Fetiches de la condición apolar
Por Ricardo Pohlenz
Guillermo Santamarina es una referencia que se abre y se desdobla a distintos campos y asumidos. Diría, un poco para molestar, que es una variable entre constantes, volátil en los términos en que puede serlo un gas, veloz y probablemente inflamable, entregado a una intuición que ha corrido a la par de la oportunidad, en el sentido que le dan los chinos. El caballo estaba ahí y se montó, luego se bajó, se quedó sentado viendo la lontananza y luego, levantó los ojos para luego ponerse de pie, y volverse a montar. El cuento funciona de manera similar si sustituimos al caballo por una moto, un tren o un auto deportivo, siempre queda el andar por andar, diría que sin mirar atrás, pero mirar se vale, lo que no se vale es regresar.
Disgrego y me disperso, lo sé, y aún, sigo viendo las distintas tomas que harían de Mil hilos. manifiesto en contra de las imposiciones tediosas (Alias, 2023), libro de conversaciones tenidas con Mauricio Marcín, un roadmovie atomizado que revisa la memoria mientras se avanza de manera inexorable a lo que vendrá después. El camino en cuanto extensión y descubrimiento, en tanto sublimación, como una de tantas apropiaciones convencionales de las que se ha alimentado la cultura mediática del imperio después de haber lanzado la bomba. Decirle imperio me hace pensar que, en las apropiaciones que hace de Kurosawa, George Lucas pretendió ser subversivo, invocando la redención desde el lado oscuro de la fuerza.
Y es precisamente eso, como referente, que nos ha sido vertido, desde la bomba, como juego de virtudes y vicisitudes que justifica, ante Dios, la última aniquilación, y sé que exagero, entre apolar y apolítico –citando y derivando el nombre de la muestra– no va ni cabe más que una asociación, ni de aquí ni de allá, en abolición de campos magnéticos y posturas ideológicas. Insisto en la asociación, usar postura me remite inmediatamente a las posturas que toma Guillermo Santamarina como parte y extensión de su obra, Champe de bataille, así en francés. Lo veo, sentado o recostado rodeado de la red modular armada con rectángulos cosidos de tela verde estampados con un patrón de bombas –que son también píldoras o peces– en el suelo o sobre un camastro, y más que interactuando, siendo la obra misma, en momento presente; quedará documentada o no, detenida en el tiempo, pero un momento después no estará, no será lo mismo.
Es en ese espíritu, supongo, que va interviniendo la pieza, moviendo los rectángulos cosidos de tela a manera de paneles o patrones, configurando nuevos mapas y situaciones, redefiniendo extensiones y alcances, siendo los territorios siempre distintos pero la pugna una y la misma. Diré que hay una vocación invasiva, el cubo blanco debe ser conquistado, roto, transformado, liberado, ser puesto en otro lugar. Los rectángulos de manta sirven, a su vez, de funda a pequeños discos de vinilo, que se abren más como signo que como contenedor. Queda siempre la posibilidad de sacarlos de sus fundas y leer el impreso de las galletas en aras de evocar –en la imposibilidad presencial de reproducirlos– esos contenidos, falta saberlos para evocarlos, y más bien, creo que guardan una intención apocalíptica, como resabio –de por sí de contenedores que han perdido su utilidad–, convertidos en una forma de parsimonia –una forma tenida por el ruido de habitar el espacio– frente a versiones cada vez más etéreas y eficientes.
Los discos, encontrados o descubiertos, están ahí para ser sacados de su funda, ser revisados, sin la posibilidad de saberlos más allá de una explicación que los remitiera a los mecanismos que definieron una suma de cotidianos. Faltaría llevar alguna reliquia sesentera, un tocadiscos portátil en el que reproducirlos y volverlos a descubrir en su uso, contradiciendo este último, sin ser émulo del surco, la rueda y el ruido ambiente, pero conteniendo, a pesar de sí mismo, estos contenidos. No seré el único que, teniendo la referencia de su pieza emblemática, Frei von jedem schaden (que se traduce como Libre de todo daño) presentada en la Celda Contemporánea en abril de 2006, le resulte irresistible e inmediato traerla a cuento.
Los discos de vinilo proyectados contra el muro blanco inscriben y componen la partitura de un ruido inmanente, algo que existe solo en el momento en que lanza los discos (como puede apreciarse en el video del performance donde la volvió a realizar en agosto de 2013 durante la inauguración de la exposición Estado alterado, curada por Sol Henaro para el MUAC). La selección que hace es minuciosa, tanto para los discos de vinilo que lanza contra el muro como los que va reproduciendo –a manera de banda sonora– en una tornamesa. Algunos se rompen y caen, otros van quedando insertados en el muro. Hay un poco de suerte pero también intención en que suceda una cosa u la otra. El proceso es arduo y el artista, que viste de etiqueta, acaba por quitarse el saco y desanudar la corbata. Al final, queda insertada, inscrita, escrita, una partitura en el muro. Una partitura que se replica –desde otro lugar pero con la misma intención– en el mapa que constituye su Campo de batalla.
No es casual que uno se traduzca del alemán y otro del francés, pensándolos –insisto– desde la carga simbólica de su carácter objetual, enunciados y anunciados como fetiches, como recipientes de un contenido que se nos ha vuelto trascendental: la era atómica. Sea el hongo que se expande hacia arriba en el horizonte o sus contenedores, uno de uranio y el otro de plutonio, que permanecen en el inconsciente colectivo como una promesa de redención: una finalidad última –valga la tautología– alcanzada con el exterminio. La bomba atómica se dice y se reconoce, cual nueva heráldica, según su lugar y su fondo se deja leer, como mecanismo sublimado de un maniqueísmo que pervive desde la propaganda como objeto de consumo. Las bombas, dibujadas con cinta azul sobre periódicos soviéticos, nos sirve de reliquia de un orden mundial en constante transformación. No podemos sino reconocernos en la bomba, la que no deja de producirnos un arrobo cuasi religioso, una verdad aprendida más allá de su promesa, que llevamos a cuestas –cual nuevos peregrinos- en tanto aparición.
Seguimos siendo contemporáneos a la bomba, en el centro de la sala se levanta un templo, así literal. Con estructuras de fierro pintadas de amarillo, magnetos, serigrafías en lino (que la repiten hecha patrones) y un objeto encontrado (cartel en el que puede o no verse un proyectil o una hamburguesa), la instalación revisa los vínculos sagrados entre guerra fría y sociedad de consumo, vueltos a actualizar en tiempos recientes a partir de varios conflictos nacionales que se remontan a los primeros años de la Era Atómica, a la que nos referimos –insisto– todavía con arrobo. El templo es abierto –anunciado– con el bastón de mando de Leonardo Morales, su compañero por treinta y cuatro años, una nueva reliquia más bien personal, ofrecida al mundo: una vara de fierro pintada de amarillo adornada con alambre y con una rueda al piso.
Guillermo Santamarina la describe en la cédula como una “Construcción para el análisis abstracto de la protección de la integridad personal en una circunstancia de acotación del espacio funcional, económicamente provechoso, y para la suscripción de un tránsito facticio (acorde a Toni Negri) en espacio y tiempo institucionales en categoría crítica. Un despliegue paradójico para la reflexión del concepto de “resiliencia” en una exasperación revolucionaria, de deseo y pasión estética.” Esto –dicho de manera tan elocuente– sirve de manifiesto, pero también viene a resumir el espíritu general de la muestra. El entrecomillado que le da a la resiliencia nos remite a nuestra capacidad de adaptación más que a la sobrevivencia –que se nos vende todavía– en términos tanto de azar como de voluntad de poder.
Es precisamente eso, tiempo, lo que invade esta exposición, un recinto portabilizado dedicado al tiempo, dispuesto a moverse, llevarse a la calle a pasear e invadir otros espacios –públicos y privados– sutil en sus ironías –a pesar de la violencia de sus contenidos– nos recuerda y nos impone, de manera apabullante, nuestra propia transitoriedad cuya permanencia –si la tuviera- la guardamos en el momento presente en objetos paradójicos que guardan una energía. No hay revisión o actualización posible, la obra de Guillermo Santamarina brilla en el momento presente –radioactiva– sublimando el peso de sus referencias para constituir un santuario del fin de los tiempos. Cabe agradecerle ser esta vorágine, este momento presente, misma que nos lleva, seducidos, a la abolición del templo desde el templo mismo.
Es algo que visto se deja escuchar, abierto en su ruido al silencio.
Fetiches de la condición apolar, de Guillermo Santamarina, se presenta en Le Laboratoire, del 6 de febrero al 3 de abril de 2024.
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