La continuidad de los parques. Respuesta a Jonathan Hernández

Por Ricardo Pohlenz 


El pasado 28 de julio me di una última vuelta al Museo del Palacio de Bellas Artes para asomarme a la exposición de Damián Ortega antes de que la quitaran. Supe, de oídas, que había algún entusiasta por ahí que proponía que la Cosa Cósmica se quedará ahí de planta dialogando con los muralistas, lo que le daría seguimiento –de manera extrema– al momento en el tiempo que describí, a manera de descubrimiento, el contrapunto y desfase que supuso la interacción entre el mural de David Alfaro Siqueiros que anunciaba la nueva democracia en 1945 y el sedán volkswagen desarticulado que, a manera de croquis monumental, pendía del recinto. Mariana Pereyra, que me acompañó ese día, me refirió las diferencias entre las soluciones formales y los añadidos que tuvo este avatar de la retrospectiva  frente a la que se presentó en el Museo Marco de Monterrey. Lo que me trajo a cuento de inmediato las diferencias que tuvo la retrospectiva de Miguel Calderón en el mismo museo de Monterrey y luego, en la versión que estuvo en el Museo Tamayo, lo que me hace tender hilos al respecto de puntos de origen y traslado, intenciones e importancias, y de los espacios museográficos como recipientes a ser llenados.

Este entusiasmo pretendido de dejar la cosa cósmica ahí, que no he podido comprobar y que cabe definir como deportivo, supone un trajín de asumidos y presunciones de orden más bien político que no considera las exigencias y mantenimiento de una pieza que –en tal circunstancia– pasaría a convertirse como el resto del recinto –es decir, de los murales que la adornan– en un entorno a ser descubierto por estudiantes y turistas. He notado –por ejemplo– la manera en la que acabaron por pandearse las tapas de los rines pendientes a falta, quizás, de la tensión adecuada en los hilos, o, más bien, quedaron así, casi chuecos, en la intención que guarda toda casualidad. Pienso en un trasfondo, tal vez un garaje, en el que esperan otros tantos vochitos más, a manera de réplica y sustitución, y esa imagen me lleva –en su juego y probabilidad– a un continuo que brilla –sobre todo– por su retórica.

Me remito –por ejemplo– al catálogo editorial que ha construido reciclando y trayendo de regreso materiales raros o de difícil acceso. Un rescate que se convierte en una línea de tiempo que –apelando a fines cada vez más remotos– ha venido trayendo a cuento ediciones agotadas de libros de John Cage y Yoko Ono. Está su nueva edición –por ejemplo– de las Lecturas Clásicas para Niños que fue publicada por la Secretaria de Educación Pública entre 1924 y 25, ajustándose a lo facsimilar, juega desarticulando temáticamente (y cromáticamente) los cuerpos originales de los dos tomos, para producir una colección que no se sabe si es para niños o entendidos, en esa línea que cruza y actualiza –todavía- líneas de tiempo, en tanto objetos, en tanto lugares.

Esto que escribo supone algo que cabe todavía entre manda y cortesía, una obligación más que una necesidad, una deuda adquirida, misma que, mucho me temo, en primera instancia, no he sabido desde donde responder, dado que fui aludido al paso por un Jonathan Hernández enmascarado en términos generales cuando me remitía en lo que había escrito a los particulares de la Cosa Cósmica, el problema de su nombre según sea en el original en inglés o su traducción al español, al diálogo impuesto en sala con Siqueiros por José Esparza Chong Cuy en su calidad de curador, y no a la retrospectiva in extenso. Igual le sirvió a Jonathan de pretexto –como dice– para lanzarse a ver la exposición y a vaciar sus impresiones al respecto, destacando la relevancia de la fotografía de un vocho enterrado y señalando la falta o ausencia de una pieza, demasiado cercana al chiste político a pesar de establecerse entre un juego de palabras –de relevancia regional– a medio camino entre la escultura y la instalación. Queda preguntarse todavía sobre los vasos comunicantes entre Stalinismo y Salinismo, seguido de que queda un poco fuera del espíritu general de la muestra: los juegos transicionales entre elementos y materiales tradicionales, sublimación de sincretismos industriales frente a una cultura de supervivencia. Y bueno, así como nos olvidamos de algunas piezas y traemos a cuento otras, dado tal vez que no se imponen o repiten en ese terreno oscuro donde inconsciente colectivo e imaginario social se confunden, me falta tal vez ver en los mercados populares la producción en serie de alguna de las máscaras armadas por Damián como me ha tocado encontrar macetas emulando al perrito globo de Jeff Koons. Ese vínculo entre objeto del deseo y arribismo social.

Le agradezco a Jonathan que traiga a colación el trasfondo. Nos lleva a los juegos de poder que traslucen en cuanto adorno al arte. Un adorno gigantesco y paradójico en su relevancia. Pero, ¿nos lleva a asumir los abismos que separan a los contextos, las situaciones coyunturales o los momentos históricos, los regionalismos insignes y las puertas al estrellato global? ¿Nos empuja acaso a considerar la importancia del neoliberalismo mexicano y sus extensiones para el impulso de un vestuario –para decirle de algún modo– que adornara mejor este trastocamiento frente a los vicios que viene acarreando el imaginario nacional desde el siglo pasado? Pienso en los artistas soviéticos que adornaron –mientras pudieron– esa modernidad alcanzada ese mismo siglo más allá de zares y privilegios. Hay un castillo y un bosque partido en secciones.

La obra de Damián Ortega fluye más bien entre patrones y derivaciones que por violentaciones y transformaciones. Pienso en el esquema que trasciende a la experiencia de la nube combada (que igual se puede traducir como deformada, arqueada o, para más tropicalización: warpeada) o las nociones primarias a las que sujeta a las 120 jornadas –citando al divino marqués– trabajando en barro versiones y diversiones de la botella de la Coca-Cola, sabiéndola de algún modo una cita o continuación de las botellas de Coca-Cola a medio llenar de Cildo Meireles, llevándolo más hacia un juego formal con los materiales y sus intenciones que a una deriva conceptual en sus extensiones. Se repite, desde una fórmula esencialmente retórica, descubriendo nuevos campos, ahí donde estaban, repitiéndolos, sobreponiéndose unos a otros, en un esquema similar al que expone Julio Cortázar en su relato, “La continuidad de los parques”, donde cada escenario o situación da cabida a la siguiente, en un juego de cajas chinas que se va abriendo en sus posibilidades. Dado, en el fondo, a ser el intermediario de un sincretismo que no sabe agotarse.

La maravilla está en todos aquellos que llegaron ese día y que no vienen cargando a Damián desde hace treinta años y, que apenas llegan para descubrirlo. Sobran las referencias frente a su asombro, arrobo, juegos y curiosidad. 

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