Sylvia Pandolfi, toda o casi toda

Por Ricardo Pohlenz 

Escribir sobre arte es traducir, uno ve y experimenta, mira –en los términos específicos en los que buscamos separar ver y mirar– asomándonos como Alicia, al hoyo que es una rendija que es un aparador, a las posibilidades de un tendido, al escenario que se abre en capas –en tanto recorrido o paseo– a lo largo de muros y vitrinas, mesas y demás. Se nos advierte que si no estamos al pendiente del pasado corremos el riesgo de repetirlo, vivimos en un momento en el que todo se ha vuelto documento, todo se almacena, en los términos de un posteridad postergada en la multiplicidad de sus momentos presentes, invocada, si se quiere, para resucitar tiempos idos invocándolos a través de archivos o creándolos, todavía, atenidos a los recuerdos, a lo que puedan traer a colación aquellos que participaron en ese momento en específico, ese transcurso vivencial de experiencias que se pierden, al igual que las lágrimas de Rutger Hauer, en la lluvia. Me refiero, en este momento particular, al golpe imaginal que me trae a cuento la exposición de Joseph Beuys traída a México al Museo Carillo Gil durante la dirección de Sylvia Pandolfi y que significó –aunque no pudiéramos preverlo en ese momento– una transformación profunda en lo que se buscaba, lo que se quería y lo que alcanzaría un lugar –aunque transitorio– en las salas presentes y por venir del circuito de museos y galerías de la Ciudad de México.