Es desde ahí que puede hacerse la pregunta sobre las lecturas posibles de un acervo o de una gestión. Según se nos explica en sala, la importancia de Sylvia Pandolfi como directora, su labor a lo largo de los catorce años de su gestión, se separa y se distingue como una “doble vocación”, por una parte, al respecto del cuidado y rescate de la colección del museo: fueron traídas las obras en préstamo para hacer un catálogo minucioso, en ese momento, para su exhibición junto al resto del acervo. En este extremo, lucen –flamantes– puestos en un solo muro, los retratos de la época cubista de Diego Rivera, brilla el autorretrato de José Clemente Orozco, acompañando sus paisajes apocalípticos, mano a mano con la vocación futurista de los retablos de David Alfaro Siqueiros, quien invoca por igual temas bíblicos (haciendo gran guignol del funeral de Caín) y atómicos (muy a tono con su personaje). Siqueiros también retrata a Orozco, en los términos en los que cabe –supongo– una conversación. Brilla, como extraño remanente, un retrato de Alvar Carillo Gil en el que anota, en el extremo inferior derecho, como apunte. Conviven también, de ambos artistas, lo que puede describirse como bodegones, sean coles en el caso de Orozco, o calabazas en el caso de Siqueiros, que dialoga en sala con un desnudo, cuya paleta, líneas y composición se nos revelan muy similares. Con mérito propio, y desde otro lugar, hecha de transiciones formales, hacen acto de presencia Gunter Gerzo, Wolfgang Paalen y el propio Alvar Carillo Gil.
Por otra parte, en paralelo, se exhiben las piezas que fueron adquiriendo el museo durante su gestión, y que nos vienen a ofrecer una arqueología emocional de un momento y sus protagonistas, quienes –al igual que sus colaboradores– no solo han destacado como artistas sino se han convertido en sus referentes inmediatos. Obra de Mónica Mayer (ilustrando violencias y dignificaciones), Boris Viskin (quien hace juegos tipográficos en lienzo invocando una película de Visconti), Carla Rippey (una mujer soldado en grafito sobre papel), Gabriel Macotela (una de sus casas en renta que viene ahora a ser rescatada), Magali Lara (extendiendo sus colores a lo largo de papel doblado), Carlos Aguirre (un retrato armado con guantes de trabajo), Néstor Quiñones (que brilla desde una enigmática cruz), Adolfo Patiño (y una bandera gringa armada con soldaditos de colores), el Grupo Semefo (con una instalación de equinos no natos), y la lista sigue, en lo que sirve, para los nuevos espectadores, un lugar en el tiempo que, para mí, vive una actualidad –todavía– más allá del museo, que acabó por imponerse –de una manera u otra– y que sobrevive para muchos –todavía hoy– como una labor amorosa, de entrega, trabajo y resistencia.
No quiero dejar de mencionar la inundación que sufrió el museo en septiembre de 1988, que dañó parte del acerco documental, todo lo que llevaría, en 2007 a la adquisición del previo colindante –durante la dirección de Itala Schmelz– para que el Museo pudiera solucionar sus diversas limitaciones logísticas. Eso no deja de ser otro cuento, pero viene a iluminar al respecto de los museos como recintos vivientes en continua transformación.