¿Un nuevo affaire por la pintura?
Beatriz González. Empalizada, 2001. (Detalle)
Por Ilán Lieberman
Lo primero que pensé al leer el texto de Daniel Montero, Un nuevo affaire por la pintura, es que seguramente no le gusta la pintura. Pero entonces por qué escribir un texto doble, intentando dilucidar las razones de tantas exposiciones de pintura en México, como si la producción pictórica en este país se pudiera entender como un “negocio, asunto o caso ilícito o escandaloso, o como una aventura (relación amorosa ocasional)”[1].
Me parece que el caso de Montero es parecido al de tantos agentes del arte contemporáneo, quienes tuvieron el mal tino de considerar en su momento a la pintura como muerta. Visto desde esa perspectiva, suena razonable que la creciente producción pictórica en México sea porque “la pintura es altamente instagrameable” o como auxiliar a la “sobrevivencia del mercado a través de la venta de obra bidimensional”. Toda una generación de críticos, curadores, historiadores, investigadores que crecieron con la negación y hasta la represión impuesta hacia lo pictórico, como algo que debían de acabar de erradicar, porque la pintura ya no tiene nada que aportar a La Historia del Arte. La pintura, resulta algo que parecen estar incapacitados para apreciar y –ni se diga– gozar.
Sólo así se podría entender la inclusión de la cita de Helmut Draxler que “el acto de pintar, como forma histórica de producción, de hecho puede ser obsoleto en una cultura repleta de imágenes mediáticas” ¿Será también obsoleto respirar y comer en un mundo repleto de aire y de comida?
También me parece sintomático que quienes durante décadas no podían ver la pintura ni en pintura, ahora son curadores de exposiciones o expertos en pintura. ¿Será su intento de recolocarse como autoridades, inclusive de esa necedad llamada pintura?
¿Eso explicaría el porqué Taiyana Pimentel, que mostró cero interés por la pintura durante décadas, de pronto cure una exposición de pintura, donde dos de los tres artistas no son pintores, y de uno de ellos confunda incluso el tema principal de sus obras: la esclavitud huasteca por la africana; y también el porqué la exposición de Amanda de la Garza y Paula Duarte denota una falta de conocimiento de la producción plástica nacional y una selección de artistas más inclinada a los gustos de las galerías y el mercado, que a una apreciación por su pintura o siquiera a una posible relación entre los artistas de la exposición? Cuando la pintura es –y más le vale que siga siendo– un acontecimiento, una experiencia, una revelación.
La guerra entre conceptualistas y pintores que marcó a los años 90 y hasta bien entrada la década del 2010 en este país, parece que fue una guerra perdida de antemano, una que ocasionó el encono y la desilusión de un gran número de creadores, cuya obra repentinamente no tenía cabida en museos ni galerías.
Y en vista retrospectiva, esa falsa dicotomía ¿no fue más bien una guerra por un cacho del pastel de la legitimidad y del mercado del arte?
Ahora, algunos artistas, de los más distantes de lo pictórico –aquellos que no se verían ni por equivocación mancharse de óleo– para no perder su abundante clientela, o en un intento por conseguir más, se han vuelto pintores, utilizando a la pintura, incluso encargando a sus empleados que pinten sus pinturas. Como si se pudiera obviar que la pintura, como cualquier otro oficio, es también una disciplina. ¡Ya quiero ver a un poeta encargando sus poemas a alguien más para que los escriba!
Vista de la exposición Pintura Contemporánea en México, en el Museo Amparo.
Lo bueno es que en la pintura todo queda plasmado transparentemente y eso incluye, por supuesto, el engaño y la falsedad. Es sólo hasta el final de su segunda entrega, que acepta Montero que sería bueno reflexionar acerca de la pintura (aunque él mismo no se anime a ello) y desde la filosofía, como sí lo hizo en su momento el gran Michel Foucault. Pues la pintura no se puede sostener por si misma y requiere de alguna mente brillante –francesa, de preferencia– que le otorgue su legitimidad o razón de ser. Sólo alguien que no ama la pintura podría escribir algo así y por ello tampoco pueda comprender por qué los artistas insistamos en seguir pintando.
Lo impresionante de su texto, es lo poco que habla de la pintura o de las pinturas en sí. ¿Le impresionaron, le gustaron, le afectaron, le significaron en algo los maravillosos cuadros de Beatriz González en el MUAC, por ejemplo? No lo sabemos. ¿Acaso no es eso lo que realmente importa cuando uno ve una pintura o experimenta cualquier obra de arte?
Concluiré compartiendo probablemente la experiencia más impactante que he tenido ante una pintura: fue La última cena de Leonardo da Vinci en Milán. Al entrar en el lugar, mi primera impresión fue como si estuviera viendo una de sus múltiples reproducciones, que guardé en mi memoria y que en ese momento se estuviese reproduciendo sobre el mural mismo –lo cual me decepcionó enormemente y me dije: “¡¿Para ver esto hice todo el viaje especialmente hasta aquí?!”
Pero a los pocos minutos, la pintura de Leonardo comenzó a cobrar vida y la obra maestra comenzó a brotar y revelarse como tal ante mis incrédulos ojos. La soberbia composición, el trazo divino de las figuras, el sutil colorido recién restaurado a su estado original y la inabarcable e indescifrable profundidad y misterio de todos los elementos interactuando en el espacio pictórico, que Leonardo plasmó para la posteridad.
En ese momento comprendí por qué Leonardo es el gran genio que es y por qué La última cena es su gran obra maestra.
Una completa sorpresa fue encontrar, en el muro contrario del refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie, otro mural por pocos conocido. Se trata de La Crucifixión del pintor contemporáneo a Leonardo, Giovanni Donato da Montorfano, y cuya obra seguramente era bien valorada, pues de lo contrario no le hubieran comisionado un muro idéntico al de Leonardo en ese mismo lugar.
En todo caso, la experiencia de ver este mural –pintado prácticamente al mismo tiempo que La útlima cena– era como si un abismo se abriera en el espacio entre ambos. Por un lado un mural pintado con miras hacia el oscuro pasado medieval, con cientos de figuras desplazadas sin ton ni son por todo el paisaje y, por el otro lado, un mural pintado en el luminoso presente de Leonardo, mirando con toda claridad y seguridad hacia el futuro, proponiendo un lacónico y absoluto manejo del espacio pictórico, de la relación aparente y oculta entre los personajes, de las proporciones simbólicas, de la eternidad de la escena.
Fue una experiencia que al rememorarla ahora, me pone la piel chinita y me brotan lágrimas de pura emoción, pues estoy reviviendo esa experiencia. Y es eso, precisamente, lo que sucede con la gran pintura: la ves por un momento y ese momento se hace eterno.
En cambio, como lo prueba La Crucifixión de Giovanni Donato da Montarfano, la oscuridad y el olvido son el destino de la gran mayoría de los artistas y del arte contemporáneo de cualquier época –aún los que gozan de mucha fama y fortuna– y nuestra época no puede ser la excepción.
Obra de Artemio en la exposición Sintonías Inestables, en el Museo Marco.
[1] https://dle.rae.es/affaire
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