Por Andrea Valencia
El caso de Carla Stellweg es excepcional por mil razones. Curadora, gestora, profesora, editora y escritora, Carla nació en un campo de concentración en Bandung, Indonesia, en 1942. De padres holandeses, dejó el extenso archipiélago tras la Segunda Guerra Mundial y la independencia del país. En varias ocasiones me contó cómo vio a los japoneses cortar cabezas, y cómo esa experiencia le imprimió desde niña un sentido de muerte —un ímpetu por vivir, conocer y experimentar— que la acompañó toda la vida.
Su padre, agrónomo especializado en cultivos tropicales, no tenía un lugar en la Europa de posguerra. Fue así que, a través de la FAO —el organismo de la ONU para la agricultura—, fue enviado a trabajar a México, adonde Carla llegó con su familia cuando ella tenía quince años.
En México, la recién inaugurada Ciudad Universitaria la recibió como estudiante de Filosofía. Su curiosidad la llevó pronto a conocer artistas, escribir reseñas y, eventualmente, a trabajar con el museógrafo Fernando Gamboa. Con él vivió un proceso formativo durante el auge de las grandes ferias mundiales —la Bienal de Venecia de 1968, Expo 67 en Montreal, Hemisfair 68 en San Antonio y Expo 70 en Osaka— donde el arte mexicano se ponía a prueba en la escena internacional. Carla fue testigo directo de cómo se configuraba esa narrativa.
Carla nunca supo estar quieta. Además de los viajes con Gamboa, muy temprano estableció una relación con la ciudad de Nueva York y la escena underground que allí ebullía. Su visión internacional se fue fortaleciendo, un rasgo que con el tiempo se volvió una de las grandes cartas de Carla. En 1968, Julio Scherer la invitó a escribir una columna de crítica de arte en Excélsior (1968–1973). En sus textos se hacía evidente su libertad: no temía formular preguntas incómodas ni decir lo que otros callaban. “No tienes pelos en la lengua, Carla”, le dijo alguna vez Carlos Monsiváis.
La lista de sus logros es larga. Participó en el Salón Independiente (1968), en la Contrabienal y en el MICLA (Movimiento de Independencia Cultural Latinoamericano, 1969–1971); colaboró en la formación del Museo Tamayo y su colección; vivió más de cuarenta años en Estados Unidos, donde dirigió galerías dedicadas al arte urbano y latinoamericano, además de enseñar en la School of Visual Arts.
Como crítica, curadora y gestora, no solo creó la primera revista de arte contemporáneo internacional del país —Artes Visuales (1973–1981)— intengrando al arte mexicano a una red regional latinoamericana, sino que introdujo con naturalidad a un público más amplio proyectos feministas, arte chicano y artistas LGBT+, que entonces eran vistos como periféricos. Gracias a la revista, que era un proyecto del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, organizó el primer seminario en México dedicado a mapear, pensar y crear el feminismo artístico mexicano (1975). Dicho seminario planteó importantes preguntas en torno al papel de las mujeres en la escena artística y su representación, lo femenino más allá del binarismo de género, así como las posibilidades de generar un cambio social a partir de la organización política.
Como mujer, vivió el momento de liberación sexual de los 60 y 70, permitiéndose echar por la borda cualquier noción que limitara su expresión, su capacidad creativa y su trabajo. Una curadora que fue aprendiz de Carla en el Museo de Arte Moderno me comentó alguna vez “Carla era todo lo que el macho mexicano odiaba: madre, extranjera, bella, divorciada, libre”. Carla eligió vivir y expresarse con esa libertad desafiante, muchas veces sin importar las consecuencias y a cambio nos dejó un mundo del arte más abierto, más plural y más informado. Esta apertura no es poca cosa en un momento como el que estamos atravesando.
Como persona, su identidad fluida y desarraigada le permitió ver la vida con ojos transparentes. Esos ojos reconocían valor en el trabajo de diversos artistas, generaron invaluables nexos entre personas y conectaban profundamente con quienes colaboramos con ella. En su legendario loft en SOHO, recibió y apoyó artistas como Kukuli Velarde, Julio Galán, Gabriel Orozco, Abraham Cruzvillegas, Adolfo Patiño, Ana Mendieta, Luis Camnitzer, Roberto Gil de Montes, Cisco Jiménez, entre muchos más. Cuando organizamos la exposición Cultivar en homenaje a Carla, Pablo León de la Barra me contaba cómo ella fue crucial cuando él curó la exposición Under the Same Sun: Art from Latin America Today (2014) en el Guggenheim de Nueva York, no solo por la relevancia que tuvo Artes Visuales en la investigación, sino por las noches de cigarros, tequilas y chiles toreados en el loft, platicando con Carla de este periodo y la construcción de la idea de “lo latinoamericano”. Ese es el caso de tantos artistas y curadores, incluyéndome, quienes nos vimos tocados por su astucia y generosidad.
De Carla admiro esa libertad y transparencia. Revisando sus libros, objetos de arte y algunas fotos, de las últimas cosas que le pregunté era si tenía algún apego y su respuesta fue que no. Estaba lista y convencida de su contribución. “Mi ego está más que satisfecho”, me dijo. Carla trascendió antes de irse: en las ideas que sembró, en las amistades que tejió y en el impulso que despertó en tantos de nosotros. Su valentía, su singular humor y su claridad seguirán respirando en la historia del arte y en quienes tuvimos la fortuna de conocerla. Estoy seguro de que su legado continuará siendo explorado y seguirá cautivando a las generaciones por venir.
Las opiniones vertidas por los colaboradores o invitados de Revista Cubo Blanco son responsabilidad exclusiva de quienes las emiten y publican, por lo que no representan, necesariamente, la postura de Revista Cubo Blanco respecto de cualquier tema.
Texto publicado el 24 de octubre de 2025.