Tembló un delirio
Por Helena Chávez Mac Gregor/IIE-UNAM
Hacía tiempo esperaba la exposición Tembló acá un delirio de Ana Gallardo. Yo no fui parte del equipo curatorial que la configuró, ni trabajé en nada relacionado con el proyecto, pero sí acompañé a Ana en su proceso. En la espera, en las ansias, en las dudas y, también, en las expectativas.
El día que finalmente abrió sus puertas en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), estaba emocionada. Recuerdo que me sorprendió la oscuridad de la sala. Tardé un par de minutos en acostumbrarme a la penumbra, a moverme en ella, en poder ver y notar lo que había en sala. Los dibujos inmensos de carbón de Bitácora guatemalteca 1987/2023 me sorprendieron en su fuerza y en su poética, me sacaron el aire. En el espacio, era el día de la apertura pública, retumbaba la voz de María Us, mujer quiché con la que trabajó Ana cuando buscó a alguna de las mujeres con las que había coincidido en la clandestinidad cuando en los años 80 colaboró en una organización de lucha armada en Guatemala. No las encontró, pero en el proceso conoció a María, quién le compartió su experiencia en la guerrilla y la manera en la que ahora, en su vejez, encuentra su labor política en el cuidado de la tierra.
En su performance Te busco en otro nombre, María nos compartía su búsqueda por su hermana desaparecida. Ana también miraba. Yo iba con mi hija y mi madre. Cuando nos sentamos a escuchar Rita me preguntó, tras oír a María hablar sobre su hermana, si lo que contaba era real o era un cuento. Dudé un momento qué decirle, le murmuré al oído que era real, pero que era también una poesía. Se abrazó a mi cuerpo y se quedó acurrucada lo que duró la acción. A lo lejos vi a mi madre llorar con las palabras de María: “Encuentro un río, pienso que estás ahí, te volviste agua, riachuelo, te volviste nube, te volviste lloviznita y mojas la plantas para que tengan vida, te volviste plantas, árboles, flores”.
Cuando terminó, Rita salió con mi madre a jugar y yo me fui a ver Escuela de envejecer, una sala que se volvía aula o albergue donde se reunían una serie de videos de encuentros con diversas personas, en su mayoría mujeres, donde ellas compartían sus formas, estrategias y modos de hacer. Una polifonía de voces y experiencias que rompía con la manera tradicional de entender la escuela. En esta escuela todas aprendemos de todas.
Me sorprendió la manera de hacer aparecer a otras, a tantas. No era un proyecto sobre colectividades, ni identidades, sino sobre cada una de estas mujeres que encontraba en su envejecer una forma de sobrevivencia. Poder aprender en el goce del baile, el canto, el tejido lo que esos quehaceres les había posibilitado. Me gustaba que la escuela no fuera sobre la vejez de Ana sino la de tantas. Oír otras historias, de mujeres que se asomaban a su propia vejez, y en algunos casos, aunque tanto les arrebataba también resaltaban la libertad que esta transformación les daba. Estas lecciones me dieron otros horizontes para imaginar mi propio proceso ¿cómo iba yo a aprender a ser vieja? Hasta ahora lo hago con terror y angustia. Los rostros, narraciones, movimientos y acciones de esas mujeres abrieron huecos. Por un momento me dio la sensación de que Ana dejaba su lugar para que lo ocuparan ellas.
Llegué a la pieza sobre su madre, Restauración de un perfil. Esa es la obra con la que yo la conocí. En el video (Estudio I para la restauración de un perfil:
ensayo de lectura III) Ana lee las cartas de su madre, no se sabe si la persona a la que le escribió esas cartas, luego entendería que era el propio padre de Ana, respondió, si le correspondió. Son una correspondencia amorosa, donde ella, Carmina, intenta hacer sentido de si a partir del amor que profesa por otro que cree la completará. Un discurso amoroso que lastima pero que permite también ver posibilidades propias de invención y de escapatoria. En la sala, además del video, en la penumbra se reunían la pintura de la madre de Ana que quiso ser artista, pero ser su madre y por poco tiempo, fue lo que tuvo a su alcance. Ana rescató algunos de sus óleos, unos bodegones que tuvo que reparar con su propia saliva, acción que le permitió entender cómo su madre veía lo que veía y ella misma recrearlo en dibujos al carbón de gran tamaño. La instalación también la componía las vasijas de los bodegones y de los dibujos, en cerámica, saliendo del muro al espacio, hechas por la propia hija de Ana. Su hija, que ya no pretende ni quiere ser artista y le gusta la fuga que supone el trabajo así llamado artesanal, completa el diálogo de tres generaciones de mujeres que para hacerse tienen que restaurarse entre ellas. La obra, desde que pienso en ella, la he entendido como una restauración de un vínculo y de un hacer, de los lugares que ocupamos. Me permite pensar la reparación como un gran acto de amor. Ana, de alguna manera, venga a su madre, que nunca pudo exponer en un museo, y la pone junto a ella. Aparecen juntas.
Al terminar esa sala se abría una puerta, que ahora está clausurada e incorporada al muro gris, que abría a un inmenso resplandor. La puerta te aventaba a una luz en la que nada se podía ver. Recuerdo que me dolieron los ojos y me costó mucho leer lo que había en el muro labrado. Extracto para un fracasado proyecto te soltaba en un vació luminoso después de haberte sostenido en la penumbra. El texto que ahí se exponía era crudo, desgarrado, la pura entraña de la frustración y el fracaso. Un testimonio del encuentro que supuso para Ana el tiempo que pasó con una mujer anciana trabajadora sexual en un estado de salud ya imposible. Lo leí y me acordé de mi padre. Del terror que me daba cuidarlo cuando enfermó, de mi incapacidad de tocarlo, de acariciarlo. Del repelús que me producía su cuerpo, de cómo él lo notaba y también se alejaba de mí.
Me quedé sorprendida. Incómoda. No entendía por qué habían cerrado así la exposición. No me irritó lo que tanto molestó a otras después, sino que no sabía cómo acomodar en el relato construido por la propia muestra el error, la furia, el desasosiego de la propia práctica de Ana. No entendía cómo tras construir y proponer los espacios de encuentro, de colaboración, de aprendizaje mutuo, de reparación, la exposición nos soltaba en ese hundimiento donde no hubo posibilidad de aparecer, de articular. Me costó varios días darle sentido, finalmente lo entendí como la manera de los curadores y de Ana, de ser transparentes. Esa obra de Ana me parecía la declaración de asumir el riesgo de lo que hace, de no ser condescendiente ni con ella ni con su trabajo. De no darse tregua. De mostrar que hay días que es imposible. Que a veces es demasiado y que las aspiraciones del trabajo artístico tienen el límite de esa otredad que te desborda y con la que ya puedes. Yo, lo leí como un acto de humildad, no de soberbia. La obra te arrojaba a la catarsis, y sin duda, y también sin cálculo, ese desgarro pasó factura.
En las semanas posteriores a la apertura trabajamos desde el seminario Caber en el deseo, un curso del Posgrado de Historia del Arte la UNAM en colaboración con Campus Expandido, programa académico del museo. Un espacio que, a propósito de la obra de Ana Gallardo, nos permitió explorar cuestiones sobre la potencia política del feminismo, la enfermedad, la maternidad, la muerte, el amor y el deseo desde lecturas y discusiones de textos de Verónica Gago, Cristina Rivera Garza, Ocean Vuong, Maggie Nelson, Harry Dodge y Johanna Hedva, entre otras. Ahí hablamos de la “auto teoría”, término que utiliza Nelson para explicar lo que supone lo personal como metodología crítica para situarse en el lenguaje y en la escritura, cuestión central para el trabajo de Ana y de muchas autoras, incluida yo, hoy día; pensamos en la importancia de traer esas experiencias personalísimas y construir relatos que fueran importantes no en su excepcionalidad sino por lo que nos ponen en común. En las horas de escucha y habla compartimos nuestras historias de enfermedad, de nuestras madres monstruos y nuestras maternidades monstruosas. También cantamos y recitamos juntas.
Nos encontrábamos cada semana, algunas de las veces en compañía de Ana y Alejandra, para explorar, a propósito de su obra, una serie de territorios que son importantes para la contemporaneidad y para las prácticas artísticas actuales. También trabajamos con María, la mujer con la que colaboró para la pieza sobre Guatemala y con Irma, mujer que participó en Escuela de Envejecer y que nos enseñó lo que significó el baile en su vida y nos enseñó, en esa sesión, unos pasos de danzón. A petición de Ana estos intercambios, como siempre lo hace cuando trabaja con ellas, fueron retribuidos. Además, nos reunimos con Las desesperadas por el ritmo, un grupo de artistas argentinas con las que Ana ha trabajado, la editora de su libro y su colega en IMAN, escuela independiente en la que Ana ha insistido para trabajar con artistas jóvenes, por nombrar a algunas. Con todas ellas era claro que era una relación de ida y vuelta, un intercambio, que le había permitido pensar cosas a Ana, pero también a ellas. Entre todas le debamos sentido a las prácticas, al trabajo juntas.
En una de las clases una de las alumnas compartió que la obra Extracto para un fracasado proyecto, que posteriormente desataría la polémica, le molestaba y le costaba trabajo entenderla. La exploramos juntas. No llegamos a conclusiones simplemente expusimos posibilidades de lecturas, dudas y lecturas críticas. La intención, al menos la mía, no era generar juicios, ya fueran estéticos o morales, sino sostener el problema y pensar. Ver, más allá de la propia Ana, qué era lo que la obra hacía en el mundo. Quizá por eso no me sorprendió el estallido de la polémica, lo que me sorprendió fue el odio, la violencia, la imposibilidad de aguantar el desacuerdo, de encontramos en él.
En las discusiones que se desataron, sobre todo en redes sociales, había una desaprobación ante la imagen que algunas personas suponían había producido la experiencia de Ana, ella dañaba la visión que personas que trabajaban y vivían en la casa en la que estaba la mujer anciana que Ana cuidó fallidamente tenían de sí mismas, o que otras y otros pensaban tendrían de sí. Nunca entendí que la obra hablara sobre la casa ni que fuera una denuncia de un trato incorrecto hacia esa mujer que fue una trabajadora sexual, ni tampoco que generaba una representación de ellas. Tampoco imaginé que desataba un problema sobre la verdad. No entendía que Ana hubiera emitido una verdad sobre el sujeto con el que trató, sino que en todo caso su violenta narración nos hablaba de ella. Que mostraba un fragmento que poco decía del mundo y que mucho menos me ofrecía una verdad sobre el espacio en el que el encuentro sucedió. Me costó trabajo entender la ofensa, sobre todo pensando que dicha narración se remonta a un encuentro que ocurrió hace más de 15 años. Como yo lo veía lo que desataba la tensión no era un problema sobre la verdad, pero ciertamente había una falla, completamente enunciada y transparente, en la obra en relación con la idea de colaboración en ese proyecto.
El tipo de trabajo que realiza Ana lo entiendo como colaboraciones e intercambios especificos con personas. No son representaciones de colectivos ni de subjetividades. No es un trabajo en comunidades y sobre comunidades. Son encuentros una a una.
Ciertamente este tipo de prácticas ocupan un papel tenso e importante en las prácticas contemporáneas, sobre todo porque, según algunos teóricos, ese tipo de práctica es el vínculo o el sustituto de lo político. Para muchas de nosotras es, efectivamente, una manera de hacer política desde el arte. Y si bien este tipo de prácticas se acercan a los campos de los activismos, la antropología, la etnografía y el trabajo social, sus resultados no son análisis, ni teorías, ni reformas judiciales, ni acompañamientos terapéuticos, aunque algo de ello también suceda. Estás prácticas se encuentran a caballo con otras metodologías y con diversos códigos, por ello, es confuso hasta qué punto siguen los lineamientos ya consensuados, aunque también debatidos, de las formas de relación ética y derechos con los sujetos y comunidades que se colabora.
En el caso de las colaboraciones participativas artísticas se crean formas de aparecer y buscan generar una experiencia sensible no sólo para las personas que participaron sino para un tercero, un espectador, que es siempre un ente imaginado. La obra, más allá de este vínculo, es una cosa –objetual o desmaterializada– que abre sentidos. Por ello, me parece, no es un problema de verdad (epistemológico) sino de aparecer (estético). Esta especificidad del arte no lo exenta de cuestionar las formas y límites de la colaboración y obliga a preguntarnos sobre las responsabilidades (políticas) de esos encuentros. ¿Qué queremos hacer con ellos?, ¿qué nos permiten?, ¿cómo cuidamos de ellos?
Hace unos días escuchaba una conversación con Marcelo Expósito[1] sobre los cuestionamientos a las prácticas sociales sobre el derecho de los artistas de hablar, representar o elaborar a partir de la experiencia de otros sujetos. Para Expósito si bien es claro que en el trabajo de colaboración hay una necesidad política de escucha y acuerdo, también resalta la necesidad de que las experiencias se multipliquen y no queden en las personas que las “poseen”, pues ello genera el peligro de hacer de la experiencia una “propiedad privada”.
Para explicar el argumento, el artista y activista español, recuerda una anécdota de Alexander Kluge cuando el cineasta alemán quiso llevar su libro, escrito con Oskar Negt, Esfera pública y experiencia: hacia un análisis de la esfera pública burguesa y proletaria a una versión cinematográfica. En su adaptación quiso incluir una escena donde la policía desalojaría un edificio ocupado en la ciudad de Frankfurt. Kluge habló con las familias y activistas para pedir permiso para su grabación. En una primera sentencia la asamblea resolvió no aprobar al cineasta su solicitud pues nunca, argüían, podría presentar la experiencia de ellos. Según lo relata Expósito, Kluge entonces contra argumentó sobre la necesidad de articular la fragmentación de las esferas proletarias o subalternas. La necesidad de articular, en las diferentes situaciones de vida, una posibilidad de sutura ante la esfera pública hegemónica y dominante. Para Kluge el cine y las imágenes son capaces de generar estas esferas alternativas, de generar una contra esfera pública. Al final lo dejaron grabar y el desalojo es parte de la película.
Es claro en la obra de Ana no hubo sutura, que, a diferencia del resto de sus proyectos mostrados en la exposición Extracto para un fracasado proyecto no logró esa articulación. Quizá, por ello, lo que pudo, en tanto artista, fue volcar su propia experiencia. Ana siempre sitúa su obra desde su persona, en este caso lo hizo todavía más radicalmente desde un uso de lenguaje violento y furioso. Un lenguaje con el que se habla a sí misma. Pero articulación y colaboración, no hubo, y quizá, habría que haber ajustado por tanto el tipo de formalización e información que daba la obra.
Sin duda fue un error de la curaduría no notar que esa obra abría a otra modalidad del arte, quizá una más testimonial, que la que la mayoría de las obras en la exposición producía, y que esa diferencia generaba un cuestionamiento sobre las prácticas artísticas sociales. Fue también un error de Ana, y las personas que la acompañamos, no notar que el enunciamiento de esa obra en el MUAC podía provocar molestia en aquellas personas de esferas públicas subalternas y vulneradas, porque el lugar que ella ocupa desde el museo no es el mismo que hasta entonces ella misma había ocupado. Sin duda, hubo errores y era necesario un desacuerdo. Lo que vino después fue otra cosa. Un delirio. Un linchamiento público. Un ataque ya no a la obra o a la práctica de Ana, sino un cuestionamiento moral a su persona bajo acusaciones de privilegio, extractivismo y una xenofobia exacerbada que, en específico, levanta muchas banderas rojas y me produce vergüenza.
En estos nuevos modelos de antagonismo se juega una pretensión de verdad. Las opiniones son verdades que vertimos sin mediación. La inmediatez de los medios parece nos determinan a emitir juicios y veredictos, así sin pausa, ni flexión. Todas y todos tenemos opinión y nos ponemos en el lugar de jueces y verdugos. Estas nuevas formas de las esferas públicas están construidas en las enormes restricciones y simulaciones políticas en las que vivimos. No hay formas de participación e intervención articuladas, pero todos tenemos posibilidad de auto-representarnos y publicar nuestras opiniones que suponemos y sostenemos como verdades. No se me mal entienda, comprendo la furia y la frustración, yo misma llevo un año sistemáticamente usando las redes para denunciar la destrucción de Gaza, pero dudo que la esfera pública que construye o simula las redes sociales, y mucho más su uso punitivo, pueda realmente abrir espacios de pensamiento, de entender los errores, los fallos y trabajar en ellos políticamente.
Creo que ahí es mi principal incomodidad con las formas de la cancelación. Ellas no permiten el trabajo político de transformación. Se espera sujetos convencidos de nuestras posiciones políticas y morales, que presuponen una universalidad que se vuelve hegemónica. En muchos de los casos las personas juzgadas están, como muchos de los sujetos subalternos, intentando abrir a relaciones más justas de vida. A veces lo logran, a veces se equivocan. ¿Cómo trabajamos políticamente si no existe la posibilidad de transformarnos?, ¿de cambiar?, ¿de entender lo que antes no entendíamos?
En muchos de los casos este nuevo léxico político emerge de un feminismo punitivo. Hay que notar que hay muchos feminismos que coinciden en algunos puntos y en otros no. Todos son formas válidas de demandar e imaginar una vida más justa, pero me preocupa que nos enfoquemos en atacar a personas que están en riesgo de equivocarse porque, de hecho, están intentando vincularse y generar otro tipo de relatos. Por ello hablo de la obra de Ana, para situar la polémica en el contexto de la producción de la artista. En lo que hace, y lo que hace no es una explotación ni una humillación de la otredad, sino en general y con las polémicas sobre las que podemos disentir, un trabajo de encuentro, de comprensión, de aprendizaje que corre en diversos sentidos.
Este tipo de mecanismos punitivos ocurren mientras hay una ola de fascismos, de guerras, de genocidios, de violencias que amenazan con barrerlo todo. En el caso de Argentina, por mencionar un ejemplo, el gobierno de Milei tardó sólo 6 meses en borrar y eliminar las reformas que se habían conquistado en los movimientos sociales de los últimos 30 años. El peligro es real. Nos enfrentamos a fuerzas que abiertamente y sin tapujos desprecian, explotan, despojan y aniquilan. Y mientras, en los linchamos mediáticos y sociales entre posiciones a veces tan cercanas que se rozan, pensamos que por destruir al que no operó como hubiéramos deseado, vamos ganando la batalla. Yo siento que vamos perdiendo la guerra.
Sin duda, con la exposición de Ana Gallardo tembló un delirio. Como los propios terremotos fue un acontecimiento que nos sorprendió. Aunque hubo señales. Algunos no supimos verlas, otras las vieron y no supieron o no pudieron anunciarlas. Yo, sinceramente, me culpo por no haber visto. Por haber fallado. Si bien yo no era la curadora de la exposición sí acompañé a Ana, y mi compañía y lectura de su trabajo no alcanzó para pre-ver, para mesurar, para dudar. ¿No es mi trabajo como curadora cuidar de los artistas con los que trabajo y de su obra? Entender los lugares de tensión y proponer cómo operar. Otra vez me sacudió un temblor. Mientras veía el derrumbe, me perturbó el silencio. El mío y el de los otros. El callar era con la esperanza de no aumentar el fuego. Pero ¿no había en ese cerrar la boca un miedo de que el desplome no tirara de mí, de nosotros, también?
La cosa de los temblores es que son como fantasmas. Y uno siempre llama a otro. No es que estos datos tengan coincidencia o causalidad entre ellos, pero una vez en mi cabeza no los he podido dejar de enlazar. Yo supe de la existencia de la casa que mencionó Ana en la obra que levantó el ámpula por Iván Ruíz. Si no mal recuerdo él nos convocó antes de la pandemia y más apremiantemente durante ella a colaborar con la casa. Ya fuera con trabajo o donativos. A los pocos meses de eso Iván enfermó. En octubre de 2020 fue internado en el hospital por una hemorragia que se complicó con un infarto cerebral. Sobrevivió de milagro, pero ciertamente “volvió” de esa experiencia, cambiado. Todos vimos su difícil adaptación y no pocos nos sorprendimos de que siguiera como director del Instituto de Investigaciones Estéticas, lugar en el que trabajo y al que nos incorporamos en el mismo año. Iván y yo iniciamos juntos nuestras carreras, él, a diferencia mía, optó por, además de su investigación, realizar un trabajo institucional y lo hizo con un gran deseo, generosidad y contundencia. Sin embargo, después de su hospitalización no sólo le era difícil moverse y hablar en un inicio, sino que había algo acelerado y desquiciado en su estar. Iván había traído al Instituto una importante investigación sobre la violencia en la imagen contemporánea y una contundente reflexión sobre la fotografía en México en un estado de guerra. Iván trabajó con feministas, mujeres trans y trabajadoras sexuales. Exploró y acompañó procesos de ruptura en un arte que buscaba retratar y representar la violencia que nos sacudía. Esa violencia lo sacudió a él también.
En el momento en que lo veíamos tambalear entre cierta normalidad y el delirio, la mayoría preferimos, quizá con la esperanza de que sucediera, pensar que se estaba recuperando. Pero ciertamente era como el cuento del emperador, y todos, menos él, notábamos que estaba desnudo. Quien lo vio vestido, fue porque así lo quiso ver. Unos meses después en una entrevista con radio UNAM, Iván realizó una serie de muy desafortunadas y erradas declaraciones en relación con el feminicidio. Interpretó este acto violento como un acto de amor porque la tortura, dijo, era una pasión del alma. Y el mundo se vino encima. Se tardó, no fue inmediato, sino que hubo cierta cocción y después de dos meses de la transmisión de dicha conversación las redes sociales se incendiaron. Si bien, la malograda frase fue insostenible, lo que me conmocionó, lo hace todavía, no fue que lo cuestionaran, eso era lo propio, sino que no hubiera espacio para situar a Iván, su pensamiento y su condición de salud. Se lo tachó de feminicida, de agresor, de violento. Algunas de las autoridades de la Universidad que sabían del estado de Iván reaccionaron con sorpresa e indignación. El caso se llevó a la Junta de Gobierno, organismo que designa a los directos y quien también puede destituirlos, y lo removieron de su cargo. Para el linchamiento social eso no fue suficiente, se pedía que se revisara su obra completa para poder señalar si había indicios del “mal”, hubo también peticiones para sacarlo de la Universidad y prohibirle para siempre dar clases. Vi, vimos, a Iván hundirse. Entró y salió de instituciones psiquiátricas, paso algún tiempo con su familia, pero no hubo manera de contenerlo y terminó deambulando por las calles, donde poco tiempo después, murió.
Fui cercana a Iván con una importante distancia. Siempre me espantó su intensidad. Iván, sin embargo, al contrario de lo que se dijo en algunos lados, no estuvo solo, muchos de sus amigos y colegas lo arroparon y también lo confrontaron. Su proceso fue muy complejo, y no cabe en este texto, pero ciertamente la cancelación aceleró cualquier posibilidad de reparación.
Es seguramente el fantasma de lo que ocurrió con Iván lo que me acosa y me obliga a manifestarme. ¿Si hubiera dicho algo públicamente habría podido suavizar su caída?, ¿si se hubiera solidarizado la casa a la que apoyó hubiera cambiado el veredicto del juicio social?, ¿habría cambiado algo el respaldo? Seguramente no. Además de ello me pregunto, ¿tiene sentido que diga algo ahora? Si lo hago es posible que se me acuse, y por supuesto que da miedo ser apuntada, señalada, juzgada, pero, si quiero seguir pensando y trabajando en este terreno, me parece importante pensar públicamente, insistir en situar a las personas, a las obras y poder entender los contextos y sus sentidos más allá de la verdad y de posturas morales que poco o nada nos ayudan para pensar.
En el caso de lo sucedido con la obra de Ana, me parece que el desacuerdo que abrió su pieza es un importante espacio para el diálogo, ya gente como Gardi Emmelhainz ha lanzado propuestas[2], para seguir pensando los procesos que estamos generando, produciendo, exhibiendo e interpretando. Lo que abrió dicho proceso fue un derrumbe de las certezas con las que trabajamos y abrió un espacio de duda, de incertidumbre que es, o puede llegar a ser, un momento político importante. Ello, siempre y cuando, haya las condiciones para abrir. Cuando no haya miedo, cuando la cancelación no amenace las posibilidades mismas de politizar. Retomo aquí los cuestionamientos que aparecieron hace apenas unos días en España respecto a estos procesos por parte del Colectivo Cantoneras:
Las dinámicas de redes han contribuido a esta espiral donde abundan los golpes en el pecho, los heroicos desmarques y las exigencias bajo pena de excomunión de la izquierda de que todo el mundo se pronuncie y en un solo sentido: el de condenar al monstruo y a su organización y que esto se haga inmediatamente y sin posibilidad de reflexión. Otras opiniones no son posibles, las personas que piensan diferente no se atreven a hablar, el debate o incluso la duda están cerrados por miedo a ser la/el siguiente en ser linchado. ¿Qué hay de emancipador o transformador en el miedo?[3]
Me preocupa el momento en el que estamos. Me inquieta que estas condiciones hagan todavía menos común, hay que subrayar que en el panorama de la escena de arte en México las prácticas sociales no son las dominantes, el trabajo por suturar las esferas públicas subalternas, que sea tan amenazante el peligro que sea mejor no hacer nada, expresar únicamente nuestra mismidad o unirse a las hordas que no dudan nunca de su superioridad, de su visión, de su verdad.
En el caso de la obra de Ana hubo errores en la muestra. Ello no es un juicio sobre la obra, sino una afirmación sobre las condiciones sociales en las que se abrió la exposición. Entiendo la responsabilidad del museo y veo la decisión de quitar dos de las piezas de la exposición en acuerdo con la artista, como una apertura y transformación interesante. Sin embargo, también sé que abre un precedente preocupante, por decir lo menos.
Hay en los movimientos y comunicados realizados por el MUAC titubeos. Un día se defendía la libertad de expresión –argumento que yo no entendía que estuviera a la base de la discusión y que seguramente avivó más el fuego– y al siguiente día se comunicaba, después de ser escrachados directamente en las instalaciones por un grupo de activistas relacionadas con el trabajo sexual, que se retiraban las piezas. Luego ha sido más bien silencio.
Supongo o especulo, porque conozco a la Universidad, que estas contradicciones no son solo tensiones del propio museo[4] sino que se juegan también las políticas de la Coordinación de Difusión Cultural y las de la Rectoría. Las tensiones entre las diferentes instancias y autoridades, lo sabemos bien las personas que ahí trabajamos, genera ante los conflictos un campo fangoso, un territorio en el que se hace difícil moverse.
En la Universidad estamos enfrentando una tensión creciente en relación con las transformaciones políticas de las diversas comunidades que nos conforman. Es un momento peculiar donde la Universidad está intentando entender, respetar y generar espacios incluyentes para las personas y comunidades que la componen al tiempo que improvisa, no creo que pueda ser de otra manera, cómo dar cara a los conflictos raciales, de género y sociales que son parte sustancial de nuestro tejido y sobre los que hay una exigencia contundente de transformación. Es un ejercicio complejo tratar de hacer una institución de orígenes patriarcales y coloniales un espacio incluyente que este a la altura de nuestros tiempos. No es fácil, pero, me parece, estamos comprometidas a ello.
Sin embargo, hay que notar, son muy distintas las demandas que genera la Institución. Por un lado, a nosotros los docentes que se nos pide que sostengamos el espacio para el desacuerdo, para nombrar y pensar el malestar en una sociedad muy herida por la violencia, la indiferencia y la desigualdad. Y, por el otro, algunas de las autoridades realizan actos que solo podría definir como de psicomagia para remover los estallidos y borrarlos. ¿Es desde ese horizonte que se puede sostener la cultura? ¿Es en estas condiciones que podemos hacer un proyecto educativo a la altura de lo que se nos demanda? ¿No necesitaríamos también de la Institución y las autoridades quedarse en los problemas, sostenerlos para realmente abrir los desacuerdos?
En este tiempo perturbado desde la denuncia de la pieza hemos seguido trabajando en el seminario, ya sin la compañía de Ana. No ha sido fácil. Ha sido como pensar desde y con el nervio pinchado. Pero se ha logrado, desde muy marcadas diferencias y posiciones, hablar, discutir, argumentar, pensar e imaginar. Las alumnas han sostenido el espacio desde la decisión de escucharse. Han decidido, y así me lo comunicaron, ir a contracorriente y tomarse el tiempo para estar en el problema. El otro día volvimos juntas a salas a ver la exposición, ahora sin las obras que abrieron el debate. Cada una la vería a su propio tiempo y ritmo. De pronto una conversación de una a una se convirtió en un grupo cada vez más amplio y luego en asamblea. Nos fuimos quedando, ninguna, parecía, querer dejar el lugar ni la conversación. Eso es lo que también hace el arte y la Universidad. Ahí aguantamos.
Este temblor, este delirio, nos fuerza a repensar nuestras prácticas, nuestros modos de hacer. Estamos aprendiendo y, eso, es un acto político. En los modos de colaboración actual para logar la sutura entre esferas públicas que sucumben ante la hegemonía no hay que renunciar al problema. Sino insistir en él. ¿cómo hacerlo? Yo pienso mucho en estos días en Susan Sontag cuando le preguntaban para que servía la literatura. Ella decía, y creo que se puede llevar al terreno del arte también:
La literatura puede adiestrar y ejercitar nuestra capacidad para llorar por los que no somos nosotros ni los nuestros. ¿Qué seríamos si no pudiéramos sentir compasión por quienes no somos nosotros ni los nuestros? ¿quiénes seríamos si no pudiéramos olvidarnos de nosotros mismos, al menos un rato? ¿qué seríamos si no pudiéramos aprender, perdonar? ¿Nos convertiríamos en algo diferente de los que somos? [5]
Tendremos que insistir en un arte crítico, en formas de colaboración, participación e intercambio donde quepamos todas, todos, todes. En pensar los problemas sin quemarnos en el ardor de las hogueras. Abrir el espacio para el error y la reparación. Y, espero, insistir en el riesgo que supone trabajar con otras. No renunciar a ello, aunque se corra el peligro de la caída. Insistir en volver a empezar. Una y otra vez, las veces que sean necesarias. ¿qué otra cosa es el trabajo político?
[1] Marcelo Expósito en Podcast Futuros, Política y Creación T03, Ep 6.
[2] Gardi Emmelhainz, “Ana Gallardo y el virus del wokismo”, https://www.cuboblanco.org/revista/gallardo-wokismo
[3] Colectivo Cantoneras, “Un linchamiento feminista da la puntilla a la nueva política” en ctxt, 28/10/24. En: https://ctxt.es/es/20241001/Firmas/47712/inigo-errejon-feminismo-politica-linchamiento-agresion-colectivo-cantoneras.htm
[4] Recordemos que el MUAC se encuentra en una transición que celebrábamos fuera ordenada y respetuosa, cosa que no siempre pasa en los cambios de dirección en el área cultural de la Universidad. Ese proceso también se perturbó, pues ya se juzga este hecho como parte del fin de una agenda política y se cuestiona cómo será la dirección que viene sin darle espacio para que suceda.
[5] Susan Sontag, “La literatura es la libertad” en Obra imprescindible (México: Penguin Random House), 764.
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