Toma general de la 36ª Bienal de São Paulo.
Por Baby Solís
“Brasil no es para amateurs.”
—Dicho popular¹
Confieso que antes de visitar la 36ª Bienal de São Paulo tenía algunos prejuicios. Su título no era para nada alentador: “Nem todo viandante anda estradas” (No todo caminante recorre caminos) ², y me hacía pensar en “Stranieri Ovunque” (Extranjeros en todas partes), la más reciente –y fallida– Bienal de Venecia. Ambos nombres juegan con la idea de movimiento, migración y pertenencia; figuras en tránsito que parecen destinadas más a la metáfora poética que a un eje curatorial sólido. También temía encontrarme con otra acumulación de gestos identitarios sin un hilo conductor que rebasara el ser “la otredad” para el Norte Global. La Bienal de São Paulo, fundada en 1951, es la segunda más antigua del mundo. Surgió del esfuerzo de Brasil en la posguerra por situarse en el centro del diálogo cultural internacional, con la intención de rivalizar con Venecia y amplificar voces de América y otros lugares.³ En sus inicios, esto era un gesto vanguardista; hoy, todo gran evento de arte contemporáneo que se precie centra su atención en “voces de otros lugares”: la Bienal de Berlín más reciente se tituló Passing the Fugitive On, la de Sharjah To Carry, la de Kiev, Near East, Far West. Se nota una insistencia en destacar lo fugitivo y lo no occidental.
Una de las tareas de la crítica es liberarse de las preconcepciones —¡qué fútil viajar nueve horas solo para intentar comprobarlos!—, así que entré a la Bienal con buena fe y la mente abierta. Si hubieran puesto mi corazón en una balanza contra una pluma, este habría flotado. Desafortunadamente, lo que encontré fueron unas cuantas obras potentes, pero que eran parte de un conjunto que se siente repetitivo.
El pabellón Ciccillo Matarazzo —obra modernista de Oscar Niemeyer, inaugurada en 1957 como sede de la Bienal de São Paulo dentro del Parque Ibirapuera— da la bienvenida con dos obras de gran formato que buscan imponer su presencia desde el primer momento, cumpliendo con lo que se espera de un evento internacional con los ojos del mundo encima. De estas, sólo una alcanza realmente ese impacto: la radiola —sound system— de Gê Viana. Su reggae de Maranhão llena la sala, activa el cuerpo y combina sonido con collages que representan la diáspora negra, logrando un efecto sensorial contundente. La otra obra, aunque de gran escala, no alcanza la misma fuerza: me pregunto por qué Precious Okoyomon no pensó su instalación específicamente para el espacio de la Bienal. En su práctica es habitual que construya jardines con flores, plantas, musgos y árboles que evocan la colonización y el desplazamiento de pueblos. Los ha presentado en el Arsenale de la Bienal de Venecia (2022), en la feria de arte Frieze en Nueva York (2021) o el Luma Westbau en Zürich, donde tuvo su primera exposición individual en 2019. En esos contextos, introducir kudzu —una planta trepadora invasora originaria del sur de Asia— y paisajes artificiales tiene sentido simbólico, pero en Brasil —con su propia historia de colonización y un evento que ocurre dentro de un espacio natural como el Parque Ibirapuera— la misma estrategia suena repetitiva: parece que la artista está siguiendo una fórmula pensada para el Norte Global, y aquí la obra no termina de funcionar.
La experiencia decae aún más conforme se recorre el pabellón pues todo se vuelve monotemático y confuso: textil, textil, textil, textil con video, textil con sonido, pintura de gran formato, más textil, alguna instalación destacable y un puñado de fotos interesantes dispersas por aquí y por allá. Se sienten intercambiables, una repetición que diluye la individualidad de las piezas. La mediación es casi nula: no hay cédulas fáciles de localizar frente a cada obra, y en las columnas solo encontramos mapas de sala y un texto general sobre el núcleo temático —o “capítulo”, según la terminología de la Bienal— que estamos viendo. Las zonas se delimitan con largas cortinas de colores, un recurso museográfico que desafortunadamente compite con las obras y les roba protagonismo, pues varias son también textiles colgados de manera semejante, como en las instalaciones de María Magdalena Campos Pons y Maxwell Alexandre.
Una de las estrategias más usadas en los textos críticos para no ser excesivamente duros es dedicar unas líneas a lo que se encuentra valioso. Aquí está esa enumeración: El video musical espectral de Andrew Roberts, las crisálidas de Berenice Olmedo, las palmas caminantes de Rebeca Carapiá, las fotografías de Mao Ishikawa sobre la relación entre mujeres de Okinawa y soldados estadounidenses, los vellos púbicos de Huguette Caland, los delicados textiles de Hessie, las pinturas de deidades maoríes de Raukura Turei, la moda y la samba en Heitor Prazahares… todo eso está ahí, entre todo ese revoltijo. Las buenas piezas son capaces de sobrevivir incluso a una mala curaduría. Podría haberme detenido en ellas pero lo que me interesa no son tanto las piezas en sí, sino analizar el entramado conceptual, museográfico y poético que la Bienal quiso proponer. Porque una curaduría no es solo la suma de obras, sino las conexiones que se establecen entre ellas: la sensibilidad para leer el espacio, el despliegue de pensamiento en las salas, y cómo lo visual, lo sonoro, incluso apelaciones a otros sentidos, y los textos se combinan para generar significado.
Antonio Társis.
Maxwell Alexander.
“No todo caminante recorre caminos” me genera dos sensaciones: que buena parte es bullshit (—o mero artspeak—) y que simplemente no estoy capacitada para decodificar algunas de estas obras. En el último capítulo de la Bienal, lo que parece mostrarse son esencialmente historias de superación: la brasileña Maria Auxiladora, hija de granjerxs y con 17 hermanxs, que tuvo su primera exposición individual apenas tres años después de fallecer; Chaïbia Talal, obligada a casarse a los 13 años, perdió a su hijo y enviudó tiempo después, pero logró convertirse en la primera artista marroquí con una carrera internacional (gracias a un curador francés, según el texto de sala); la pintora indonesia I Gusti Ayu Kadek Murniasih “Murni”, quien sobrevivió al abuso sexual de su padre y logró consolidarse como referente del feminismo artístico en su país; el migrante argelino Hamid Zénati , que se estableció en Alemania y cuyos sorprendentes textiles eran conocidos únicamente por amigxs y familiares hasta que llamaron la atención del sistema del arte; Nzante Spee, quien, pese a no poder ganarse la vida como artista en Camerún, desarrolló un lenguaje visual propio. La lista podría continuar.
Todo esto plantea una pregunta inevitable: ¿qué tipo de crítica puede aplicarse a piezas cuyo valor no radica en un mérito artístico tradicional, sino en cómo desafían o desacreditan la noción misma de “crédito”? Es como si la curaduría de la Bienal quisiera insistir en que esto no es arte en el sentido habitual, sino algo que se sitúa más allá: proviene de lxs diosxs de la tierra, de los espíritus orisha, de la justicia que le debemos a los pueblos o de su lucha emancipadora. En esa lógica, lo que termina predominando no es tanto la crítica como la reverencia: ¿Cómo juzgar algo que opera fuera del relato occidental del arte, cuando la crítica fue concebida históricamente como un dispositivo de evaluación dentro de ese marco? ¿Será que solo nos queda es el consenso, asentir todxs, estar de acuerdo en que ya no existe el arte, sólo la vida, que la de lxs autorxs supera con creces a cualquier escuela formal, estilística o discursiva? Quizás nos convenga reconocer los límites de la empatía como criterio estético.
Aun así, estas obras siguen formando parte de un evento que conserva la etiqueta de Bienal y que, en última instancia, opera dentro del sistema occidental más tradicional del arte: equipo curatorial, catálogo de la exposición, fiesta de inauguración, visitantes internacionales, prensa, prestigio y museografía. Al final de No todo caminante recorre caminos, está escrito: “Esta Bienal concluye con la tesis inicial de la exposición: la belleza misma es política y, para lxs desposeídxs del mundo, la belleza es resistencia; para ellxs, un poco de belleza lxs haría más humanxs”. La belleza de lo roto, lo inacabado y lo arruinado pero también “la belleza en el nacimiento y en la muerte, la belleza en la creación y en la destrucción, la belleza del tiempo y lo atemporal”.⁴ ¿De veras tanto alboroto para concluir que el valor más tradicional posible, heredado desde la antigüedad griega, terminó siendo el eje de la Bienal? Por favor…
Todo texto crítico pudo haber sido otro. Por una razón sencilla: el principio básico de la crítica es hacer preguntas y dudar, incluso de las ideas que una misma ha desarrollado al escribir. También podría haberme detenido en cómo esta Bienal coloca a África en el centro, en la oportunidad que ello representa para conocer artistas poco visibles en México, en cómo pensar el arte bajo otros principios rectores distintos al de la obra maestra. Pero preferí no hacerlo.
Juliana dos Santos.
Jardín de Precious Okoyonomon.
¹: Agradezco a la curadora Luana Kayode por presentarme este dicho de su país.
²: El título completo de la Bienal es No todo caminante recorre caminos: De la humanidad como práctica. No puedo evitar que me recuerde a Jesús es verbo, no sustantivo de Ricardo Arjona y a Caminante no hay camino, se hace camino al andar de Antonio Machado, interpretada por Nicho Hinojosa. En ambos casos, la frase funciona como un gesto pseudo poético: algo que debería ser acción, no solo teoría. Que quede claro: ser un evento de arte no convierte automáticamente este planteamiento en algo más profundo que un arjonismo. Me temo que estamos ante otro Piolín teórico.
³: Así es como textualmente la describe Biennale.com, sitio especializado en bienales de arte todo el mundo: “Founded in 1951 by industrialist Ciccillo Matarazzo, it emerged from Brazil's post-war ambition to position itself at the center of international cultural dialogue, creating a platform that would rival Venice while amplifying voices from the Americas and beyond”.
⁴: Fundação Bienal de São Paulo. (2025). Nem todo viandante anda estradas: Da humanidade como prática [Catálogo de la 36ª Bienal de São Paulo] (p. 232-3). São Paulo, Brasil: Fundação Bienal de São Paulo.
Marlene Almeida.
Radiola de Gê Viana.
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Texto publicado el 26 de septiembre de 2025.