Respuesta a Edgar y Gardi
Por María Minera
Queridos Edgar y Gardi:
A ustedes dos los leo todo lo que puedo, porque me interesa mucho lo que tienen que decir y me gusta cómo lo dicen y, la mayoría de las veces, eso que dicen me deja pensando y me hace sentir, de algún modo, acompañada en algunas de las cosas que yo misma digo, por aquí o por allá; o me lleva a darme cuenta, también, de lo equivocada o confundida que puedo estar a ratos (muchos); y me recuerda, para acabar, lo necesario que es leer a otros (u otras, otres, otrxs, otr?s), para sacudirse un poco las propias, empecinadas ideas.
Los dos publicaron aquí mismo sus impresiones sobre el lío –o, para llamarlo en argentino, el quilombo– que se armó después de que una obra de Ana Gallardo que se presentaba hasta hace poco en el MUAC, se salió de la órbita del museo y fue a dar hasta la pantalla de algún celular, desde donde después saltó a las redes sociales, y ya ahí siguió el curso incontrolable de los asuntos que por unos instantes se vuelven “lo más importante del mundo”; para segundos después, en efecto, como escribes, Gardi, desvanecerse en el aire.
Ambos explicaron muy bien de qué va la obra, Extracto para un fracasado proyecto, y cómo fue que el MUAC terminó por quitarla de la vista del público (junto con el video Sin título), así que iré directo al grano.
Empiezo por confesarles que me llamó mucho la atención que les pareciera a los dos –colegas igualmente admirables, que, no obstante, no suelen necesariamente cantar a coro– que lo que pasó hace unos días es prueba indiscutible de que estamos ante “el fin de la era de la discrepancia”, tanto en el MUAC como en el mundo. RIP. Se acabó. La cultura de la cancelación ha terminado, no sólo con ese reducto discrepante, sino con nuestras capacidades críticas y de disenso. Dos cosas me nace preguntarles. La primera es si realmente les parece que antes de este supuesto hachazo a la divergencia, había lugar en los espacios del arte contemporáneo establecidos para la discrepancia absoluta –que ahora veríamos languidecer por razones que también me intrigan, y a las que llegaré más abajo. Lo otro es si de verdad creen que lo que toca, desde la crítica, es llamar a cerrar filas con el arte contemporáneo, incluso si del otro lado está, ay, la gente de a pie –esa a la que ustedes de maneras distintas acusan de filisteísmo. Y, no, no me volví Avelina Lésper de la noche a la mañana (no tengo la energía que se necesita para permanecer atada al siglo XIX). Lo que me brincó al leerlos fue la convicción con la que decidieron trazar una raya entre nosotros y los otros –las otras, en este caso. Cada uno a su estilo parece sugerir que aquellas que empezaron la protesta en redes y la llevaron más tarde a la explanada del museo, lo hicieron porque no saben leer entre líneas; no conocen la diferencia entre documento y poema; ejercen su superioridad moral sin ambages, y, por si fuera poco, necesitan ser constantemente reconfortadas. Ah, las masas, se les sube la mosca a la nariz y corren a cancelar artistas. Perdonen que lo ponga en estos términos, pero así hemos de sonar los críticos de arte a oídos de quienes, digámoslo ya, rarísima vez entran a un museo.
Suele decirse que en los últimos tiempos la relación entre el arte y la sociedad se ha vuelto especialmente tensa. Lo que temo es que, tristemente, esa relación esté siendo cada vez más notablemente tenue; por poco, inexistente, me atrevería a decir. Sé que en esto voy en contra de lo que le gusta pensar a muchos: que el arte es víctima principalísima del efecto fumigador de la corrección política, que busca poner a raya la libertad creativa y el disenso. La verdad, creo que esa no es más que una buena coartada para, en el fondo, ni siquiera proponerse llevar a cabo la tarea, nada sencilla para los artistas hoy, de correr en sentido contrario al adoctrinamiento de la época. A mí lo que me preocupa, en realidad, es que esa tendencia a recalibrar los órdenes estéticos para favorecer ciertos discursos biempensantes (eso que tú llamas virus del wokismo, Gardi), está presente desde hace mucho en nuestros museos, y por ello la mayoría de las obras de arte que ahí se presentan difícilmente resultan disruptivas. Hace ya diez, quince años que los espacios del arte se llenaron de obras bien intencionadas y correctas, que no ofenden ni incomodan a nadie. Ojalá lo hicieran. Y lo que pasó ahora, en el MUAC, para decirlo rápido, es que el tiro les salió por la culata. Dudo que los curadores pudieran imaginar que el trabajo de Ana Gallardo desataría la cólera de los tribunales hipersensibles de allá afuera, por la simple razón de que cumple: está hecho para y por los que pueblan los territorios más vulnerables. Su obra está inscrita, pues, en esa corriente que privilegia aquello producido en clave de reivindicación, como bien apuntas, Edgar, “de problemas de género y de las minorías”–una exigencia que puede ser legítima, desde luego, pero que aparece colocada siempre del lado de las buenas causas y no necesariamente del arte.
Esa inclinación a convertir al artista en un productor de viñetas morales, pensadas para levantar el ánimo, tiene un nombre, paradójico: mainstream. Y sabemos que desde ahí es poco probable que ocurra transgresión alguna. Francamente, no veo a nadie yendo en contra de nada estos días –de eso da testimonio el funesto regreso de la pintura, ya sea decorativa o naíf, que amenaza con devorarnos a todos, y la presencia de carretadas de obras eufemísticas, que claro que buscan reconfortar, no sé si a todos, pero sí al mundo del arte contemporáneo: esa burbuja a la que le gusta creer que tiende al pensamiento denso, cuando de hecho apuesta una y otra vez por la ligereza, rayando en ostensible trivialidad. (Que no: no me pasé del lado del conservadurismo lesperiano, más bien es que ya me curé del síndrome de Estocolmo y veo, por fin, que la radicalidad poética hace mucho que dejó de estar ahí donde ustedes la ubican.) Y eso que ambos atribuyen a la llegada de la 4T (que ciertamente es cursi hasta la náusea), no me parece otra cosa que la viejísima mala costumbre de, gulp, estar a la moda. Me temo, pues, que el enemigo está adentro, se llama autocensura.
Y todo por ceder a la narrativa –esa sí, bien woke– que se empeña en poner en el centro de todo la identidad del artista, y que cancela de paso la antigua, y saludable, separación entre autor y obra: ahora son lo mismo. (Con resultados catastróficos, ya lo vemos.) La defensa que hacen en sus textos recae poco en las obras de Ana Gallardo y mucho en ella, que es, nos aclaran, feminista, largamente identificada con las causas más nobles y, sobre todo, con buenas intenciones. Como dicen ahora en las redes: ah, ok. Entonces supongo que no importa en lo más mínimo que el inmenso texto a muro, que dejó perplejos a varios, no sea feminista ni solidario ni nada de eso, sino más bien despiadado y avieso, ¿verdad? (Lo cual la vuelve más interesante, tengo que decir.)
Y aquí viene la línea que separa a los que sabemos todo eso de Gallardo, que conocemos su obra desde antes, de los demás. De un lado, una naturaleza bondadosa y consciente, del otro… ¿qué? Una jauría que no sabe leer poesía. Una masa apendejada por Google. Ay. Pero si la obra es violenta y despierta violencias, ¿qué hacemos? “Un escritor es responsable de su grito, y no del eco”, dijo alguna vez la muy discrepante, Ariana Harwicz. La obra, hoy más que nunca, navega las aguas, a ratos coléricas, de las redes como un barquito a la deriva, sin capitán ni nada, realmente, que no sea su materialidad y sus frágiles intenciones. El texto de Gallardo es como un mensaje en una botella arrojada al mar que, chin, llegó a unas costas inflamadas. ¿Se manda un telegrama, pero se rehúye del acuse de recibo?
La obra, en efecto, encendió las redes y la protesta derivó en una acción en el patio del CCU donde se quemaron carteles y se hicieron pintas. Y, ciertamente, eso llevó a que el MUAC la retirara, con el consentimiento de la artista; a eso tú lo llamas claudicar, Edgar. Yo le diría pragmatismo. La pieza tocó a la puerta de personas que se sintieron justamente interpeladas, pero no porque aquella fuera discrepante, sino directa.
Ahora resulta que el arte es intocable y sólo podemos relacionarnos con él de manera pasiva. Aceptando sus buenas intenciones sin mediar indignación alguna. ¿No les parece un despropósito blindar el arte de lo que otros puedan sentir? La obra, nos explicas, Gardi, “existe en el registro poético de ‘sentimientos cruzados por sensaciones’”. Pero ¿sólo valen aquí los sentimientos y las sensaciones de la artista? ¿No los sentimientos y sensaciones que se cruzan, pero en la calle, y provocan a otros? Suena a pensamiento único querer que nadie responda más que en los términos impuestos por el decoro museístico. No tocar. No correr. No gritar. No acercarse a la obra. Y, sobre todo, no hacer pintas en los muros; ese espacio es exclusivo de los artistas, sólo ellos pueden labrar allí insultos a martillazos, si les place.
Gardi querida: las dos hemos escrito acerca de las marchas feministas, que terminan muchas veces en pintas por todas partes, en daños a la propiedad de la nación, como se dice. Tú has dicho[1], de manera hermosa, que “apropiarnos de la agresión y expresar nuestro enojo en el espacio público es algo profundamente subversivo y simbólico porque justamente indicamos que el Estado-nación y los monumentos que le adornan, al vandalizarlos, estamos señalándolos con el dedo, como LasTesis en ‘Un violador en tu camino’”. Y yo misma he expresado que más que vandalismo, esas pintas son algo mucho más puntual y apremiante: escritura. Apresurada, furiosa, confusa a ratos, pero escritura, al fin. Esto es, que necesitan ser leídas. Y algunas de las cosas que se escribieron afuera del MUAC son contundentes y tendríamos, como críticos, que hacernos cargo de lo que están diciendo: “Respeto total al trabajo sexual” o “La violencia no es arte”, por ejemplo.
Lo curioso es que nos parezca una muestra encomiable de encabronamiento poético cuando va dirigida a la policía o al expresidente, pero no cuando es en contra del arte contemporáneo. Es un poco raro, pues, que el mismo recurso nos pueda parecer irracional, si es usado en las inmediaciones de un museo, pero loable, si ataca directamente al patriarcado. Perdón, ¿qué no son lo mismo? ¿O acaso los museos son invento de una historia sorora alterna de la que me perdí?
Les pregunto si no les parece contradictorio declararse en contra de la cultura de la cancelación y a la vez cancelar a otros. No sé si desde la crítica deberíamos cuidarnos de andar dando lecciones acerca de qué es discrepancia y qué no lo es. Precisamente, eso es lo que hacen los wokes, regular lo que se puede pensar, decir, hacer, escribir y lo que no. Siento que el caso que nos ocupa pasa por ahí, qué duda cabe, pero va más mucho allá. ¿No hay nada que nos parezca genuino en esa indignación? ¿No nos conmueve ni un poquito lo que se expresa tan acaloradamente en esos dichos, en esas pintas?
Coincido en la sorpresa de ambos frente a la falta de previsiones de los curadores. Creo que en lo que no repararon fue en que el extracto labrado en la pared era, como lo advirtió la propia Gallardo, parte de un fracasado proyecto; es decir, que se salía completamente del registro de su práctica. Esa obra, quizás a pesar de ella misma, dio al traste con el lugar común de la artista biempensante. Al MUAC, en pocas palabras, se le escapó una bomba. En efecto, se trata de una obra discrepante, pero con la propia lógica del trabajo de la artista. Porque está hecha, precisamente, desde otro lugar que las buenas intenciones: desde la rabia. Pero llega en un momento equivocado, me parece, cuando la rabia ha inundado por completo el espacio público. En este país de narcomantas y textos de cobro de piso ultrajantes, la obra se lee de otra manera a como se podría haber leído hace trece años, cuando fue creada.
Y sólo por una razón se podría lamentar que hayan quitado la pieza, y las pintas, y es que juntas entablaban un diálogo que, definitivamente, resultó discrepante. Las agraviadas escribieron en las bardas, el piso y las paredes del MUAC, porque ¿dónde más lo iban a hacer? Ellas no publican en Revista Cubo Blanco. Ni les prestan los muros internos del museo para que puedan plasmar su furia a golpes de cincel, como hiciera Gallardo. Pero el lenguaje es el mismo. De hecho, respondieron echando mano del mismo recurso vandálico que también usó la artista y haciendo gala de un parecido rugir. Un intercambio así –inédito y salvaje– debería haber sido bienvenido, pues no era mera oposición, sino conversación airada. Entiendo que, por cuestiones legales, el museo no podía hacer otra cosa, pero el diálogo quedó roto.
(La verdad, qué ganas de poder ir a escribir en alguna pared lo que muchas obras de arte en estos tiempos me hacen sentir.)
Cierro diciendo, queridos, que yo también con este texto encendido no espero otra cosa que llamarlos a debatir, usando el recurso, que es el único nuestro: las palabras. Porque eso hacen los críticos, ¿o no?
Con admiración y cariño,
María
[1] En una entrevista que le diste a Angélica Ferrer, el 7 de noviembre de 2022.
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