Embalsamada con picante
Fotos: Cortesía del Museo de Arte Carrillo Gil.
Fue una época agitada y colorida de la carne, tiempo de licencias en las que los colores desligados de las formas evocaban las manchas difusas que los cineastas emplean para representar el inconsciente, en el peor y más candoroso sentido de la palabra.
Jorge Barón Biza
Por Gustavo A. Cruz Cerna
Desde hace un lustro, es común encontrar en la Ciudad de México modificaciones cromáticas a las salas de exhibición, sobre todo en exposiciones de artistas jóvenes. Aunque no siempre se haga explícito, esta tendencia obedecería al deseo de poner en duda el llamado cubo blanco, espacio hegemónico del arte moderno y contemporáneo. Históricamente, dicho impulso crítico se ha asociado a la categoría de instalación, pero el gesto parece haberse desgastado hasta el punto de perder relevancia. Nada grave, en arte es usual que una estrategia contestataria pierda potencia a fuerza de repetición e insistencia. Una exposición reciente, sin embargo, despertó en mí una serie de preguntas sobre estos asuntos. Aunque parezca irónico, yo fui a ella esperando encontrarme con pintura, y nada más.
El Museo de Arte Carrillo Gil alojó del 10 de febrero al 21 de abril de 2024 la exposición Embalsamada con picante de Nicole Chaput (Ciudad de México, 1995). La pequeña sala que ha servido últimamente para exhibir el trabajo de artistas jóvenes fue pintada (tanto en muros, piso y techo) de un tono que recordaba a la pulpa del mamey. Además, la iluminación se redujo a un círculo al centro de la sala que lanzaba una luz cálida en dirección cenital a la pieza central de la exposición. De los cuatro muros, sólo en uno había imágenes, dispuestas en sucesión a la manera de un códice, muy cercanas al piso y con su propia y tenue fuente de iluminación. El resultado era una atmósfera que transmitía elegancia y sensualidad, pero también cierta quietud. Todos los elementos, sin embargo, dotaban de una presencia casi mística a la pieza central.
El elemento principal de Embalsamada… era una estructura modular de tres niveles montados en un orden vertical. Los módulos de cada nivel representaban partes de cuerpos femeninos y estaban dispuestos en triadas: tres cabezas, tres torsos y tres piernas (aunque había rostros junto a un par de pies o bustos que presumían senos de una piel que brillaba en tonos neón). Lo niveles eran móviles, por lo que, en teoría, se generaban diversas combinaciones. En total, eran 27 las composiciones posibles. Sin embargo, el espectador no podía modificarlas, sólo pudieron hacerlo el equipo del museo, la artista o colaboradoras del programa público. Cada módulo era un bastidor que tensaba con dificultad lienzos de mezclilla recortados de forma irregular, siguiendo los contornos de las figuras representadas en ellos con las soluciones formales que son ya características del trabajo de Chaput: configuraciones anatómicas diseccionadas con pinceladas llenas de energía, esmero y malicia.
Argumentalmente, la exposición era bastante coherente. Desde su regreso a la Ciudad de México (estudió pintura en Chicago), el trabajo de Chaput ha buscado poner en tensión técnicas de modelado del cuerpo femenino que giran en torno al concepto de belleza en occidente. La ciencia médica, la moda, la literatura, el cine y la historia del arte han sido el foco de atención de sus exploraciones, de las que toma también múltiples referencias. En Embalsamada… hay numerosos guiños a estos intereses. Las miradas del códice son en su mayoría citas a la historia del arte pintadas por Chaput, registradas en fotografía e impresas en papel brillante, a la manera de las publicaciones de moda. La industria de la indumentaria está también presente en la mezclilla que funciona como lienzo y, aunque algo velada, en la propia estructura modular, pues su mecanismo no es otro que el de los exhibidores de armazones para gafas. La iluminación principal recuerda tanto pasarelas como probadores de tiendas departamentales de lujo. Finalmente, un modesto guiño resulta clave para la apuesta argumental. En la base del pilar principal, Chaput ubicó un grupo de cilindros apilados como leños: esta estructura es una hoguera.
En su relato Las cosas que perdimos en el fuego, la narradora argentina Mariana Enríquez cuenta cómo un grupo de mujeres decide autoinmolarse para negar sus cuerpos al apetito masculino que tanto gusta de imponerse. Como esas mujeres, la pieza de Chaput plantea la transmutación como una estrategia de desobediencia. Las transformaciones de estos cuerpos son políticas. El cuerpo femenino, objeto de modificaciones violentas en su afán por satisfacer una demanda externa (que, como señala el diálogo entre estructura principal y códice de miradas, puede ser entre congéneres), podría optar por radicalizar estas alteraciones hasta volverlas una negación del imperativo. En esta estrategia, nada confortante, la pintura de Chaput siempre me ha recordado al inicio de la novela El desierto y su semilla (1998), de Jorge Barón Biza.
Pero dejemos el discurso y volvamos a las obras (para luego irnos a la teoría). Desde hace algún tiempo el trabajo de Chaput ha integrado soluciones volumétricas en los soportes, que rayan ligeramente en lo escultórico, aunque el tratamiento de las superficies pintadas se restringe a lo plano. En ese sentido, la manera en la que dispuso sus pinturas en esta exhibición es un paso casi lógico respecto a soluciones previas. Aun así, en su cuerpo de obra es difícil encontrar, al menos de manera evidente, una preocupación por el espacio. Y, aunque antes ya ha modificado la sala de exhibición que aloja sus piezas (así pasó en Venus atómica, montada en Karen Huber hace un par de años), todo parece indicar que, al igual que en Embalsamada… estas alteraciones tienen como función principal acentuar la presencia de su pintura. No faltará el purista que acuse que estos recursos señalan una insuficiencia en el trabajo de Chaput, que no podría sostenerse por sí solo, pero me parece que estas opiniones solo podrían surgir de un defensor acérrimo del cubo blanco.
En primer lugar, porque estos artificios no velan o encubren las cualidades técnicas del trabajo de Chaput, solo señalan su consciencia de que, entre los distintos espacios que alojan arte hoy en día (la bodega o el muro de un coleccionista), el momento de exhibición pública requiere de un tratamiento singular. Es decir, uno es el espacio de venta y posesión del arte y otro el de su exhibición ante los espectadores indistintos que solo ofrecen su sensibilidad e, idealmente, su juicio ante la obra. Si bien existe una economía clara entre estos ámbitos, sin duda el momento público es el de mayor relevancia para la obra, el artista, las instituciones e, incluso, los coleccionistas. Es en él, muy probablemente, en donde puede asignársele a la obra un valor que se acerque a lo "objetivo". Por otro lado, la apuesta discursiva de Chaput está en otro lado. Debido a fuertes herencias históricas, es común localizar en la representación el campo de disputa arquetípico de la pintura, en tanto espacio privilegiado para la construcción de miradas específicas.[1] En ese sentido, el trabajo de Chaput emprende una búsqueda que podríamos considerar legítima para el medio. Y aun así, al estar en la sala no pude evitar preguntarme si, más que pintura, esto no era una instalación para luego pensar, y a todo esto, ¿qué ha pasado hoy con la instalación?
Aunque en la actualidad parece que por instalación nos referimos indistintamente a piezas compuestas de diversos elementos, cuya disposición espacial está abierta a la contingencia (algo que se resume con la expresión “medidas variables”), es posible trazar una genealogía condensada del término a partir del trabajo crítico de Julie H. Reiss,[2] Claire Bishop[3] y Boris Groys[4] (vale la pena anotar que el más reciente de ellos tiene ya 15 años). Tanto Reiss como Bishop, cuyos libros son de corte histórico, mencionan al inicio de sus textos cómo hacia la segunda mitad de los sesenta la palabra instalación se utilizaba en los Estados Unidos para referirse a lo que hoy entenderíamos como montaje de una exposición. Reiss cita a Daniel Buren: “¿No se habla acaso cada vez más de ‘instalación’ en lugar de ‘exposición’?”[5]. Bishop, por su parte, se refiere a esta acepción como “instalación de arte”. En contraste, las tres autoras describen a la “instalación artística” (lo que hoy entendemos como instalación a secas) como una obra que, aunque compuesta por múltiples objetos, podría considerarse unitaria. Además, contaría con otras características comunes, como un toque de teatralidad, existencia efímera, un emplazamiento que responde a un espacio específico, entre otras. En la exhibición de Chaput hay teatralidad y fue resuelta teniendo en mente la sala de proyectos del MACG, sin embargo no puede pensarse como una totalidad unitaria. De esto se deriva cierta fugacidad pues, aunque cada una de las pinturas es una pieza autónoma, la forma en que fueron instaladas en esta ocasión podría no repetirse.
Más importante aún es lo que las tres autoras identifican, aunque con distintos matices, como la propiedad definitoria de la instalación artística: la centralidad que ésta otorga al trabajo sobre la subjetividad del espectador, un intento por romper con la actitud pasiva que el dispositivo más convencional del arte ha cifrado. Dicha pasividad, irónicamente, se identifica fácilmente con la manera en que el cuerpo del espectador se planta ante una pintura. La principal aspiración de la instalación artística sería, entonces, propiciar un suerte de liberación del espectador al invitarle a desplazamientos al interior de la obra o de interacciones con ella. ¿Cómo se comporta el espectador en Embalsamada…?
Es innegable que la muestra procura generar una atmósfera específica. Esto tiene como resultado una combinación de vehemencia y serenidad que contrasta con lo descarnado de las pinturas. Sin embargo, todas estas decisiones de montaje ponen el acento en una actitud contemplativa por parte del espectador. Ya que, aunque móvil, la estructura modular no puede ser modificada por los visitantes, el recorrido al que invita es el de una escultura convencional. Lo único que confronta al espectador es lo representado. En ese sentido, de insistir en llamarla instalación, Embalsamada… sería una que se comporta como pintura, pues mantiene intacta la distancia que caracteriza a este medio con respecto a los cuerpos de quienes la miran.
Pero, aunque sea fácil pensar lo contrario en este punto, el objetivo de este texto no es determinar si la exposición de Chaput es o no una instalación. Al contrario, y como ya anoté, fue su ambivalencia medial lo que me planteó el problema de la subjetividad del espectador en el arte contemporáneo que se muestra actualmente. Existe un consenso entre críticos y asiduos del arte contemporáneo sobre el auge de la pintura en los principales espacios de exhibición y difusión. Por otro lado, habrá quienes, apelando a cierta fenomenología francesa del siglo pasado, defenderán a la pintura como un dispositivo capaz de poner en crisis a una identidad inamovible, rígida. Yo encuentro más satisfactorio lo que recientemente señaló Daniel Montero, que la pintura en la actualidad sirve como medio de afirmación de la identidad del sujeto artista y, pienso, esto propicia un efecto análogo en los espectadores. En un contexto social en el que la afirmación identitaria se ofrece como la mayor aspiración política, la puesta en duda de esta unidad, que caracterizó a la instalación artística en los 90 y dos miles, puede resultar anodina. Esto explicaría que, como señalé en la apertura de este escrito, resulte fácil apelar a la instalación con una iluminación heterodoxa o el uso de alternativas al blanco para pintar muros y pisos (cuya odiosa consecuencia son los protectores para calzado), manteniendo al margen la confrontación de las identidades de los cuerpos que visitan las exposiciones.
Afortunadamente, durante el último año en la Ciudad de México se han mostrado también instalaciones que no se reducen a una mera decoración extravagante. Andrew Roberts logró de forma eficiente hacer sentir en un render a quienes visitaron su muestra Tank (Pequod Co., 2023), gesto que gustó y molestó por igual. Con fines políticos muchos más claros, el MUAC presentó la muestra Crímenes transfronterizos, del artista de origen jordano, pero afincado en Beirut, Lawrence Abu Hamdan. En esta exposición hubo un despliegue considerable de instalaciones de video cuya preocupación central era el sonido. Aunque cada una de ellas era de una complejidad que merecería descripción y análisis puntual, me concentraré en The Diary of a Sky (2023), la que más desconcertante encontré. Los cielos de la frontera sur de Líbano son sometidos a constantes infracciones por parte de aeronaves israelís, cuya única motivación parece ser mantener a la población civil en un estado de stress sonoro permanente. La pieza consiste en un video en el que se compilan registros con teléfonos móviles de estos vuelos rapaces y su aterrador zumbido. Las imágenes se proyectaban sobre el techo y los visitantes debíamos acostarnos en unos pufs para poder verlas. El vértigo cobraba diferentes tonalidades.
Por supuesto que es algo injusto poner en contraste las piezas de Roberts y Chaput con la de Hamdan, pues pertenecen a contextos de producción muy distintos. Sin embargo, sí me pregunto por qué la subjetividad del espectador ha dejado de ser un problema interesante de afrontar para otros artistas jóvenes desde la relación corporal con la obra y las tensiones que de ahí puedan surgir. O, en todo caso, la pregunta puede extenderse al aparato del arte contemporáneo en general (curadores, galeristas, Estado, coleccionistas). Aproximándose a dichas estrategias, las exposiciones de Andrews y Chaput me ayudaron a ver el panorama de la escena actual, mientras que la pieza de Hamdan me recordó que el arte aun puede alcanzar gran potencia política con este tipo de soluciones. Al salir de MUAC, sin embargo, el color de los muros de la sala, fue lo último que me importó.
[1] Esto lo señala también Isabel Sonderénguer en su texto curatorial.
[2] Ver: Reiss, Julie H. From Margin to Center. The Spaces of Installation Art, Massachusetts, MIT Press, 2004.
[3] Ver: Bishop, Claire. Installation Art. A Critical History, Nueva York, Routledge Press, 2005.
[4] Ver: Groys, Boris, “Politics of Installation”, disponible en: https://www.e-flux.com/journal/02/68504/politics-of-installation/
[5] Buren, Daniel, “La función del taller”, disponible en: https://eleco.unam.mx/la-funcion-del-taller/
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