.
En Saliva la experiencia sobre lo visual se distrae con lo sonoro. No generan armonía ni colaboración, en la reiteración se opacan. Y la experiencia sonora ambiental desaparece del sitio específico. La pista produce ruido a nivel artístico. El afán virtuoso se convierte en ansias de ser más y más contemporáneo y la relación coreográfica con la memoria y el negativo del mundo se autotraiciona en su juego con artificios. No oí ningún sonido de la Roma Sur pero vi el sol.