MUAC: ¿temblores institucionales o delirios populistas?

Por Gustavo A. Cruz Cerna 


La coyuntura no deja lugar a dudas, nos encontramos en un periodo de transición en el que los paradigmas culturales vigentes durante por lo menos los últimos treinta años están desmoronándose. El más reciente escándalo en torno a la pieza Extracto de un fracasado proyecto (2013-2024), de la artista Ana Gallardo, confirma que lo que se entendía como arte político en la estructura institucional debe replantearse.

         En un artículo anterior, realicé una interpretación respecto a la metamorfosis que ha sufrido Gabriel Orozco para adaptarse a los tiempos. Sin embargo, sentí como un pendiente de ese texto el desarrollo que puede esperarse del otro polo de la hegemonía local del arte contemporáneo. No es controvertido pensar que desde la década de los noventa ha existido una suerte de duunvirato en nuestro país. Por un lado, el ya mencionado nuevo maestro de la pintura nacional, Orozco, acompañado del grupo de la galería Kurimanzutto —a quienes podríamos llamar el lado del mercado, obviando groseramente el apoyo que Orozco tuvo por parte de lxs teóricxs de la revista October—. Por el otro, la cohorte del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), encabezada por su hasta hace poco curador en jefe, Cuauhtémoc Medina —el ala académica-discursiva—.[1] El debate en torno a la pieza de Gallardo, que además de la remoción de las piezas detonadoras de la cólera activista tuvo como consecuencia la pinta de los muros del museo, se ofrece como el indicador ideal del cambio en lo que respecta a este último grupo.

         No obstante, evitaré tomar partido por uno de los bandos implicados en la disputa (Gallardo o las asociaciones que defienden a la Casa Xochiquetzal). A mi parecer, ambas tienen el mismo grado de razón y cuentan con la misma capacidad de equívoco. Además, bastante se ha debatido al respecto en esta misma revista, generándose una densidad de discusión que tenía tiempo sin suceder en nuestro campo. Mi interés es ofrecer avances en lo que respecta a un cierto tipo de teoría del arte: una propuesta de interpretación con respecto a la idea de arte político tras una series de reconfiguraciones locales e internacionales.

         Para iniciar, me veo orillado a referir a una figura que pertenece al grupo que hoy en día es interpretado como el más endiablado de los demonios: un hombre blanco europeo. En su ensayo “El arte en internet”, el filósofo alemán de origen ruso Boris Groys delinea, con aparente arbitrariedad, una distinción entre las dos principales corrientes teóricas esgrimidas históricamente para justificar la inclusión de una obra en el Museo (y, por tanto, en la Historia del Arte): por un lado, estarían las teorías católicas ya pasadas de moda, según las cuales cada obra cuenta con característica intrínsecas a sí misma que declaran de manera incuestionable su calidad y trascendencia; por el otro, y de mayor éxito en la contemporaneidad, estarían las teorías protestantes (“incluso calvinistas”), en las cuáles las instituciones juegan un rol central, es decir, sostienen que la inclusión de una obra en el Museo se justifica por la decisión soberana de las instituciones encargadas de seleccionarla para tal fin. En términos prácticos, podemos ubicar en el curador la figura que encarna esta soberanía. De esta manera, Groys sintetiza la larga tradición de la teoría institucional del arte, en la que podemos incluir a George Dickie, Arthur C. Danto o Peter Bürger, y a Andrea Fraser como contrapunto crítico. Su singular caracterización me resulta provechosa pues vincula a esta teoría con una ética específica, la ética del capitalismo. 

Planteado este marco histórico y conceptual, mi análisis partirá del papel que la institución concreta —es decir, el MUAC— jugó en este desencuentro, ya que la decisión de mostrar la pieza tal y como se mostró fue del museo y sus curadores, quienes también tuvieron la última palabra en su clausura y remoción. Ya la filósofa y curadora Helena Chávez Mac Gregor ha ofrecido una honesta reflexión sobre las negligencias en las que cayó el MUAC durante toda la crisis, así que para resumir el asunto en este escrito me gustaría citar parte de lo que la curadora Gaby Cepeda publicó en un medio anglosajón (la traducción es mía):

 

Que la temblorosa mano de la institución decidiera retirar su propia provocación no debería leerse como “censura”. De hecho, lo que hace es evidenciar el abandono de su deber como mediador entre la parte afectada y la artista, y va en sentido opuesto al posicionamiento del propio MUAC como un foro abierto al debate, financiado como es por una de las universidades públicas más grandes de la Ciudad de México (sic), y ubicado en uno de sus campus. Planteado con simpleza: si el MUAC previó una respuesta adversa, entonces les correspondía permitir a la obra sobrellevar su juicio público. Si no fueron capaces de verlo venir, clausurar la pieza sólo ayudó a atraer mayor atención a su negligencia institucional. Un museo tiene ante su público la obligación de ofrecerle información pertinente sobre lo que exhibe, así como de facilitar el espacio para que ese público se forme una opinión al respecto.

 

En ese párrafo es posible ver que en el acto de hacer pública una obra de arte entran en juego varias fuerzas y sensibilidades a las que hay que tomar en cuenta. Por esa razón, desde hace tiempo, y haciendo apropiación del vocabulario que empezó a circular con amplitud luego del #MeToo, me gusta interpretar la curaduría como un trabajo de cuidado. Cuidado del artista y de la obra que se exhibirá, no sólo para que su ejecución o despliegue espacial ocurran de la manera más óptima, sino para que lo que con ella se quiere hacer aparecer ante los cuerpos de lxs espectadorxs se haga de manera clara y procurando la mayor potencia estética posible. Por otro lado, implica un cuidado de las sensibilidades del público ante lo que se le muestra; un cuidado que se parece más al que tiene quien enseña a un niño a andar en bici (proveyendo la seguridad y los elementos suficientes para afrontar el riesgo) que aquel que para prevenir el daño recluye del mundo a quienes tiene a su cargo. Dicho esto, que la bomba explotara al MUAC con una exposición que, en gran medida, lidia con los avatares de los trabajos de cuidado resulta más que significativo, pues confirma una vez más lo mucho que batallan varias instituciones para integrar en sus prácticas los discursos que abanderan. 

Pero el problema rebasa la eficiencia o congruencia del MUAC y, a mi parecer, efectúa un corte histórico de importancia. Edgar Alejandro Hernández tituló su texto sobre la controversia “El fin de la era de la discrepancia”. Ya que mi colega se decantó por el lamento ante el supuesto triunfo de la corrección política, ese apunte fue retomado en el mismo sentido tanto por María Minera como por Gardi Emmelhainz en sus respectivos aportes a la discusión. Sin embargo, me parece que esa frase tiene matices historiográficos más jugosos. Como las tres críticas mencionadas bien saben, en el 2006 tuvo lugar una exposición en el MUCA Campus llamada La era de la discrepancia, con la cual se planteó el proyecto de lo que años más tarde sería el MUAC. Ahí, y en el catálogo que acompañó la muestra, se construyó una genealogía de prácticas artísticas en los que la experimentación formal y con medios tenía prevalencia. A todas ellas se les asignó una actitud de confrontación, oposición o, vaya, discrepancia ante visualidades hegemónicas o dictados explícitos del aparato estatal o de la moral imperante en sus respectivos contextos temporales. Lo más interesante de la operación, sin embargo, fue que a este arte discrepante se le emparentó simbólicamente con movimientos de organización social que hoy se asocian con la lucha a favor de la democracia, y eso es manifiesto al reparar que se asignó como punto de partida del recuento efectuado el año de 1968.

Como se sabe, el movimiento estudiantil que estalló en la Ciudad de México en 1968, y la brutal represión que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz ejerció sobre él, rompió con la aparente cohesión social con la que el régimen priísta caracterizaba a la sociedad mexicana. Desde entonces, la legitimidad del sistema de partido único se fue minando lenta y, muchas veces, dolorosamente. La presión organizada de distintos grupos y fuerzas políticas lograron obtener concesiones del régimen, dentro de las cuales la transición de principios del siglo XXI debe incluirse. De esta manera, la genealogía artística de La era de la discrepancia se presentaba, en términos de ciertas teorías de la política del arte, como estrategias artísticas que hacían aparecer en la arena pública las disputas políticas con las que se consolidó la apertura democrática en México, y el programa del MUAC, aunque con notables descalabros, mantuvo dignamente esa agencia en coyunturas tan delicadas como el regreso al poder del PRI en 2012. El alineamiento incluso tuvo momentos ejemplares, como la muestra Hacia una estética investigativa (2017) del colectivo Forensic Architechture, en la cual la llamada “verdad histórica” sobre el caso Ayotzinapa fue puesta en duda con gran concisión. En 2024, sin embargo, el MUAC se volvió el blanco de la discrepancia, ¿cómo fue esto posible?

Dejando de lado todo juicio moral, es indudable que el triunfo en el año 2018 de Andrés Manuel López Obrador dio por terminado el ciclo de gobiernos de cuestionable legitimidad. Resultados electorales y sondeos de opinión demuestran que las administraciones de Morena cuentan con un respaldo popular avasallador. La lógica política a la que estaba acostumbrado el MUAC dejó de ser operativa de manera repentina aunque previsible: por un lado, la denuncia de un déficit democrático cae en el vacío ante la legitimidad con la que cuenta el gobierno actual, y, por el otro, el estatuto de autonomía del arte con el que se guían vuelve anatema cualquier simpatía explícita hacia un régimen político específico. Ese es el verdadero fin de la era de la discrepancia. No un final del discurso incómodo ni contestatario, sino el final del MUAC como recinto para alojarlo.

Por supuesto, siempre queda abierta la vía de un escrutinio minucioso al ejercicio del poder del gobierno actual. Esta es la alternativa ideal, pero también demanda un cálculo mucho más fino, en el que apelar a una autoridad académica o especializada puede jugar en su contra, pues al final se trataría de defender una definición específica de democracia que iría en contra del vox populi (ahora sí en sentido literal). El investigador Antonio Rocha describe la situación de la siguiente manera:

 

Creo que ahí se está dando una cierta lucha por la narrativa. Al estar todo el tiempo machacando con la cuestión de la transición democrática, de las instituciones, de las cadenas que nos quitaron, etcétera, están tratando de construir (...) una suerte de narrativa de qué significa una sociedad democrática, pero justamente la democracia sin adjetivo de la que hablaba Krauze, una democracia que es profundamente antipopular, que tiene que ver con instituciones sólidas, fuertes, pero que es una especie de mecanismo que se autorregula y que está más allá de la voluntad popular.

 

Un posible ejemplo del campo que nos ocupa: más allá de la veracidad de su investigación, si la citada exposición de Forensic Architechture fuese expuesta hoy en las salas del museo, no sería percibida de la misma manera que en 2017. Por mucho que la administración obradorista haya terminado por defender casi sin modificaciones la llamada “verdad histórica”, la legitimidad con la que cuenta hace que la gran mayoría de la población la tome como cierta, pues confían en su gobierno. La situación es completamente novedosa, y aunque es muy fácil acusar a los simpatizantes de la llamada Cuarta transformación de masas pasivas fácilmente influenciables por delirios populistas, esta actitud de desdén, me parece, es precisamente la que ha construido esta crisis.

En este momento del análisis, debo señalar que el impasse que intento describir rebasa ya al MUAC como institución concreta, y se amplía a lo que Peter Bürger denominó institución arte: el amalgamiento de prácticas, discursos, espacios, objetos y personas que permiten que exista eso que entendemos como arte. Para explicarme, es preciso volver brevemente a Groys. Las teorías del arte que él llama “protestantes” son coherentes con el papel central que la noción de institucionalidad tiene en las sociedades liberales (expresión política del protestantismo), y con los valores de disciplina, educación, autosuficiencia y responsabilidad que las sustentan. Como se sabe, la preocupación liberal por evitar la concentración del poder en una autoridad central tiene como consecuencia una ética centrada en la responsabilidad y el progreso individual, es decir, autogobierno. Así, se plantea la formación de diversas instituciones “ciudadanas” que operen como contrapeso a la autoridad estatal. La legitimidad de estas instituciones, de las que también habla Rocha, emana de la idea de dar cauce a las necesidades de un grupo de individuos autosuficientes y que cuenten con conocimiento técnicos especializados para tal fin (tecnocracia), lo que resulta en una noción clave en la gobernanza liberal: la autonomía.

En dicho esquema, la institución arte tiene una relevancia mayúscula, pues en ella se ha creado un espacio ideal en el que las minucias de la vida cotidiana quedan suspendidas para permitir el ejercicio pleno de la libertad. Por ello, la condición necesaria para el arte entendido así es su autonomía, que demanda del espectador un juicio basado única y exclusivamente en las reglas propias del campo.

Supongamos que percibo como un insulto dirigido a mí algo que se muestra en el interior de la sala de un museo. Habrá quien defienda que esto no puede ser así, pues lx artista no tuvo la intención de lanzar un agravio, sino que se trata de un gesto poético cuyo sentido debe dilucidarse entendiéndolo como elemento de un dispositivo estético complejo, y sólo como tal me es lícito evaluarlo. Lo que con ello se me estaría pidiendo es que suspenda mis juicios cotidianos; que deje de ser aquello que sentí apelado al interpretar el gesto como una ofensa. Únicamente mientras sea capaz de una operación de este tipo puedo considerarme un individuo libre, crítico, radical. Evidentemente este supuesto ha despertado sospechas desde siempre, y no somos pocos quienes consideramos que la autonomía del arte no es más que el opiáceo de las élites ilustradas. “¿Sólo valen aquí los sentimientos y las sensaciones de la artista? ¿No los sentimientos y sensaciones que se cruzan, pero en la calle, y provocan a otros? Suena a pensamiento único querer que nadie responda más que en los términos impuestos por el decoro museístico”, dice María Minera.

Me parece que la institución arte, insignia de la democracia liberal, es la que en realidad ha entrado en una fuerte crisis de legitimidad. Son ya numerosos los sectores de la sociedad que ya no están dispuestos a acatar estoicos las actitudes que de ellos demanda el arte. Es verdad que con esto se pierde un espacio de deliberación rico en sus matices y apertura de sentidos pero, antes de acusar a aquellos que se han alejado de él de masas acríticas que pasan demasiado tiempo en redes sociales, también valdría preguntar qué ha hecho el arte para convencer a tantas personas de que, de hecho, el arte no vale tanto la pena. Aunque parezca sorprendente, los resultados de las últimas elecciones presidenciales en EE. UU. ofrecen una posible respuesta.

La victoria de Donald Trump ha generado una tormenta de interpretaciones en la cual es difícil discernir a qué bando del espectro político tradicional pertenece cada una, pero la conclusión en casi todas parece ser la misma: el liberalismo olvidó a las mayorías, y éstas se lo están cobrando. Al menos a eso llegan tanto Slavoj Žižek, enfant terrible del liberalismo,  como Maureen Dowd, periodista premiada con el Pulitzer en 1999, y Francis Fukuyama, célebre por haber decretado el fin de la Historia luego de la caída de la Unión Soviética. Los tres autores comparten también otra parte del diagnóstico, la localización del problema en el énfasis reciente del liberalismo en las políticas de la identidad o, como también le llaman, la ideología woke. Dice Fukuyama (la traducción es mía):

 

… el interés progresista por la clase trabajadora fue reemplazado por protecciones específicas para un conjunto compacto de grupos marginalizados: minorías raciales, inmigrantes, minorías sexuales y similares. El poder estatal fue utilizándose más y más para promover determinados resultados sociales en favor de estos grupos, en lugar de al servicio de una justicia imparcial. […] Todos estos grupos [las clases trabajadoras de diversos países occidentales] estaban descontentos con un sistema de libre comercio que ha eliminado sus medios de subsistencia mientras generaba una nueva clase de súper-ricos, y también estaban descontentos con partidos progresistas que aparentemente se preocupaban más por los extranjeros y el medio ambiente que por sus propias condiciones.

 

La elocuencia entre lo anterior y el hecho de que las voces que han buscado defender la obra de Gallardo acusen también la emergencia de una tiranía woke es deslumbrante. En ambos casos, lo que está detrás de los diagnósticos es un entendimiento de las mayorías como manipulables por definición. En el caso estadounidense es así pues, como lo demostró recientemente el comediante liberal Jon Stewart, con este diagnóstico se hace a un lado el hecho de que en sus campañas la mayoría de los candidatos demócratas sostuvieron posturas conservadoras y no tan woke como se acusa desde el New York Times o el Financial Times. En el caso mexicano, pues en lugar de atender una crítica legítima, se prefiere ver en ella la obra de una turba enardecida y envalentonada por la moral obradorista. El investigador César Pineda, en su análisis gramsciano sobre la llamada 4t, describe esta actitud de la siguiente manera:

 

El rechazo, aversión y desprecio de las élites hacia las bases sociales del obradorismo, la cual revelaba una profunda aporofobia y un pánico ante la “tiranía de las mayorías”, no sólo fue la develación de un ethos cultural clásico de las derechas y el liberalismo: fue también muestra de la incomprensión absoluta del protagonismo social y la emergencia política de los pobres, que irrumpieron electoralmente en abierto rechazo a la partidocracia. Por cierto que esa emergencia “plebeya” (contradictoria, limitada y evidentemente subalterna) tampoco ha sido comprendida por parte de la izquierda antisistémica y radical.

 

Me gustaría cerrar con el siguiente apunte. Si pedí de lxs lectorxs tener el estómago suficiente para leer a Francis Fukuyama fue para hacer notar que lo que él llama woke parece ser el programa de cualquier bienal, museo o simposio del arte global de los últimos lustros. Describe, también, las tramas de los mejores libros del año de The New Yorker de por lo menos los últimos cinco años. Y estoy seguro de que algo similar podría decirse respecto a los contenidos de la industria audiovisual. Pero no es mi intención darle la razón a Fukuyama, sino ofrecer una especulación a futuro. Lo que señalan tanto Pineda como Fukuyama apunta a que la disputa electoral y sus derivados será reorientada nuevamente hacia las masas, que están reconstituyéndose como sujetos políticos tanto para las izquierdas como para la derecha. En este ambiente renovado, vale cuestionarse si las instituciones artísticas (en sentido amplio) tendrán la entereza para continuar respaldando a lxs artistas cuir, de pueblos originarios o racializados (es decir, a las minorías) a los que han dado lugar en su programación con tal de seguir las tendencias globales, a pesar de que éstas den en el futuro un giro de timón. Y, también, preguntarnos qué actitud tendrán dichas instituciones ante esas mayorías que, al parecer, tanto miedo les inspiran.

[1] Asignatura pendiente para lxs historidorxs del arte estudiar y analizar los márgenes de estos polos.

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