educación artística en el capitalismo tardío*

Por Fabiola Iza

 

El Método Diana Aisenberg es una serie de principios, herramientas y estrategias destinados a generar otros tipos de experiencias creativas para el aprendizaje del arte. A lo largo de más de 30 años de existencia, éste se ha difundido y replicado gracias a la aparición de entrevistas y escritos de pluma de su creadora, la artista argentina homónima, donde enuncia los fundamentos téoricos que guían al método y que han fungido como un manual para que artistas en cualquier ciudad o poblado puedan emplearlas o incorporarlas dentro de su propia práctica docente. Es a través de estas iteraciones que me familiaricé inicialmente con el Método (en adelante MDA), participando en algunas de sus dinámicas a través de proyectos pedagógicos emprendidos por amigas y colegas, y que responden a las necesidades específicas de contextos donde impera una cierta precariedad educativa e institucional.

      Dentro de las muchas influencias que dan forma al MDA, los conceptos de regalo e intercambio –tomados de Marcel Mauss– tienen una importancia fundamental. En el espacio de las clínicas y los talleres “se regalan palabras, experiencias, oportunidades, amistad, aprendizaje, lecturas en voz alta”, dando pie a un modo de circulación de valores dentro de esa pequeña comunidad conformada por las asistentes al taller. Allí, el acto del regalo “no es gratuito, es un acto de convivencia”[1] y su finalidad es generar vínculos afectivos que, por un lado, postulen a la camaradería como una forma colectiva de aprendizaje y que, por el otro, rompan con las jerarquías que caracterizan a la enseñanza artística. Aisenberg menciona su propio rol dentro de este sistema, por ejemplo, dentro de los llamados maratones, sesiones intensivas de trabajo que se prolongan por más de ocho horas: “Yo dibujo con ellos, yo también pinto sin parar. Trabajar como un par al lado de los artistas participantes refresca el vínculo. Este vínculo es esencial en la transmisión y el contagio del conocimiento.”[2]

      El MDA surge de una coyuntura histórica específica, la instauración incipiente de la democracia en Argentina y el deseo de conformar de nueva cuenta una colectividad dentro de la escena artística. Además de poner en marcha un método de educación artística, su cometido, a mi parecer, es también restablecer un espacio donde los afectos puedan nutrir a una práctica. Durante la dictadura, es necesario recordar, los afectos, una conjunción donde mente y cuerpo se involucran simultáneamente, fueron limitados al máximo por el aparato estatal. Frases como “más de dos ya es reunión” daban cuenta de la prohibición impuesta sobre la libre asociación, cuyo cometido era impedir la organización social y la divulgación de ideas.

      En cuanto a mi historia personal, los primeros acercamientos que tuve con el MDA coincidieron, más o menos, con mi egreso de un programa de posgrado donde el giro afectivo y las discusiones sobre la labor afectiva y otros desarrollos teóricos derivados principalmente de los feminismos y la teoría queer constituían buena parte de la currícula. El enfoque en el cuerpo y la exploración de las emociones contaminaba el estudio de andamiajes teóricos anteriores, abriendo la puerta a perspectivas que desestabilizan los sistemas hegemónicos. Sorpresivamente, mi interés naciente en el MDA no radicaba en la similitud con lo que recién había estudiado sino en la diferencia radical entre ambas experiencias.

En referencia al posgrado que cursé, pocas veces había notado una discordancia tan evidente entre teoría y praxis. Dentro de la institución, los cuerpos siempre estaban normados por reglas simples pero de impacto profundo. En contraste con las sesiones de larga duración que propone, entre otros formatos de trabajo, el MDA, las restricciones temporales aquí eran sumamente estrictas: las aulas eran monitoreadas  perennemente por guardias cuyo trabajo era, entre otras tareas, cerciorarse de que las sesiones no se extendieran más allá del horario establecido y que no se suplantara una actividad por otra. Las aulas vacías no podían ocuparse sin autorización previa, por escrito, y la duración de las reuniones una-a-una con las profesoras era, estrictamente, de 50 minutos –no más, no menos–. Como resultado, la posibilidad de convivir fuera de los roles que corresponden a cada quien dentro de la jerarquía institucional era nula y, como resultado, parecía haber una resistencia sistemática a forjar vínculos de camaradería.

      Si anteriormente el estudio de la biopolítica versó en gran medida sobre las cárceles, las formas actuales bajo las cuales se estructuran las instituciones educativas ofrecen un objeto de estudio interesante: la educación artística es ahora un servicio (una commodity) ofrecido a alumnas (clientas) quienes deseamos insertarnos en un mercado laboral y los espacios de convivencia se anulan con el objetivo de evitar cualquier riesgo (liability) que ponga en jaque a la institución, al abrir la puerta a pérdidas económicas o problemas de imagen. Otra estrategia para desalentar la convivencia es pagar mal al profesorado, quienes por consecuencia son extremadamente celosas de su tiempo pues, además, sus horas para investigación se ven mermadas por la fuerte carga de actividades administrativas que se les ha impuesto. El establecimiento de una relación clientelar es el resultado de esta situación donde difícilmente se llega a ver a las alumnas como futuras colegas.

      Si bien el panorama que menciono responde principalmente a instituciones europeas en el mundo posterior al Proceso de Bolonia, al igual que a universidades estadounidenses (privadas, en su gran mayoría), plantear en México las consecuencias que esta situación ha generado no es una tarea ociosa dado que la privatización de diversos sectores va marcando la tendencia global. Es necesario entonces preguntarnos si el giro afectivo –cuando éste trascienda la teoría y se instale dentro de la institución– puede erguirse como una forma de resistencia ante la disolución social que se propicia desde hace un par de décadas en las instituciones de educación artística. ¿Puede acaso una institución estar guiada por los afectos?

      A la par del MDA, en América Latina se han realizado iniciativas de educación artística que se construyen desde el afecto y en respuesta a un sentido puntual de urgencia: la Cátedra Arte de Conducta, fundada en La Habana por Tania Bruguera y activa de 2002 a 2009, es otro ejemplo importante. No obstante, todas éstas constituyen esfuerzos individuales que no logran ser parte de la educación formal (esto es, la que concede grados) y que muchas veces desean mantenerse alejadas de esta posibilidad con el interés de mantener la autonomía y no perder la fluidez que requieren sus métodos. Aún así, la pregunta persiste: ¿puede acaso generarse una educación permeada por los afectos dentro de la lógica del capitalismo tardío?



[1] Diana Aisenberg, MDA. Apuntes para un aprendizaje del arte (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2017), p. 73.

[2] Ibid., p. 42.

* Si bien no intenta ser una réplica, el presente texto sugiere nuevas preguntas y cuestionamientos para sumarse  al debate público que abrió Entre la educación artística y la legitimidad institucional. (N. del E.)

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