Imaginario político y neurototalitarismo: Acompañando a Imágenes [Y cómo contestarles], de Sara Eliassen
Por Irmgard Emmelhainz
Primero mostrada en Kunsternes Hus en Oslo en 2023 y ahora en el Laboratorio de Arte Alameda, Imágenes [Y cómo contestarles], de Sara Eliassen, es una instalación que comprende seis pantallas colocadas en andamios en la capilla de ese espacio. En las pantallas se muestra una variedad de pietaje filmado por Eliassen a lo largo de casi diez años de viajes a México. En una de las pantallas, aparece la artista guiada por el periodista Sergio Ocampo mientras que visitan estaciones del viaje que hicieron los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa antes de ser desaparecidos el 26 de septiembre de 2014; en otra, Eliassen habla con estudiantes de Disidencias y Mujeres Organizadas FFYL en la UNAM, cuando las alumnas tomaron la facultad para denunciar impunidad a la violencia de género en el campus y vemos también pietaje del zócalo durante una marcha del 8 m. Una tercera pantalla muestra a Eliassen junto con el periodista Heriberto Paredes mientras viajan a zonas rurales en Michoacán para hablar con gente que formó policías comunitarias como una manera de resistir a la dominación de los cárteles y despojo de tierras por corporaciones globales mineras. En otra pantalla, vemos a Eliassen atravesando Tijuana en un coche mientras conversa con la teórica Sayak Valencia sobre la condición fronteriza de la ciudad, el feminicidio, transfeminismo y necropolítica. Una quinta pantalla muestra pietaje de una conversación entre Eliassen y el Felipe Ehernberg. Más bien, Ehrenberg se echa un monólogo manexplicador; y así, Eliassen incluye un sobre voz que complica sus implicaciones como extranjera en su propio pietaje y montaje. La sexta pantalla que es la central muestra pietaje de una discusión mediada por Eliassen con artistas, activistas, periodistas e intelectuales mexicanos en el Centro Cultural Tlatelolco, centrada en la violencia y en las imágenes.
El objetivo de este texto no es analizar la pieza (lo cual hago aquí) sino que este texto funciona como compañero de la instalación de Eliassen, elucidando la “imagen de (violencia/resistencia) del México contemporáneo” dibujada por la yuxtaposición de las imágenes filmadas y editadas por Eliassen. Estas reflexiones parten de mi libro La tiranía del sentido común: La reconversión posneoliberal de México (Debate, 2023), como el pietaje y montaje de Eliassen. A su vez, su pesquisa surge en 2015 a partir de una indagación sobre las implicaciones de la “verdad histórica” oficial sobre las desapariciones de Ayotzinapa. La idea de “verdad histórica”, se hace más relevante cuando Donald Trump gana las elecciones en 2016 e instaura un nuevo régimen planetario de medios y redes sociales de “posverdad”, “hechos alternativos” y algoritmos generadores de burbujas de contenido a la medida de cada usuario azuzando la polarización y el odio en redes sociales. Es decir, en retrospectiva, la “verdad histórica” que obnubila lo ocurrido en Ayotzinapa en 2014, representa la transición de un régimen de poder “democrático” que pasa de gobernar desde el antagonismo, libertad de expresión y consenso manufacturado, a un ecosistema mediático polarizado atravesado por un imaginario político populista, desmemoriado, a-histórico y de fake news. Bajo este más reciente régimen, el gobierno opera a través de los ópticos, es decir, manipulando la percepción pública o de un grupo de gente de alguna situación, acción o evento. Esto lo hace principalmente a través de la enunciación y diseminación de gestos o comentarios simbólicos que, a su vez, comienzan a ser comentados sin fin en la infoesfera generando cámaras de resonancia de opinión.
La infoesfera es un campo de fuerzas constituido por elementos internos y externos, hechos reales e interpretaciones hegemónicas y contra-hegemónicas de estos hechos. Franco “Bifo” Berardi ha nombrado a este campo sensible de fuerzas la “infoesfera” [1]. La infoesfera reúne signos, símbolos, imágenes e información que circula en los medios de comunicación masiva, redes sociales, las industrias culturales y la psicoesfera. Como los medios masivos hace treinta años, la infoesfera hoy juega un papel clave en el funcionamiento de los gobiernos contemporáneos (democráticos, totalitarios o mixtos).
En nuestra era de la “posverdad”, las ideologías han dejado de ser estables y legibles (de izquierda o de derecha) y las experiencias políticas, más que en la realidad vivida, ahora tienen lugar mayoritariamente en línea. En este contexto, el imaginario político es una estructura colectiva que organiza la imaginación y el simbolismo de lo político más allá de las instituciones y sus actores. Además, hay que tomar en cuenta que hasta 2023, antes del genocidio en curso en Gaza, y después de China y Myanmar, México era el tercer país más peligroso para ejercer el periodismo en el mundo, con 163 periodistas asesinados y 32 desaparecidos desde el año 2000. En 2022, México registró ataques a periodistas o a centros de medios cada 13 horas[2]. En el contexto de violencia periodística y de vulnerabilidad de voces que buscan transmitir la verdad, las noticias se reducen a diseminar una selección de eventos que confirman una percepción hegemónica de la realidad que reverbera a través de opiniones y comentarios en redes sociales. Esto quiere decir que los medios de comunicación masiva y las redes sociales se han convertido en una cámara de resonancia en la que predomina un enfoque o una pluralidad de enfoques determinando la percepción de las acciones simbólicas y factuales de los políticos. Entonces, ¿cuál es la “verdad” que compartimos y consensuamos? ¿Dónde la encontramos, si para empezar se ejerce la censura contra el periodismo? Lo que registra el proyecto de Eliassen, es el pasaje a lo largo de los años de la visión utópica de la sociedad civil de la democracia que cuestiona la “verdad histórica” a través de la libertad de expresión, al establecimiento del actual régimen sensible neurototalitario centrado en el gobierno a través de los ópticos y las fake news que llama a generar nuevas maneras de consensuar las verdades que rigen la moral y brújula de un colectivo más allá del ámbito virtual.
En las democracias, el imaginario político se afinca en la posibilidad del antagonismo y la oposición como fuerzas correctoras de los excesos del poder. Sin embargo, a finales de los 1980s, Noam Chomsky acuñó el concepto de “consenso manufacturado” para distinguir a los medios de comunicación masiva en la democracia y la propaganda totalitaria y autoritaria. De acuerdo con Chomsky, bajo los regímenes totalitarios, la información circula imponiendo una única verdad desde arriba, censurando y reprimiendo otras verdades. En cambio, bajo las democracias, los medios de comunicación masiva promueven la libertad de expresión. Chomsky observa que la función de la libertad de expresión la manufactura de consenso implica simplificar y circunscribir los debates sobre temas críticos en aras de mantener el statu quo hegemónico. Esto significa que la enunciación bajo libertad de expresión tiende a excluir información que podría cuestionar o problematizar ciertos intereses de mercado o de Estado, limitando a la información a los polos antagonistas del statu quo. En este aparato, los “expertos” y “opinionistas” guían la “opinión pública”, lo que Chomsky llama “la manada desconcertada”.[3]
La tecnología aumentó el poder de los medios de comunicación masiva. Con el Internet, la información toma una forma más sofisticada e intrusiva que en el régimen totalitario de “consenso manufacturado” de Chomsky, porque está hecha a la medida de cada usuario. Berardi llama la digitalización de la información “neurototalitarismo”: Por un lado, los ciudadanos han sido transformados en usuarios, cuentahabientes y consumidores. Por otro lado, los algoritmos que me alimentan la información que busco, resultan en data que generan una burbuja personalizada de información diseñada para engancharme. Ello ha llevado a nuevas formas de racismo y polarización intensificados, ya que las noticias hoy funcionan monetizando la presencia de los usuarios creando polarización extrema desatando las pasiones tristes de los usuarios. Este fenómeno ha sido llamado “post-periodismo”, y significa que, ya que los medios de comunicación han perdido ganancias con la publicidad y necesitan monetizar la participación de los usuarios en el Internet, lo hacen generando furia y odio, usualmente dirigido a uno u otro grupo de gente. Para muchos, las noticias es la manera de tener acceso al mundo y la ira se ha convertido en moneda de cambio[4].
Si Chomsky definió la manufactura de consenso como verdades que nos hablan de realidades acotadas artificialmente por los medios de comunicación para favorecer al poder, el neurototalitarianismo distribuye verdades relativas de acuerdo con los deseos (y algoritmos) de cada usuario. El poder opera por lo tanto seleccionando, excluyendo y diseminando eventos que estructuran el presente que cada uno de nosotros percibe. Dirigiendo la percepción individual, se aplica una posibilidad de realidad entre muchas posibilidades, invisibilizando al resto.
El imaginario político ha sido profundamente afectado por la mediatización masiva del espacio público, pero más por su digitalización y el neurototalitarianismo. Podemos definir al imaginario político como la capacidad humana de generar sentido compartido y darle sentido a un mundo en común que pueda asegurar la subsistencia de todos sus habitantes. Primero, porque el neurototalitarismo ha creado fragmentación y polarización extrema en la infoesfera. Segundo, porque confunde el horizonte de posibilidad política y el horizonte de deseo colectivo, por ejemplo, los eslóganes: “terminar con la corrupción”, “llamar a un referendo de los proyectos de extracción de recursos” o “sacar al ejército de las calles”. Tercero, hace difícil discernir la diferencia entre tomar una postura política en redes sociales y la acción política real.
En México, el statu quo o la forma de consenso manufacturado que predominó hasta antes del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, fue la percepción que el estado neoliberal “era” una forma adulterada de gobernar que fracasó en remediar los males de la precarización, exclusión, desigualdad, seguridad y escasez, la profundización de la desigualdad, incremento de la pobreza que vino con la liberación de mercado. Esta percepción se basó, por un lado, en la experiencia del desmantelamiento progresivo del estado de bienestar por medidas de austeridad y por las políticas de privatización que han estado operando desde los 1980s. Por otro, en la actualidad de la corrupción sistémica de actores políticos e instituciones públicas. Bajo los regímenes llamados “neoliberales”, se percibió que nuestro estado adulterado (o en algunas regiones, “fallido”) gobernaba a través de la corrupción, omisión, indolencia y falta de acción. Esta percepción se tradujo a un “fetichismo de estado”, que consideró al Estado como una entidad abstracta homogénea completamente responsable por los males del país: desde las desapariciones forzadas a la crisis de soberanía alimentaria, la falta de agua o combustible y seguido, la catástrofe medioambiental.
En México, la liberalización de la pesada mano del estado implicó un paquete de reformas neoliberales dentro de una política democrática y culturalizada. Esto significó que las fuerzas de la sociedad civil fueron impulsadas a establecer una cultura democrática de libertad de expresión, la cual fue abrazada por la tolerancia oficial. Al centro de este movimiento se encontraron los ideales de la “diversidad”, el empoderamiento de las mujeres, los derechos LGBTQ+, el reconocimiento de los derechos y voces de los pueblos originarios, reclamos medioambientalistas. En México, por lo tanto, el espíritu del neoliberalismo estaba ligado al desarrollo, emancipación, cosmopolitismo, multiculturalismo y los valores progresistas del liberalismo. La neoliberalización en México, además, como en el resto de América Latina y otras antiguas colonias, implicó su reconversión en territorios de conflictos sociales mayores sobre derechos territoriales, recursos naturales y agua. Estos conflictos se han intensificado por la actual expansión post-neoliberal del régimen de la frontera extractiva. En otras palabras: en los últimos 35 años, el Estado facilitó el acceso de corporaciones multinacionales a la tierra, minerales y otros recursos.
Para ello fue necesaria la llamada “Guerra contra las drogas” [5] declarada por el presidente Felipe Calderón en 2006. De acuerdo con Dawn Paley, esta guerra fue en realidad una forma intensificada de la “doctrina del shock”[6] que toma la forma de guerra civil y desaparición forzada[7]. El objetivo es generar pánico y terror para facilitar el desplazamiento de poblaciones urbana y rural y poder generar cambios en la propiedad de la tierra lo cual, a su vez, facilita el extractivismo[8]. Bajo esta lógica, la violencia que impera en el país no es el resultado de la “Guerra contra las drogas” o la disputa del territorio de los carteles, sino que es fruto de los ataques de grupos armados contra los ciudadanos, con la meta de reforzar el control sobre sus territorios para que puedan perpetuar terror real e imaginario al tiempo que facilitan proyectos de infraestructura y extracción de recursos subcontratada por corporaciones trasnacionales. Es decir, organizaciones criminales como Los Zetas o Guerreros Unidos son el vehículo a través del cual se salvaguardan los intereses económicos del estado y de las corporaciones[9].
Antes de la guerra contra las drogas, en los 1990s empieza una epidemia de feminicidios al norte de México. Cientos de mujeres pobres trabajando en maquiladoras fueron asesinadas, y la libertad de expresión garantizada por la democratización del país dio lugar a un desfile sin fin de muertes violentas y una sucesión sin fin de escándalos políticos en los medios de comunicación masiva y en las industrias culturales. Para el final del régimen de Enrique Peña Nieto (2012-2018), la hegemonía del neoliberalismo sustentada por la libertad de expresión y cultural, había caído en una grave crisis de legitimidad[10] empapando al imaginario político mexicano tanto fetichismo de estado como de una realidad gore.
Es decir, el filtro a través del cual han sido comprendidas y procesadas las violencias en la imaginación política mexicana han sido las narconarrativas. Su mensaje principal es que el estado ha sido rebasado por los poderes trasnacionales de las pandillas criminales y que el gobierno ha perdido soberanía sobre su territorio. Pero la verdad, esta idea de “estado fallido” (en sí una versión del fetichismo de estado), no es nada más que la ruptura entre la maquinaria del Estado-nación y sus ciudadanos al ser reinscrita al servicio del extractivismo capitalista heteropatriarcal trasnacional. Las narconarrativas se originan en la cercanía discursiva entre el periodismo, literatura, arte y cine para construir un imaginario popular afincado en fuentes oficiales. Su función principal es la de privatizar problemas políticos y económicos que en realidad son colectivos. En otras palabras, las narconarrativas diseminan historias personales de individuos víctimas singulares de la violencia criminal. En general, las narconarrativas comunican los mantras neoliberales: “cada quién por sí” y “ráscate con sus propias uñas” y que, por supuesto, el estado y sus instituciones y el ejército son corruptos. Esto ha creado otra figura en el imaginario político mexicano: la de “la víctima de (la indolencia) Estado”, la cual es una figura homogénea y no-diferenciada en términos de raza, género o clase social. Entre otras cosas, esta figura invisibiliza la lógica de racialización detrás de las formas neoliberales de violencia.
Habría que mencionar también que además de operar a través de la racialización de las poblaciones, el neoliberalismo transformó a las instituciones del estado de bienestar en una variedad de elecciones de consumo ofrecidas por el privado (o al privado en asociación con el público). Este mercado se caracteriza por sus cualidades diferenciadas. Está por ejemplo, el Doctor Simi, la cadena de farmacias con consultorios que recetan medicinas muy baratas (y a veces de muy mala calidad o de origen dudoso) y lo que queda del sistema de salud público que se está desmoronando por falta de financiamiento que contrastan con las carísimas megacorporaciones trasnacionales privadas que ofrecen servicios de salud como el ABC o Médica Sur. La transformación del estado de bienestar en mercados implicó, además, la conversión de los ciudadanos en clientes los cuales, en vez de derechos, ahora tienen intereses y deseos. Por ejemplo: en gente que busca consumir alimentos procesados baratos importados o productos orgánicos saludables y producidos localmente, o los que se interesan por comprar lo mejor que el mercado pueda ofrecer en términos de educación, salud, habitación o lo de mayor calidad que se puedan pagar. Esta diferenciación de la ciudadanía se traduce también a filas VIP en bancos y aeropuertos. El tener que esperar para que te atiendan para recibir un servicio significa que no has trabajado lo suficiente para tener acceso VIP. En suma, el libre mercado anuló hasta la posibilidad de igualdad, mientras que el sistema capitalista florece en la destrucción y despojo estableciendo una contradicción entre los derechos humanos y el sistema socioeconómico. Hay otro sector de la población, el de los “no-ciudadanos”, cuyas vidas han sido precarizadas por la guerra necrocapitalista que el estado está librando contra ellos a través de milicias paramilitares subcontratados o con impunidad garantizada. Si ciudadanos son gobernados a través del biopoder, los no-ciudadanos (o poblaciones redundantes, desechables, la underclass), son regidos a través del necropoder.
En este contexto, los cinco eventos o imágenes figurados por Eliassen en Imágenes [Y cómo contestarles], son emblemáticas del imaginario político del México contemporáneo: La desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, en la que la verdad histórica del gobierno basada en una narconarrativa fue contrapuesta contra las demandas de los familiares de las víctimas de violencia sancionada por el estado. Ostula, que es una comunidad en Michoacán que se autogobierna desde que expulsó a las instituciones de gobierno y a las organizaciones criminales de su territorio con la policía comunitaria. Están también el tsunami feminista y la frontera de México y Estados Unidos, y la visión modernista de los pueblos originarios representada por la visión del artista Felipe Ehrenberg en su discusión con Eliassen.
Ayotzinapa es emblemático de la verdad manufacturada: no la verdad histórica de la narconarrativa impulsada por el estado, sino el contrahegemónico: “Fue el Estado”. Esta consigna implica el fetichismo de estado que obvia las demandas políticas de los estudiantes, figurándolos como víctimas de la violencia de Estado en vez de agentes politizados en contra de las mineras y megaproyectos que asedian sus comunidades en Guerrero. Ostula como movimiento social no es legible en la imaginación política del México actual como ejemplo de resistencia efectiva contra el gobierno y corporaciones depredadoras. Tijuana ejemplifica la división trasnacional entre el norte privilegiado y el sur global precarizado habitado también por poblaciones redundantes sujetas al necropoder. El tsunami feminista representa el enlace para movilizarse en contra de la violencia de género, el despojo extractivista y el cambio climático. El pietaje en el que Eliassen entrevista a Felipe Ehrenberg, revela la visión modernista de los pueblos originarios. Vemos a Ehrenberg mostrarle a Eliassen un fragmento de La danza del hipocampo (2014), un documental de pietaje encontrado de Gabriela Rodríguez Ruvalcaba, en el que vemos a niños chiapanecos sostener cámaras de cine mientras que oímos en el sobre voz acerca de la creencia de los pueblos originarios chiapanecos que la imagen fílmica y fotográfica atrapan el alma de las personas. Este pietaje nos ofrece la imagen etnográfica de un México pre-moderno confrontado al ideal de nación conformada por “sujetos modernos” (con fe en las tecnologías de la imagen). Ehrenberg señala que este ideal de nación ahora es obsoleto con la globalización y por la falta de soberanía de México sobre su territorio. La secuencia con Ehrenberg evidencia el límite y obsolescencia misma del ideal moderno de nación, con la etnografía como herramienta para imaginar a las poblaciones originarias.
Para entender los eventos o imágenes filmados por Eliassen, tenemos que irnos cincuenta años atrás: en los 1960s y 1970s, en los llamados “Países del tercer mundo”, se estaban librando luchas revolucionarias. En África y Asia, tenían como objetivo independizarse de las colonias europeas e instaurar gobiernos socialistas. En América Latina, grupos armados por todo el continente le declararon la guerra al Estado para también establecer regímenes socialistas y aliviar el llamado “subdesarrollo”, percibido como el legado negativo de la colonización. Como respuesta a la guerrilla, se lanza en México la “Guerra sucia”, clasificada como terrorismo de estado en contra de opositores y comunistas en la Ciudad de México, Sinaloa, Chihuahua, Nuevo León, Jalisco y especialmente, en áreas rurales en el sur del Estado de Guerrero. Luego de las protestas estudiantiles en 1968 que culminaron con la masacre de la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre que dejó a 300 estudiantes y ciudadanos muertos aparte de los desaparecidos y encarcelados, una parte de la izquierda socialista se radicaliza. Después del 2 de octubre, aparecieron más de cuarenta grupos clandestinos declarándole la guerra al Estado mexicano y al sistema capitalista. El gobierno mexicano (con ayuda de la CIA) respondió a la guerrilla y a la militancia política con estrategias de contrainsurgencia que incluyeron tortura, ejecución extrajudicial, desaparición y desplazamiento forzados, tierras saqueadas, la creación de ‘pueblos estratégicos’, guerra psicológica y programas de acción cívica.
Mientras que la violencia de estado anti-comunista perpetrada en México es comparable a la violencia ejecutada por las dictaduras en Argentina, Chile y Brasil, a cincuenta años de los hechos, no hay documentación oficial del número total de torturados, encarcelados, desplazados, muertos o forzosamente desaparecidos víctimas de la Guerra sucia en México. Al contrario que en otros países del Cono Sur, la Guerra sucia en México fue excluida de la memoria colectiva, de la historia de México y del imaginario político. Lo que se recuerda del 2 de octubre (y que conmemoramos), es fundacional del imaginario político y del sentido de la democracia en México. La masacre es recordada como una lucha en contra del autoritarismo en nombre de la libertad de expresión y de la democratización de las elecciones, y no como el comienzo de la radicalización de los movimientos de izquierda que fueron suprimidos con la Guerra sucia. La lucha por la libertad de expresión y la democracia encaja perfectamente con la narrativa neoliberal de la transición de México a la democracia en la era neoliberal (Recordemos que México fue gobernado por un solo gobierno durante 70 años hasta 2001 que ocurre la “transición democrática” que se originó con el movimiento estudiantil de 1968).
De acuerdo con académicos como Oswaldo Zavala, Adela Cedillo, Dawn Paley, la Guerra sucia que fue más bien una guerra contra el comunismo financiada por Estados Unidos en los 1970s, es más bien el origen de la actual Guerra contra las drogas en contra de las poblaciones redundantes. Esto significa que sus vidas son precarizadas por la guerra necrocapitalista que el Estado y corporaciones libran en contra de ellos a través de los carteles y grupos criminales. Esto no es una aberración o la realidad gore inherente a México, sino una realidad sistémica al capitalismo extractivista heteropatriarcal planetario: las poblaciones redundantes son de hecho interpeladas como parte del sistema a través de la injuria, despojo, desaparición forzada, violencia de género, muerte, migración forzada. El sistema florece y depende de la destrucción y el borramiento de las poblaciones originarias o campesinas, de expulsarlas de sus tierras, de despojarlos de recursos y destruyendo sus tierras, esclavizándolos o manteniéndolos como reserva de mano de obra barata.
La académica filipina Neferti X. M. Tadiar inclusive argumenta que el objeto central de la producción capitalista contemporánea es el ideal social de la vida valorada (la de los ciudadanos-consumidores detentores de derechos con acceso a mercados y trabajos) cuyo costo es la expropiación de la vida fabricada como desechable (o redundante). Es decir, la precarización y destrucción de ciertas formas de vida es el precio de la vida valiosa, lo cual da lugar a formas injuriosas de interdependencia a escala planetaria. Las poblaciones redundantes están siendo incorporadas a la producción capitalista a través del desperdicio activo de sus vidas: si no están siendo directamente aniquiladas, están siendo abandonadas, encarceladas, vulnerabilizadas como blanco de injuria y eliminación. Grupos sociales por todo planeta están siendo forzadas estructuralmente a ocupar este estado de desechabilidad, causando olas masivas de migración. Estamos hablando de centros de detención de refugiados en Australia, México, Italia, Libia, Marruecos, Grecia; de cinturones de miseria y sus habitantes en París, Manila y Sao Paulo; trabajadores urbanos en China o en Zonas Económicas Especiales en la Filipinas o América Central; o aquellos atrapados en la maquinaria del complejo corporativo carcelario; los muertos y desaparecidos en la guerra contra las drogas en Filipinas, Colombia y México; el genocidio en curso en Gaza y Líbano: son la condición de posibilidad de riqueza y poder para las poblaciones cuyas vidas se producen como valiosas para el sistema.
Ahora los no-ciudadanos no tienen imagen y están luchando por “el derecho a ser humanos.” Y considerados en su conjunto, la violencia real y simbólica diseminada en el régimen sensible en México ha servido para generar pánico y ansiedad, despolitizar la guerra y justificar la militarización del país y el estado permanente de excepción. La lucha por la democracia (inaugurada por el movimiento estudiantil en 1968) culminó con la libertad de expresión en la infoesfera, pero ello resultó en una sucesión sin fin de escándalos de corrupción: no sólo sobre masacres sino de corrupción política. Algunos de los escándalos más famosos bajo Peña Nieto incluyen la “Casa Blanca” que la pareja presidencial había comprado por casi siete millones de dólares de uno de los subcontratistas más importantes del gobierno, al mal comportamiento abusivo del presidente contra su esposa en público, a Tlayaya (un ataque en contra de ciudadanos en 2014), al escape de el Chapo de una cárcel federal, al lujoso avión presidencial o a los bots cabildeando por Peña Nieto. Y luego, Ayotzinapa y la verdad histórica.
La percepción que todo es culpa del estado -una forma de consenso manufacturado que se convirtió en el statu quo de México, como he dicho, se materializó en el eslogan principal de la campaña lanzada para atravesar la “verdad histórica” diseminada por el gobierno culpando al crimen organizado por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en Guerrero en 2014: “Fue el Estado”.
Para entender lo ocurrido en Ayotzinapa, es crucial no sólo comprender la magnitud de la presencia de la devastación de las mineras en el estado de Guerrero y los efectos de la extracción de recursos en sus poblaciones, sino también la historia de la comuna agraria y la guerrilla rural en Guerrero, la continuidad de la lucha de los pueblos originarios y guerrilleros en los movimientos actuales defendiendo el territorio y la alianza trasnacional entre el ejército, el crimen organizado y los políticos, y la historia de la Guerra sucia, especialmente ensañada en Guerrero. Claramente lo que está detrás de Ayotzinapa no es una narconarrativa (como promueve la verdad oficial sostenida por el gobierno de Peña Nieto y López Obrador), sino un conflicto político en el sentido de la erradicación de la amenaza de la organización popular y comunitaria, contra la cual el estado responde con violencia con un castigo ejemplar y disuasorio.
Los estudiantes estaban inscritos a la “Normal Rural Superior”, una escuela diseñada hace cien años para educar maestros para escuelas públicas en áreas rurales. Estos centros formativos esparcidos en áreas remotas por todo el país son conocidos semilleros de izquierdismo radical y de politización de la juventud. Los estudiantes de Ayotzinapa detenidos, estaban de hecho secuestrando camiones y combustible para transportarse a la Ciudad de México a conmemorar la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco (un ritual anual que hacían los estudiantes casi en complicidad tácita con los conductores). Bajo esta luz, el mensaje escondido en su desaparición forzada es una advertencia. Acechados por el fantasma de la represión de octubre del ’68, la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa funciona como estrategia de disuasión a todo el país para no movilizarse contra del despojo de tierras, minería, violencia criminal y para defender el territorio. La verdad oficial ofrecida por el gobierno fue que los estudiantes habían sido llevados a un basurero en Cocula, asesinados y quemados por una pandilla criminal. Que supuestamente había droga en uno de los camiones. Contra-verdades y hasta una comisión forense de Argentina fueron llamados a deconstruir la narconarrativa oficial ofrecida por el gobierno.
Las consignas: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos” y “Fue el Estado” abarcan una reacción moralizante contra la impunidad, corrupción y a la victimización. Esto conlleva también a la des-subjetivación política como la única manera de simpatizar y expresar solidaridad con los papás de los estudiantes normalistas desaparecidos y exigir justicia y restitución. Es decir, el eslogan “Fue el Estado” lleva una acusación que victimiza a los desaparecidos, privatiza sus problemas y niega su lucha por la defensa de la educación normalista y de la defensa del territorio. En lugar de presentar a los estudiantes como sujetos en lucha, la percepción generalizada y aceptable fue que fueron “víctimas de las circunstancias” (la narcoviolencia). En este contexto, los estudiantes (y sus padres) cumplen los requisitos de la verdadera victimización por parte del estado, confirmando su pureza moral: blanqueados y neutralizados, se convierten de amenazas insurgentes, a víctimas.
Es por lo que es urgente emancipar a la población de la idea de que los males del país son provocados por el crimen organizado y por los políticos corruptos: la violencia que prevalece en el país es la manifestación liminal del capitalismo heteropatriarcal como necropoder, un proceso de producción y valorización fundado en la destrucción de la vida, el medio ambiente, las tradiciones y los comunes. Los medios promueven la idea de la violencia en el país es externa al sistema económico, una distorsión causada por culpar la violencia en los rasgos culturales de los mexicanos o el subdesarrollo; instancias locales de violencia, sin embargo, responden claramente a procesos globales que los rebasan. La violencia y la desigualdad son mutuamente constitutivas, la violencia es inseparable de las políticas neoliberales como la mano invisible del libre mercado está ligada al puño invisible del ejército y la guardia nacional, todo entrelazado en eventos sociales, circunstancias políticas, procesos culturales, transformaciones espaciales. Hay que tomar en cuenta también, que la era “posneoliberal” capitalizó el enojo de los mexicanos contra el crimen organizado, la inseguridad y la corrupción, y cambió radicalmente la figura de lxs presidentxs: ya no viven en la residencia oficial, le pagan menos, no tienen guaruras, viajan en clase turista, se trasladan en un coche modesto.
¿Dónde está, o cómo sería una imagen contemporánea de lucha por la emancipación? En el trasfondo de las imágenes-eventos de Ayotzinapa/Ostula/Tijuana/Tsunami Feminista, hay una historia de los medios masivos de comunicación despolitizando la lucha: Mientras estaba teniendo lugar en los 1970s, la Guerra sucia no aparecía en las páginas frontales ni en encabezados de los periódicos, sino en publicaciones sensacionalistas marginales o en las secciones de policiales; la narconarrativa y el fetichismo de estado alrededor de Ayotzinapa, son instancias contemporáneas de la invisibilización de las luchas por la defensa territorial.
El neoliberalismo en México representó la destrucción sistemática de las estructuras de subsistencia autónoma no por la disfunción del estado, sino porque se puso al servicio del capitalismo. Ostula es un pueblo en la costa de Michoacán (al norte de Guerrero), cuyos habitantes, siguiendo los pasos de los Zapatistas, se organizaron para resistir la exterminación de la guerra encarándolos (deforestación de sus bosques). En su guerra por la defensa de su territorio, formaron un pequeño estado autónomo para mantener a las instituciones de estado y corporaciones y criminales fuera de las dinámicas de su territorio. Sus pobladores han sido capaces de mantener sus territorios y autonomía desde 2009, cuando constituyeron la Policía Comunitaria para recuperar las 900 hectáreas que fueron invadidas por rancheros desde los 1960s. En 2014, la misma guardia se reunió con otros grupos de autodefensa en Michoacán para expulsar al cartel de los Caballeros Templarios de su comunidad. Desde 2009, la asamblea comunal de Ostula elige sus propias autoridades y están en guardia en una contra-ofensiva contra la política y políticos del estado. Pero como los zapatistas, no tienen imagen, sus baklavas generan sujetos sin rasgos faciales o físicos distinguibles. Permanecen ocultos y sin discurso. Si las luchas revolucionarias significaron encarar al poder ahora es tiempo, como lo escribió el colectivo Tiqqun, los sujetos que resisten ahora le dan la espalda al poder que es lo mismo que resistirse a convertirse en imagen.
En México, el statu quo del fetichismo de estado que somos gobernados por un “Estado fallido”, es la consecuencia de la parálisis de la imaginación política por el neurototalitarismo y su colonización por el pensamiento tecnócrata. Por eso, en la actual coyuntura, lo que necesita unir a la sociedad civil no es la indignación en contra del gobierno –lo cual dio pie a la crisis de legitimidad de la democracia lo cual nos llevó a la simulación “posneoliberal” de la “Cuarta Transformación” que permitió intensificar el extractivismo– sino el conocimiento de que el resultado del modelo del capitalismo extractivista y las guerras civiles (extracción de combustibles fósiles y otros recursos) son guerra civil e irreversibilidad en el cambio climático.
Este conocimiento puede ser potencialmente expresado por el tsunami feminista, el cual empezó a hacerse más y más grande en los albores de la pandemia de COVID-19 el 8 de marzo de 2020, que vino con una sucesión de movilizaciones por todo el país en universidades y escuelas para denunciar e instaurar protocolos contra la violencia de género imperante. En los 1990s, especialmente en ciudades del norte de México donde mujeres empezaron a emplearse como trabajadoras en maquiladoras, una epidemia de violencia de género se intensificó. Violencia sin precedentes y la degradación de las mujeres vino con la aceleración de la implementación de las reformas y leyes neoliberales en México. Es por eso que la lucha feminista se vuelve la clave para concatenar todas las violencias originadas en el capitalismo: despojo, desplazamiento, gynocidio y genocidio, todas ellas ligadas a la mercantilziación de la vida. La violencia de género legitima al heteropatriarcado, el cual se ejerce en el territorio destruyendo lazos comunitarios y las capacidades de una comunidad de sostener de manera colectiva la vida. Estas formas de violencia: extractivismo y género, están de hecho, enraizadas en el sistema colonial que nunca ha sido desmantelado, sino perpetuado e institucionalizado por el estado-nación e intensificado por las políticas neoliberales.
Formas específicas de violencia de género están siendo al mismo tiempo desplegadas, como poder y placer, como una fuerza y deseo sobre el cuerpo de alguien más y que se materializa en la extracción, combustión, penetración no deseada, apropiación, posesión, destrucción, despojo. Estas formas de violencia son integrales a las formas depredadoras occidentales masculinizadas de sostener la vida en el planeta que nos están llevando al colapso social y medioambiental.
Este modelo depredador no es el único sistema capitalista que nos gobierna, sino que, como lo explica Paul B. Preciado, está conformado por epistemologías, infraestructuras cognitivas, regímenes de representación, técnicas del cuerpo y del poder, aparatos de verificación y discursivos, narrativas e imágenes operativas desde la época colonial que le dan continuidad al heteropatriarcado. En el contexto de la intensificación de la violencia sexual y racial que viene con la destrucción del medio ambiente, el consumo de combustibles fósiles, desplazamiento masivo y migración, los conceptos clásicos para definir al poder: soberanía y opresión, pero también el discurso de los derechos humanos, ya no son suficientes para entender y resistir las tecnologías detrás del capitalismo heteropatriarcal extractivista. Tampoco explican las nuevas formas que va tomando la hegemonía para legitimar la expansión de la máquina depredadora que se manifiesta en un espasmo colectivo incapaz de organizarse o resistir más allá de reclamar el estatus de víctimas o creando colectivas de desaparecidos. Ahora en México, la contra-hegemonía se estableció como la hegemonía, obliterando la posibilidad del antagonismo en un contexto en el que los movimientos de emancipación de las minorías y subalternos se cristalizan en una política de identidad enfurecida y en una guerra woke librándose en la infoesfera y espacios académicos y públicos de discusión.
La actual relevancia de la marcha y huelga de las mujeres reside precisamente en su concatenación de la violencia colonial y capitalista, y por lo tanto en el hecho de que es capaz de trascender el imaginario mexicano político del fetichismo de estado y del “posneoliberalismo”. La interseccionalidad es un proyecto post-identitario de emancipación y solo una nueva alianza entre las luchas feministas, decolonial y de defensa del territorio podrán llevarnos a la resistencia armada más allá de la defensa de los derechos humanos, búsquedas de cuerpos y el dolor, para encarar al monstruo depredador extractivista, análogo al violador feminicida.
En una era en la que la verdad y la efectividad de las imágenes y de la información para facilitar el cambio social o transmitir afecto están bajo escrutinio, con su instalación Imágenes [Y cómo contestarles], Eliassen invita a sus colaboradores a salirse de la infoesfera para participar en actividades más allá de las imágenes en movimiento que filmó, descentralizando su visión y redirigiéndola a canales múltiples de transmisión que enfatizan no una voz singular narrativa, sino un conjunto polifónico del cual este texto constituye una arista. El espacio para el debate que crea, se erige como un tipo de comunidad más allá de la cámara de resonancias virtual para producir verdad por medio de alianzas micropolíticas. Estrategias como ésta, son fundamentales para contrarrestar las lógicas tóxicas de la política de medios contemporánea. La selección y configuración de “escenas” relativamente autónomas del México contemporáneo filmadas por Eliassen puede que se sientan como dispares. Sin embargo, lo que importa no es hacer contenido sino configurarlo, importa el proceso de buscarlo y de ahí, derivar significado colectivo. Esto es la base de una ética-política de responsabilidad en el presente hacia la construcción de futuros juntxs.
[1] Ver Franco Berardi, AND: Phenomenology of the End (New York: Semiotext(e), 2015)
[2] “Journalism still deadly in Mexico,” Global Initiative Against Transnational Organised Crime, March 24, 2024 disponible en red: https://globalinitiative.net/analysis/journalism-still-deadly-in-mexico/#:~:text=Como%20periodista%20en%20Veracruz%2C%20M%C3%A9xico,de%20Veracruz%20el%20m%C3%A1s%20mort%C3%ADfero.
[3] Noam Chomsky, Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media, (New York: Pantheon Books, 1988)
[4] Murtaza Hussain, “How to Understand the Rage Economy” The Intercept February 13, 2021 available online: https://theintercept.com/2021/02/13/news-rage-economy-postjournalism-andrey mir/?utm_medium=email&utm_source=The%20Intercept%20Newsletter
[5] See Naomi Klein, The Shock Doctrine (Toronto: Random House Canada, 2007)
[6] Ibid.
[7] Federico Mastrogiovanni, Ni vivos ni muertos (México: Grijalbo, 2014)
[8] Dawn Paley, Drug War Capitalism (Oakland: AKA Press, 2014)
[9] Guadalupe Correa-Cabrera, Los Zetas: Criminal Corporations, Energy and Civil War in Mexico (San Antonio: University of Texas Press, 2017)
[10] Nancy Fraser, The Old is Dying and the New Cannot Be Born (New York and London: Verso, 2019)
Texto publicado el 13 de diciembre de 2024.
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