Fotos: @wap_estudio
Hi-Tecuhtli: nuevas derivas de la identidad nacional
Por Gustavo A. Cruz Cerna
Durante los últimos 25 años, una de las tantas muletillas de las que ha abusado el arte que puede considerarse político en México es la de desmontar las ficciones con las que el proyecto postrevolucionario buscó sustentar la identidad nacional. Si fuese posible hablar de una historia de la crítica institucional local, ésta tendría que pasar por dichas estrategias, pues durante gran parte del siglo XX el aparato cultural gubernamental fue el encargado de sustentar el sub-sistema social que es el arte. Sin embargo, luego de un desarrollo que inició en la década de los sesenta, se consolidó hacia los noventa, y que quizás haya tenido como epílogo la obra Destrucción total del museo de antropología (2012), de Eduardo Abaroa (Ciudad de México, 1968), es muy probable que estos gestos hayan perdido efectividad y pertinencia.
Para no irse por la tangente, el desmantelamiento del proyecto identitario estatal ya no es tarea del arte contemporáneo, pues la cultura de masas se ha encargado de ello con suma eficiencia. La razón es simple, después de la apertura de la economía, la construcción de la identidad nacional monolítica se volvió una búsqueda un tanto vana, pues el mercado, con su aguda capacidad para orientar deseos, tomó las riendas de los procesos de subjetivación. Es un hecho que el propio entramado museístico estatal se ha visto obligado a adoptar dinámicas de espectáculo e industria cultural para mantenerse a flote.
Aunque estas eran ideas que ya rondaban mi cabeza, me fue posible articularlas mejor al ver la muestra Hi-Tecuhtli: La materialidad del monstruo fértil que habiendo sido muerto, explota vida, que la artista Ileana Moreno (Ciudad de México, 1989) presenta en la galería Salón Silicón, curada por Wendy Cabrera Rubio.
El motivo central de la exposición es la figura de Tlaltecuhtli, pues el último gran monolito de origen mexica descubierto y desenterrado en la Ciudad de México contenía una representación de esta deidad. El hallazgo tuvo lugar en los cimientos del museo del Templo Mayor, monumental recinto encargado de apuntalar y reforzar el mito de origen del estado-nación mexicano, una suerte de coda al célebre Museo Nacional de Antropología. Es por esta razón que el planteamiento curatorial de la muestra se ofrece como un contrarrelato de dicho complejo expositivo. Así, al centro de la primera sala de la galería, encontramos un cojín de casi metro y medio por lado que ostenta, en tela manipulada con la técnica de tufting, una colorida reinterpretación de la efigie de Tlaltecuhtli (Monolito de estambre: la princesa tierra está cariarriba).
Las dimensiones de esta pieza, enmarcada por los postes que usualmente bloquean el paso en cualquier museo, tienen como resultado que el único trayecto posible en la sala sea alrededor del esponjoso bloque. En la primera esquina del recorrido se ubica, sobre un pedestal, un tocado elaborado en impresión 3-D con un polímero a base de resina de maíz y pelo sintético; la pieza se llama El robo del penacho de Moctezuma y es una evidente alusión a uno de los agravios más profundos al orgullo nacionalista mexicano. Más adelante, en la única ventana de la sala, encontramos la instalación Dagas en el ojo de la noche, una especie de cortina construida con cadenas niqueladas cuya finura sólo se interrumpe por elementos fotosensibles hechos con el mismo polímero que el penacho y que emulan piedrecillas decoradas con motivos típicos de la cultura mexica.
Hasta aquí, la muestra es coherente con el planteamiento curatorial y se mantiene dentro de sus límites. Esta coherencia se ve acentuada por un rótulo que reproduce, con la misma tipografía utilizada en los muros del Museo del Templo Mayor, una cita de Guillermo Ahua, quien fuera su jefe de curaduría en 1995: “¿Para qué hacer el museo gris y aburrido como tantos otros? ¿Por qué no competir con Perisur, con Hollywood?” Esta cita resulta muy curiosa, pues describe perfectamente operaciones que es casi seguro que el museo no fue capaz de llevar a un buen término, pero que el trabajo de Moreno sí, aunque no desde la museografía.
Es justo debajo de aquel rótulo, cuando el trayecto llega a un punto muerto, que encontramos unas piezas que quizás sean las más interesantes y productivas de la muestra, hechas también a partir de impresión 3D y del material ya mencionado: un grupo de objetos que modelan posibles mercancías contemporáneas pero con detalles precolombinos. Cuatro de ellos están dispuestos en una mesa de cristal transparente —como lo están estatuillas o utensilios arqueológicos en los museos de antropología—: una daga que bien podría ser un pasador para el cabello (Códice borbónico fan art), una tiara (Accesorio evangelizador), un coqueto bolso de mano (Accesorio de Izpapalotl) y unos audífonos de los que es casi posible escuchar beats de K-pop interpretados por concheros del zócalo de la CDMX (Códice florentino fan art); en el piso, muy cerca del monolito suave, se encuentra un par de sandalias híper estilizadas (Dientes que son colmillos pero que también son garras). Este último detalle modifica sustancialmente el espacio, e invita a una nueva interpretación del conjunto total de las obras, pues genera una atmósfera de intimidad mundana y nos ubica, de golpe, en la habitación de una potencia femenina que utiliza la ciudad y las redes como pasarela; el cuarto propio de una divinidad que despliega por las calles un dinámico diseño de sí sustentado, seguramente, en elementos surgidos del intenso intercambio de códigos culturales que el internet posibilita, al margen de cualquier aparato discursivo estatal. Es aquí donde la obra de Moreno ofrece un punto de fuga a través del cual desborda el planteamiento de la curaduría.
Es verdad, por supuesto, que el uso de los rasgos visuales de las culturas prehispánicas ha sido históricamente administrado por el estado, con la nefasta consecuencia de que se delega el papel de los pueblos originarias al de mito fundacional, obnubilando con esto el desdén y franca agresión que sufren actualmente. La respuesta usual en el arte contemporáneo ha sido un vuelco, muchas veces exotizante, hacia los saberes y técnicas tradicionales que el sujeto urbano asocia con la población indígena o, por el otro lado, acompañamientos y documentación de sus estrategias de resistencia y organización. Moreno evita esta ruta, sin embargo, me parece que insistir en que su trabajo con el imaginario prehispánico ejerce una crítica de la construcción de la identidad nacional corre el riesgo de pasar por alto operaciones más interesantes. En términos temporales, es hacer voltear hacia el pasado una obra cuya potencia reflexiva mira fijamente al presente.
Los objetos que cierran la sala principal, ese enigmático rincón en el que los accesorios ornamentales están colocados al frente de una posible cama, en su profana textura pop, confirman que hoy por hoy la construcción de subjetividades tiene lugar, principalmente, en la cultura de masas. La vieja izquierda era consciente de esto, en su momento tuvo una reacción conservadora y apeló al purismo de lo local, pero ahora el panorama es distinto. En un mundo en el cual el polo de hegemonía cultural único comienza a eclipsarse para dar paso a cierto cosmopolitismo de lo local (el k-pop y los corridos tumbados son los epígonos de este proceso), parecen germinar de manera más clara manifestaciones del capitalismo con matices y formas ajenas a occidente. Vale preguntarse, entonces, cómo se verían las mercancías de una cultura de consumo masivo reconfigurada en las tierras de Coatlicue y Tlaltecuhtli. Desde esta perspectiva, el trabajo de Moreno no busca poner en tensión o crisis la narración estatal de la identidad nacional, al contrario, la da por muerta y baila sobre su tumba una coreografía que busca ser viral en TikTok.
A modo de un detrás de cámaras, en la sala contigua encontramos piezas que pueden interpretarse como registro del proceso de producción de los objetos del salón principal. La más protagónica es la proyección de los modelados tridimensionales utilizados para la impresión de las piezas, o bien rénders museográficos; además, hay tres pinturas en acrílico y óleo sobre papel que remiten a los ejercicios de representación y difusión de objetos arqueológicos, muchas veces a cargo de célebres artistas visuales. De hecho, los títulos de estas piezas hacen referencia a autores del siglo XX, prohombres mexicanos que abonaron enormemente al relato y la visualidad del mito oficial del pasado prehispánico: Caso, Covarrubias y Velasco. Como detalle final, una pequeña maceta con la forma de la falda de Tlaltecuhtli (Conjuro para que las hormigas no se coman las pepitas de calabaza). Estos rénders, sin embargo, si bien refieren a procesos comunes en la planeación de exposiciones, despiertan nuevas especulaciones, como cuál habría sido el resultado de un montaje en el que se diera a las piezas de Moreno el tratamiento de productos en espera de su lanzamiento al mercado, mercancías “innovadoras” dispuestas en displays pensados para resaltar su potencia de objetos de deseo consumista.
Si los argumentos curatoriales bastaran para contener cualquier interpretación de una exposición, podríamos concluir que Hi-Tecuhtli… es una muestra redonda, con sustentos discursivos, visuales y materiales tan sólidos como las piedras en las que se inspira. Sin embargo, me parece que en este caso el planteamiento curatorial, aunque resuelto con elocuencia y erudición, le queda corto a la propuesta visual de Moreno. Esto puede obedecer a inercias discursivas heredadas de los años noventa, ese periodo de feliz postnacionalización del arte mexicano, que tanto acostumbraron a los artistas a deconstruir y erosionar el proyecto de una cultura estatal. Actualmente, el papel protagónico del mercado en la producción, consumo y circulación de las artes visuales es cada día más notorio, hace falta ver si hay artistas y curadores dispuestos a asumir el riesgo de señalar, en su trabajo, los límites y los puntos de inflección de esta reconfiguración del campo.
La exposición Hi-Tecuhtli: La materialidad del monstruo fértil que habiendo sido muerto, explota vida, de Ileana Moreno, se presenta en la galería Salón Silicón del 30 de marzo al 20 de mayo de 2023.